La santificación
Queridos amigos:
Primero debemos buscar en la Palabra de Dios lo que significa la santificación. En el lenguaje corriente se suele entender por “santo” un hombre sin pecado y sin debilidades, o por lo menos sin pecados o debilidades que se hayan hecho públicos. Por eso algunos creyentes, desencaminados por la así llamada doctrina de la santificación, afirman que han progresado en la santificación porque no han caído en pecados visibles.
Respecto a esto Pablo dice en 1 Corintios 4:4: “Aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado”. Y en el Salmo 19:12 David pide que sea purificado de pecados ocultos (véase 1 Juan 3:20; Levítico 5). Cuando el Señor venga, él “aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5). Si ya no vemos cosas malas en nosotros, eso no significa que no quede el mal. Pero, ¿quién no ve muchas cosas malas en sí mismo cuando, a la luz de Dios, compara su vida con la medida de la Palabra de Dios?
Además, la Palabra de Dios nos muestra que la pureza y la santidad no es lo mismo. En Éxodo 28:38 se habla de las faltas cometidas en las cosas santas y en 1 Crónicas 23:28 se habla de la purificación de las cosas santificadas. En Efesios 1:4 y Colosenses 1:22 se dice: “Para que fuésemos santos y sin mancha”.
¿Qué es la santificación?
Se puede notar una clara diferencia entre pureza y santidad. Si seguimos las numerosas citas de las Escrituras en las que se habla de “santo” y de “santificación”, resulta claro que la santificación significa separación; y aplicada a nosotros mismos significa la separación de todo aquello con lo que estábamos ligados hasta entonces, con el fin de entregarnos a Dios. Pero ella también supone que llevemos las señales de esta relación con Dios y de esta entrega. Lean por ejemplo Números 6:1-11. La medida de la santidad no se encuentra dentro de nosotros. “No hay santo como Jehová; porque no hay ninguno fuera de ti” (1 Samuel 2:2). “Pues solo tú eres santo” (Apocalipsis 15:4).
Sed santos, porque yo soy santo
(1 Pedro 1:16).
Solo el Señor es la medida de la santidad. Quien se mide consigo mismo, yerra, como dice la Escritura: “Pero ellos, midiéndose a sí mismos por sí mismos, y comparándose consigo mismos, no son juiciosos” (2 Corintios 10:12). Por lo tanto resulta claro que solo Dios tiene capacidad para juzgar hasta qué punto correspondemos a la medida divina.
En Juan 17:17 el Señor Jesús ruega al Padre: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”. La verdad es lo que Dios ha revelado de sí mismo; de ahí se desprende cuál es, o debe ser, nuestra relación con él. Por eso el Señor Jesús dice de sí mismo que él es la verdad (Juan 14:6). Él nos reveló a Dios (Juan 1:18). Asimismo la Palabra, en la que Dios se ha revelado, es la verdad. Por medio de la verdad –es decir, por medio de lo que Dios ha revelado de Sí mismo y de sus derechos sobre nosotros– quedamos separados de todo aquello con lo que habíamos estado vinculados hasta entonces, para en lo sucesivo pertenecer a Dios.
En el Antiguo Testamento todavía no encontramos la completa revelación de Dios. Allí él se revela como Jehová, quien tenía un templo terrenal en medio de su pueblo, en el cual quería morar. Por eso, en el Antiguo Testamento la santidad está relacionada con ese templo. El monte, el arca del pacto, la ciudad de Jerusalén y el templo, los sacerdotes, los levitas, todo el pueblo, los utensilios del culto, las ofrendas, etc., todo se santificaba. Todo estaba en relación con Jehová como quien moraba entre su pueblo.
La santidad conviene a tu casa
(Salmo 93:5).
“En los que a mí se acercan me santificaré” (Levítico 10:3).
Pero ahora Dios se ha revelado plenamente en el Señor Jesús, quien es Dios manifestado en carne. Aunque el Señor Jesús fue verdadero hombre, su servicio estuvo marcado por esta señal, a saber, que solo él revelaba a Dios. Pero cuando le hubo revelado plenamente en la cruz, llevando a cabo una eterna redención, se levantó de entre los muertos y ocupó su sitio a la diestra de Dios. Y esto lo hizo siendo hombre (Juan 17:4-5).
Siendo Dios, poseía la gloria eterna desde antes de que el mundo existiera; sin embargo, habiendo cumplido la obra en la cruz del Gólgota y habiendo glorificado perfectamente a Dios, también pudo reclamar esta gloria como hombre. Ahora está sentado como hombre glorificado a la diestra de Dios en el cielo. ¡Un hombre en el cielo!
El propósito eterno de Dios es que nosotros seamos hechos conformes a la semejanza de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos (Romanos 8:29). En Juan 17:19 el Señor Jesús dice: “Por ellos yo me santifico a mí mismo”. Él se pone a parte en el cielo para estar enteramente consagrado a Dios, y hace eso “para que también ellos sean santificados en la verdad”. Aquí tenemos la medida de nuestra santificación y, al mismo tiempo, el medio para ser santificados: Cristo en la gloria.
La santificación por el Espíritu
Si leemos el Nuevo Testamento, vemos que de nuestra santificación se habla de dos maneras. Por una parte, se dice que somos santificados (1 Corintios 6:11; 2 Tesalonicenses 2:13; 1 Pedro 1:2, etc.). Por eso en varios pasajes se nos llama “santos” (ver, por ejemplo, el comienzo de las epístolas). Esta santificación se efectuó por medio del nuevo nacimiento. El Espíritu Santo nos separó del mundo, al que pertenecíamos, dándonos una vida nueva: la naturaleza divina (Juan 3; 2 Pedro 1:4; Efesios 4:24). Por otra parte, se dice que debemos santificarnos de modo práctico (Hebreos 12:14; Efesios 5:25-27, etc.).
Estos dos aspectos se unen en Apocalipsis 22:11: “El que es santo, santifíquese todavía”.
Dicho principio lo encontramos aplicado en varias porciones de las Escrituras. Como hemos visto en Romanos 8:29, Dios nos ha predestinado “para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo”. En Efesios 1:4-5 el mismo pensamiento está expresado en otras palabras. 1 Corintios 15:49 dice: “Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial” (el Señor Jesús). 1 Juan 3:2 indica cuándo se verificará esto: “Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”.
En cambio, en otros pasajes de la Escritura, ya somos identificados con Cristo (igualados). En 1 Juan 3:1 leemos que el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él, y el capítulo 4 versículo 17, dice que ya en este mundo somos como él es en la gloria. Su explicación es que todo se basa en la obra del Señor Jesús. Gracias a nuestra posición ya poseemos todo (1 Corintios 1:30). Por medio del nuevo nacimiento somos separados del mundo y poseemos la vida eterna. Hemos sido hechos perfectos por un solo sacrificio y a través de él somos justificados ante Dios. Somos hijos y herederos de Dios y en Cristo estamos en los lugares celestiales (Efesios 2:6). En lo referente a nuestra alma, lo poseemos todo pero nuestro cuerpo todavía no participa en todo; la vieja naturaleza aún permanece. Por eso nuestra condición práctica todavía no corresponde a la posición a la que hemos sido llevados en virtud de la obra del Señor Jesús.
La santificación práctica
Todas las exhortaciones nos llaman a manifestar desde ahora lo que un día seremos; esta es la meta de todo ministerio (Efesios 4:11-16; Colosenses 1:28). ¿Y cómo hemos de ser? Debemos asemejarnos a Aquel hombre glorificado en el cielo. Por lo tanto, Él también es la medida para nuestra marcha práctica. Por eso se dice:
Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro
(1 Juan 3:3, léase también 1 Tesalonicenses 3:12-13).
¿Cómo podemos ser más semejantes a él en la práctica? ¿Acaso luchando por ello? ¿O tratando de cambiar nuestra vida y vivir una vida más santa? En Romanos 7 hallamos a alguien que hace eso, pero al final tiene que exclamar: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (v. 24).
La Palabra de Dios nos indica un camino mejor: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). Mirando al Señor Jesús, tal como se halla ahora glorificado en el cielo, leyendo y meditando todo lo que está escrito sobre él en la Palabra de Dios, nuestra vida cambiará. Entonces seremos moralmente transformados según su imagen. Aquello que ocupa nuestros corazones imprimirá su sello en nuestra vida. Así ocurre también con la santificación. Lo que un día seremos, a saber, semejantes al Señor Jesús glorificado, es la medida de nuestra santificación aquí en la tierra. La mirada fija en Jesús obra esta santificación. La santidad es, en su naturaleza y carácter, lo que emana de nosotros cuando Cristo se manifiesta en nuestro ser. Por eso el Señor Jesús dice: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Juan 17:19). Ahora ya él está sentado como hombre glorificado en el trono de Dios: “Santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Hebreos 7:26), para que mirándolo seamos santificados. La verdad, la Palabra de Dios nos lo describe. Ella nos lo presenta en la gloria de su persona y nuestro corazón se llena de sus perfecciones y de todo lo que se relaciona con él. Entonces ya no hay lugar en él para el mundo y sus cosas. Así nuestra vida se hace más parecida a la suya y se separa cada vez más de aquello que pertenece a esta tierra, para estar exclusivamente dedicada a Dios. Esta es la santificación.
En este camino podemos contar con la fidelidad de Dios. “Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén” (Judas 24-25; ver también Mateo 19:26).
Con un afectuoso saludo, su amigo.