La liberación del poder del pecado
Querido amigo:
De modo que tu conciencia ha encontrado la paz en la obra cumplida por Cristo. Has confesado tus pecados ante Dios y también has creído lo que Dios dice del Señor Jesús y su obra. Ahora sabes que nunca entrarás en juicio, y puedes decir: «¡Todos, absolutamente todos mis pecados han sido borrados por su sangre!».
A pesar de todo, tus palabras no expresan gran gozo. Quizá lo has experimentado, pero no lo tienes en este momento. No tengo necesidad de preguntar a qué se debe eso, pues mi propia experiencia me lo dice y la Palabra de Dios lo afirma.
Dicha situación te deja perplejo en gran manera. Estabas convencido de que tu vida sería completamente distinta desde que te convertiste y tienes paz con Dios. Pero comprobaste precisamente lo contrario. Los mismos pensamientos pecaminosos surgen aún en ti. Los mismos defectos de carácter siguen presentes. Te enfadas con tanta rapidez y vehemencia como antes. Crees que eso no debería ser así (y tienes razón), que Dios de ninguna manera puede aprobarlo. Aunque tú no lo quieres y lo resistes, todo es inútil. Las cosas van empeorando. Cuando algunas veces crees que andan un poco mejor, enseguida sobreviene una mala racha. Has orado mucho para que el Señor te ayude a vencer. Pero esto tampoco te ha servido. Quizá también hayas experimentado alguna vez lo que una señora creyente me decía: «¡Cuánto más oro por la mañana, tanto menos éxito tengo!».
Todo esto lo he conocido en mi vida personal. Los primeros dos años, después de haber encontrado la paz para mi conciencia, estaba tan profundamente hundido en la desdicha, que no me atrevía a confesar que me había convertido. En esos años a menudo mi madre me decía: «¡Tienes que convertirte!» Yo no osaba decirle que ya me había convertido. Estaba convencido de que ella no podría creerme al ver cómo me comportaba.
Si la condición normal de un hijo de Dios es que su vida se vea transformada luego de la conversión, ¿cómo explicar que a pesar suyo, a menudo continúa pecando, lo cual lo hace muy infeliz?
Existen dos motivos:
1. No conocemos o no comprendemos el pleno significado de la obra del Señor Jesús, como lo expone la Palabra de Dios.
2. O, conociéndolo, no nos lo apropiamos, y no lo vivimos, creyendo simplemente que esto también es la verdad porque así lo dice la Palabra de Dios.
La condición del hombre
En mi carta anterior señalé, según el primer capítulo de la epístola a los Romanos, el hecho de que todos los hombres han pecado y por eso son culpables ante Dios. Pero también que todo el que acepta al Señor Jesús recibe el perdón de sus pecados y, aun más, Dios lo justifica. Por eso, todos los que son convertidos pueden decir: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
Dios obra a favor del hombre culpable, y todo lo ha resuelto para él, a fin de que pueda ser salvo.
En Romanos 5, a partir del versículo 12, se trata de otro asunto. Allí ya no se habla de nuestros pecados, a saber, de nuestros hechos pecaminosos, sino de nuestro estado. ¿Por qué el hombre no hace más que pecar? Porque su naturaleza, su corazón, es malo. “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9). “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios” (Marcos 7:21). En Tito 3:3 el apóstol Pablo hace una descripción de nuestro estado: “Nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros”. Aquí no se hace una relación de hechos pecaminosos, sino que se describen nuestros sentimientos, nuestro estado, nuestra naturaleza.
Conforme a la imagen y semejanza de Dios
En Romanos 5:12-21 encontramos el motivo por el cual tenemos esta naturaleza pecaminosa: porque todos somos descendientes de Adán.
Adán fue creado conforme a la imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26; 5:1). “A imagen de Dios” indica la posición que el hombre ocupó en la creación. Como administrador de Dios, representaba a Dios en la tierra, y como tal, era jefe de la creación terrenal. A pesar de la caída ocasionada por el pecado, y su consiguiente confusión, en la obra de la creación Adán sigue siendo –y el hombre, como su descendiente– la imagen de Dios (1 Corintios 11:7). La expresión “a semejanza de Dios” o “conforme a nuestra semejanza” señala la pureza e inocencia de Adán. Un convenio ético tuvo lugar entre el Creador y su criatura; desgraciadamente, este no duró mucho. Adán transgredió el mandamiento de Dios, perdió su pureza y vino a ser un pecador culpable. Nunca, después de su caída, se dice de Adán o de sus descendientes que respondan a la semejanza de Dios. Esta expresión tan solo se aplica a lo que Dios había hecho del hombre en el momento de la creación (Santiago 3:9).
A la imagen y semejanza de Adán
Génesis 5 habla de modo muy claro sobre este punto. En el versículo 1 leemos que Dios creó al hombre a su semejanza. Pero, cuando en el versículo 3 Adán engendró un hijo, este fue hecho conforme a su propia semejanza, y a su propia imagen. Es decir, conforme a la semejanza de un pecador culpable, una criatura caída lejos de Dios. Así que todo niño que nace es pecador desde su nacimiento, pues lleva la naturaleza de sus padres.
Esto lo expresó Job: “¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie” (Job 14:4). David dijo: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5). De este estado de cosas, Romanos 5:12-21 saca la siguiente conclusión: Por la transgresión de Adán los muchos murieron, pues por la transgresión de uno reinó la muerte (v. 15, 17). Las consecuencias de la transgresión de Adán alcanzan a todos los hombres para condenación (v. 18) y por la desobediencia de Adán, todos sus descendientes han sido constituidos pecadores (v. 19). En otras palabras, el estado de cada ser humano que nace corresponde al estado de su antepasado Adán después de la caída; es un pecador que espera la muerte, expulsado del jardín de Edén y de la proximidad de Dios.
Aquí se habla, pues, de la condición del hombre y no de los pecados en que ha incurrido. Antes de que el hombre cometa un solo pecado, esta ya es su condición: es un pecador que recibirá la muerte para condenación. No es que sea culpable al nacer; lo será más tarde por sus hechos, los pecados que cometerá. En Apocalipsis 20:12 vemos que los muertos serán juzgados según sus obras y no conforme a su condición. Con todo, la condición del hombre le hace incompetente para alcanzar el cielo. Dios no puede soportar en su presencia a ningún hombre que tenga una naturaleza pecaminosa. El Dios santo se ve obligado a alejar de sí, para siempre, a cualquier hombre de semejante naturaleza. Dios, quien es luz y en quien no hay tinieblas (1 Juan 1:5), no puede admitir tinieblas en su presencia (Efesios 5:8). Las tiene que arrojar allí donde “será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 8:12; 22:13). Si el Señor Jesús no hubiese efectuado la obra de redención, ningún hombre habría entrado en el cielo, ni siquiera los niños que murieron tras nacer, sin haber cometido aún un solo pecado.
La condenación de la fuente del pecado, nuestra mala naturaleza
De esto se desprende que no basta tener el perdón de los pecados. Si el Señor Jesús llevó todos mis pecados en la cruz, ciertamente ya no seré juzgado por ellos. Sin embargo, si él no hubiese hecho otra cosa más por mí, estaría perdido eternamente. Porque Dios puede perdonar los pecados, pero no un estado malo, no una mala y pecaminosa naturaleza. De todas las maneras posibles, Dios dio al hombre la oportunidad de mostrar si había algo bueno en él. Así fue antes del diluvio, cuando Dios aún no había dado ninguna ley o prohibición; también lo hizo después del diluvio, cuando estableció la autoridad para refrenar el mal (Génesis 9:5-6). A continuación, apartó a Israel para ser pueblo suyo, entregándole sus decretos y estatutos, y en su bondad descendió para morar en medio de ellos (Deuteronomio 4:6-8). Después de eso les dio jueces, profetas y reyes. Los educó mediante su disciplina. Por fin se presentó él mismo, “Dios fue manifestado en carne” y vino en gracia a la tierra. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Corintios 5:19). ¿Y qué se manifestó? “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:5).
Los hombres amaron más las tinieblas que la luz
(Juan 3:19).
Los hombres eran tan malos que rechazaron a Dios, pese a que él se manifestaba en gracia. Llevaron a la cruz a Jesús, al Dios que “fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). En la cruz se demostró claramente que el hombre está corrompido, que no hay nada bueno en él, y que Dios no puede hacer otra cosa con él sino condenarlo.
Por eso el Señor Jesús, en Juan 3:3, no dice: «El hombre cuyos pecados no sean perdonados, no puede ver el reino de Dios», sino: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”.
La respuesta de Dios
En Romanos 5:12-21 encontramos la respuesta divina a esta dificultad. El primer Adán transmitió su condición, que había contraído tras su caída, a todos los que pertenecen a su familia (esto es, a todos los hombres). Entonces Dios puso sobre la tierra al Señor Jesús como segundo hombre, como el último Adán (1 Corintios 15:45-47), el cual desde que cumplió la obra en la cruz, ha dado su propia condición a todos los que están vinculados con él. Ahora llegamos a la pregunta: ¿Cuál es la esencia de esta condición o posición?
En la cruz, al comparecer en el juicio de Dios, el Señor Jesús llevó sobre sí mismo nuestros pecados (1 Pedro 2:24). Pero esto no es todo. Romanos 8:3 dice que “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne”. Y en 2 Corintios 5:21 está escrito:
Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.
Estas dos citas no hablan de nuestros pecados, de nuestros malos actos, sino del pecado, del principio del mal, de la fuente del pecado, de nuestra mala naturaleza. Romanos 8:3 habla de la “carne de pecado” y del “pecado en la carne”. Con estas expresiones se describe, en Romanos 5-8, nuestra mala naturaleza. Al Señor Jesús, Dios lo hizo pecado en la cruz. El Señor no solo llevó allí nuestros pecados, sino que tomó el lugar de nuestra naturaleza pecaminosa (Romanos 6:6). Dios juzgó a Aquel que no conoció pecado como si hubiese sido un hombre pecador con naturaleza pecaminosa. El juicio de Dios, tanto por la naturaleza pecaminosa del hombre como por sus pecados (sus hechos malos) cayó sobre el Señor Jesús. Así murió el Señor, y fue sepultado.
El postrer Adán
Pero el poder de Dios le levantó de entre los muertos (Efesios 1:20) para testimoniar que su justicia queda perfectamente satisfecha, tanto con respecto a nuestros pecados como en lo concerniente a nuestra mala naturaleza. El Señor Jesús resucitó luego de haber pasado por el juicio. Ahora se mantiene de pie ante Dios en una nueva condición: como alguien que soportó plenamente el juicio por los pecados y por el pecado, quien fue resucitado por Dios para dar testimonio de que cumplió perfectamente la sentencia divina. Ahora vive una vida de resurrección. Esta es la condición del Señor Jesús como segundo hombre, como el postrer Adán, desde que vino a ser la Cabeza de la nueva familia, la familia de Dios.
Romanos 5:12-21 nos dice que todo el que está ligado a Cristo participa con él de esta condición.
Abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo (v. 15).
“Pero el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación” (v. 16). “Mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia” (v. 17). La obra del Señor Jesús basta para la justificación de vida; por su obediencia hemos sido colocados en la posición de “justos” (v. 18-19). La gracia reina por medio de la justicia para vida eterna (v. 21). “Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección” (Romanos 6:5). Efesios 2:5-6 va más allá: Dios “nos dio vida juntamente con Cristo… y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”.
Por lo tanto sabemos que la obra del Señor Jesús significa, para nosotros, mucho más que el perdón de los pecados. Cuando por la fe en el Señor Jesús un pecador acude a Dios confesando sus pecados, él le da un sitio en la familia de Dios, pertenece entonces a Cristo. Se le atribuye toda la obra del Señor Jesús, lo que significa que el castigo por sus pecados (los hechos pecaminosos) fue saldado en la cruz y, por lo tanto, estos están expiados. Pero su naturaleza pecaminosa también fue juzgada, y murió en la muerte del Señor Jesús en la cruz. Ahora él participa de la vida de resurrección del Señor Jesús. El postrer Adán (un espíritu vivificante: 1 Corintios 15:45) ha soplado en el creyente y le ha dado el Espíritu Santo, su propia vida de resurrección (Juan 20:22). Posee la vida eterna, posee al mismo Señor Jesús como su vida (Juan 3:15-16; 1 Juan 1:1-2; 5:11-13, 20).
Muerto con Cristo
Quien ha entendido esto, ya no busca mejorarse. Comprende que no puede mejorar algo que Dios declaró ser enteramente perdido. Pero sabe que Dios lo hizo morir en la cruz, en el Señor Jesús. Eso es lo que confesó en el bautismo. Fue bautizado en la muerte del Señor Jesús y, por el bautismo, fue sepultado juntamente con Cristo para muerte (Romanos 6:3-4). (¡Cómo se oculta esta verdad cuando el bautismo no se practica por inmersión, sino tan solo por aspersión!) Dios solo le ve en su nueva vida, la que no quiere y no puede pecar. Y el creyente se considera muerto al pecado, pero vivo para Dios en Cristo Jesús (Romanos 6:11). No puede luchar contra el pecado que hay dentro de él. En ninguna parte encontramos que el cristiano tenga que hacerlo. Por el contrario, debe considerarse muerto al pecado. (Hebreos 12:4 no habla del pecado que mora en nosotros, sino del pecado que se halla en el mundo, nuestro enemigo). Por cierto, el pecado que mora en el creyente querrá manifestarse y mostrar que aún vive, pero el creyente no debe tolerarlo. No debe prestarle atención, sino que ha de levantar la vista hacia el Señor Jesús. Cuando el pecado obra en mi corazón y quiere atraer sobre sí mi atención, no debo hacerle ningún caso, más bien tengo que dirigir mis pensamientos hacia el Señor. Entonces ya no pensaré en el pecado. Al dirigir la mirada hacia el Señor Jesús, la nueva vida puede manifestarse en mí: “Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18).
Si lo hago así, el Espíritu Santo que mora en mí se encarga de la lucha contra la carne (la naturaleza pecaminosa, Gálatas 5:17). Esta no es mi tarea.
Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro
(Romanos 6:11).
La experiencia práctica
Entonces, ¿cómo es posible que tantos creyentes giman bajo el poder del pecado, como lo escribí al principio de esta carta? Todo creyente conoce o ha conocido por experiencia propia este estado y la lucha asociada con él. Eso no quiere decir que esta lucha deba alargarse a través de toda la vida del creyente, como a menudo se dice. Gracias a Dios no es así. El Señor Jesús venció a Satanás y al pecado, de modo que todo aquel que tiene parte con Cristo puede mantenerse en la libertad (Gálatas 5:1, 13, 16) y vivir una vida victoriosa (Romanos 8:1-4). Todo el que realiza de modo práctico el punto de vista de Romanos 8:1-11 queda libre del poder de Satanás, del pecado y de la muerte. En este creyente se hallará el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22) y se cumplirán las exigencias de la ley (Romanos 8:4). La liberación se conoce solamente después de pasar por esta experiencia y esa lucha.
Cuando alguien se convierte, ve sus pecados y se ocupa de ellos, porque el juicio de Dios se erige delante de él. Recibe la nueva vida y tiene una voluntad renovada que anhela servir a Dios. Desea conocer Su voluntad y quiere cumplirla como si fuera ley. Pero en este camino aprende primero a conocer su naturaleza pecaminosa, su condición. Romanos 7 nos describe esta experiencia. En los cuatro primeros versículos vemos la doctrina, la condición: estamos muertos con respecto a la ley y estamos unidos a otro, al Cristo resucitado. Los versículos 5 y 6 desarrollan la transición hacia esta experiencia.
La primera constatación es esta: La ley no tiene ninguna fuerza. Es santa, justa y buena. Y aunque era “para vida”, pues “el que hiciere estas cosas vivirá por ellas” (Gálatas 3:12), por experiencia sé que ella resulta en mí para muerte, pues los mandamientos de la ley despiertan la codicia en mi corazón, y esa misma ley me prohíbe satisfacerla. Eso finalmente me conduce al certero conocimiento de mi propia naturaleza:
Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien (v. 18).
El hecho de que quiero hacer lo bueno y, sin embargo, practico el mal que odio (v. 15), me lleva a hacer una distinción entre mí mismo –que quiero hacer el bien, que me agrado en la ley de Dios según el hombre interior (v. 22)– y ese poder en mí, el pecado que me lleva a hacer el mal (v. 20). Entonces reconozco que estoy preso del pecado que mora en mí. Peco: esto es una «ley del pecado», una regla inflexible, y frente a ella quedo impotente. Soy prisionero de esta ley.
Entonces el Espíritu Santo me lleva al horrible descubrimiento de que estoy irremediablemente corrompido, y debo clamar: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (v. 24). En aquel momento viene la respuesta de la Palabra de Dios: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (v. 25).
La liberación
¡Soy salvo de este cuerpo de muerte! Mi pecado ha sido juzgado en la cruz, en Cristo (Romanos 8:3).
Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí
(Gálatas 2:20).
De manera que en Cristo estoy en la misma posición que él ocupa desde su resurrección. De ahí que ya no haya condenación para mí (Romanos 8:1). El Espíritu Santo ha creado una vida nueva en mí, la cual no peca, más aún, no puede pecar, sino que concuerda completamente con su Hacedor (Juan 3:5-6). Además, el mismo Espíritu Santo mora en mí; él es la fuerza que capacita a la nueva vida para que obre según su naturaleza (1 Corintios 6:14; Juan 4:14; 7:38-39). Él también es quien se encarga de la lucha contra la carne (Gálatas 5:17). De modo que la ley (la regla inmutable) del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte (Romanos 8:2; comparar con 7:23). Ya no vivo en la carne (en la vieja naturaleza), sino en el Espíritu. Mi posición se caracteriza por la posesión de la vida que el Espíritu Santo obró en mí en el momento del nuevo nacimiento (Juan 3) y por el hecho de que el Espíritu Santo mora en mí (Romanos 8:9). Pero eso al mismo tiempo implica que pertenezco a Cristo, que soy un cristiano.
La condición normal del creyente es estar libre de Satanás, del pecado y de la muerte, libre para servir a Dios y tener una comunión continua con él y un gozo perfecto (1 Juan 1:3-4).
Quiera Dios que tanto tú como yo estemos constantemente en esta condición normal.
Con afectuosos saludos tu hermano en Cristo.