El valor de la lectura de la Biblia
Queridos amigos:
Quisiera preguntarles si de veras leen la Biblia con regularidad. No hablo de la lectura que se suele hacer antes de las comidas, estando reunida toda la familia, sino de la lectura en tranquilidad, cuando se hallan solos. Es muy importante que lo hagan. Si un creyente deja de hacerlo, no permanece en la comunión íntima con el Señor y no puede ser verdaderamente feliz.
Es imposible medir el verdadero valor de la Biblia, pues es la Palabra de Dios. Solo por ella aprendemos a conocer a Dios y discernir su voluntad. Él se reveló en el Antiguo Testamento a través de las palabras que pronunció y mandó escribir. En él declaró quién era, lo que hizo, lo que haría y cómo el hombre debía servirle. En el Nuevo Testamento Dios se revela por medio de su Hijo venido a la tierra (Juan 1:18); nos da a conocer su nacimiento, su vida, su muerte, sus palabras y sus hechos. Todo esto lo conocemos exclusivamente por la Palabra.
Ahora el Espíritu Santo está en la tierra y mora en cada creyente. Él nos revela todo por la Palabra. Por lo tanto, es anormal que un creyente no ame la Biblia. Su crecimiento en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo está estrechamente ligado a su amor por la Palabra y al uso que de ella hace.
El nuevo nacimiento
Si, por ejemplo, leemos el Salmo 119, vemos cómo cada fase en la vida espiritual del salmista está vinculada a la Palabra de Dios. En primer lugar notamos que la nueva vida, el nuevo nacimiento, se produce por la Palabra de Dios (v. 93): “Nunca jamás me olvidaré de tus mandamientos, porque con ellos me has vivificado”. Ver también los versículos 25, 37, 40, 50, 88, 107, 116, 144, 149, 154, 156, 159, 175. Esto también se dice expresamente en otros pasajes: “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas” (Santiago 1:18). “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23). En Juan 3 el Señor Jesús también lo dice: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”. De Efesios 5:26 y de otras citas sacamos como conclusión que en las Escrituras, el agua es figura de la Palabra aplicada al hombre por el Espíritu Santo.
La Palabra de Dios dirige la conciencia del hombre pecador hacia la luz de Dios. Por ella el hombre ve quién es y se juzga a sí mismo, confesando sus pecados ante Dios. Esto es arrepentimiento. El corazón del hombre es limpiado a través de este juicio de sí mismo, y el Espíritu Santo produce en él, por medio de la Palabra, una vida nueva y divina. De ahí que, cuando llevamos el Evangelio a los incrédulos, tenemos que conocer la Palabra de Dios. Nuestras propias palabras nunca llevarán a una persona a la conversión; solo la Palabra de Dios puede hacerlo:
Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios
(Romanos 10:17).
El alimento para la nueva vida
La Palabra de Dios también es el alimento para la nueva vida.
¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca
(Salmo 119:103).
“Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado; y dulces más que miel, y que la que destila del panal” (Salmo 19:10). El Señor Jesús dice: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Ver también Hebreos 5:12-14; 1 Pedro 1:25; 2:2.
La nueva vida, que ha sido producida por medio de la Palabra, necesita un alimento acorde con ella. Es el Señor Jesús:
1. Como el Redentor que ha muerto (Juan 6:56).
2. Como Aquel que en esta tierra anduvo cual santo y verdadero hombre (Juan 6:33-35).
3. Como el Señor glorificado en el cielo, el trigo de la tierra (Josué 5:11).
Solamente en la Palabra encontraremos al Señor Jesús. En el Antiguo Testamento lo vemos por medio de figuras y también en varias profecías. En el Nuevo Testamento nos es revelado perfectamente: en su vida en esta tierra (en los evangelios, los Hechos de los apóstoles y las epístolas) y como Señor glorificado (en los Hechos de los apóstoles, en las epístolas y en Apocalipsis).
No es de extrañar que la vida espiritual de muchos cristianos sea débil y enfermiza, que solamente puedan ingerir leche en vez de alimentos sólidos (Hebreos 5:12-14), debido a que durante la semana no escudriñan la Escritura individualmente, no se congregan y tampoco asisten a los estudios de la Palabra.
Solo podemos crecer y mantener una vida espiritual sana si con regularidad la alimentamos.
La Palabra de Dios es nuestra guía
¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra.
(Salmo 119:9).
“En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti”. “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:11, 105).
Dios dijo a Josué: “Solamente esfuérzate y sé muy valiente, para cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó; no te apartes de ella ni a diestra ni a siniestra, para que seas prosperado en todas las cosas que emprendas. Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien” (Josué 1:7-8).
En Hechos 20:32, en vista de los grandes peligros, Pablo encomienda a los ancianos de Efeso a “Dios, y a la palabra de su gracia”. A Timoteo escribe acerca de las “Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación” (2 Timoteo 3:15).
¿Cómo podemos saber lo que es el pecado si no conocemos la Palabra de Dios? La ignorancia no nos libra de la culpabilidad (Levítico 5:17). ¿Cómo podríamos saber lo que hemos de hacer y lo que es conforme al pensamiento de Dios, si no escudriñamos su Palabra, en la cual él nos comunica todo? ¿Cómo podríamos saber qué decisión tomar en determinados casos y en qué camino andar si no conocemos la Palabra?
“La exposición de tus palabras alumbra; hace entender a los simples”. “Me has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos, porque siempre están conmigo. Más que todos mis enseñadores he entendido, porque tus testimonios son mi meditación. Más que los viejos he entendido, porque he guardado tus mandamientos” (Salmo 119:130, 98-100).
La Palabra es nuestra arma
La espada del Espíritu, que es la palabra de Dios
(Efesios 6:17).
“Y daré por respuesta a mi avergonzador, que en tu palabra he confiado” (Salmo 119:42). ¡Cómo utilizó el Señor esta espada! A cada arremetida de Satanás, Jesús respondió con un “Escrito está” (Mateo 4:4, 7, 10), y consecuentemente Satanás tuvo que huir, pues frente a la Palabra de Dios no tenía ningún poder.
Pero el Señor también se valía de la Palabra para confrontar a los hombres: “¿No está escrito?” (Juan 10:34). “¿Qué, pues, es lo que está escrito?” (Lucas 20:17). “La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13).
Es la única arma que tenemos a nuestra disposición, tanto para la defensa contra Satanás y el mundo como para atacar. Nunca debemos olvidar que ella es la Palabra del Dios vivo, y que por eso posee fuerza. Cuando la empleamos todo aquel contra quien la utilizamos experimenta su fuerza divina. Aun cuando la persona a quien hablamos no lo reconozca, y exteriormente permanezca en la indiferencia u hostilidad, no obstante su conciencia la convence de la veracidad de lo que se ha dicho. Una vez, cuando todavía era muy joven, yo mismo lo experimenté con toda claridad. Mientras repartía tratados en un tren, un hombre empezó a discutir conmigo sobre el cristianismo. Eché mano de mi Biblia y leí un texto que refutaba sus afirmaciones. Cuando hube hecho eso dos o tres veces, él exclamó: «Caballero, no quiero debatir con la Biblia, sino con usted». Le contesté que no sabía otra cosa que lo que estaba escrito en la Biblia. El hombre hizo uno o dos intentos más, pero luego, airado, se dio la vuelta y empezó a leer. Nadie puede resistir a la Palabra de Dios.
Aproximadamente en la misma época experimenté otro caso parecido. Sin embargo, esta vez no tomé mi Biblia, sino que me puse a discutir con mi interlocutor. No tardé mucho en comprobar que me había derrotado.
Hace algunos años me encontraba viajando en la plataforma de un tren atestado de gente; un hombre se quejaba de los malos tiempos, afirmando que nunca mejorarían. Me metí en la conversación y dije que tenía la certeza de que sí que vendrían tiempos mejores y que yo mismo los disfrutaría. Acto seguido le leí unas porciones de la Palabra. Él se rio de mí y profirió palabras burlonas, a raíz de lo cual le leí ciertos pasajes acerca del estado del hombre y de la salvación en Cristo. El viajero se dio la vuelta y empezó a hablar con otro individuo.
Un cuarto de hora más tarde me rogó que le acompañase un momento. En un rincón, y con lágrimas en los ojos, me rogó que por favor le diese una Biblia, pues también quería tener aquello de lo cual yo acababa de leer.
La Palabra como medio de purificación
La Palabra de Dios también es el único medio por el cual podemos ser limpiados y santificados. “Así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5:25-27). “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Solo aplicando constantemente la Palabra de Dios a nuestra marcha y a nuestros caminos permaneceremos limpios y separados de todo mal. Por medio de esta palabra, Cristo, nuestro abogado ante el Padre, lava nuestros pies. (1 Juan 2:1; Juan 13). Pero nosotros tenemos la responsabilidad de dejar que nos los lave.
“En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11). “Tu siervo es además amonestado con ellos; en guardarlos hay grande galardón. ¿Quién podrá entender sus propios errores?” (cap. 19:11-12).
Lo bueno y lo malo en la práctica y la doctrina
La Palabra de Dios es la única que nos muestra lo bueno y lo malo en la práctica y la doctrina. “He guardado tus mandamientos y tus testimonios, porque todos mis caminos están delante de ti” (Salmo 119:168). “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Apocalipsis 2-3). En la asamblea, tanto en lo que concierne a la doctrina como a la práctica, debemos probar todo a la luz de lo que el Espíritu dice a las iglesias, es decir, con la Palabra de Dios. “Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen” (1 Corintios 14:29).
Pero también debemos verificar nuestra propia marcha y nuestras opiniones con la Palabra de Dios. Nuestros propios pensamientos no tienen ningún valor. Solo lo que la Palabra de Dios dice es determinante (véase, por ejemplo, Levítico 5:14-19). En Hechos 17:11 los judíos de Berea son llamados más nobles que los de Tesalónica, porque cotejaban las palabras del apóstol con la Palabra de Dios. En 1 Corintios 15:3-4 el mismo apóstol señala las Escrituras como fuente de su doctrina.
Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra
(2 Timoteo 3:16-17).
Obediencia y sumisión
“Tú encargaste que sean muy guardados tus mandamientos” (Salmo 119:4). “En guardarlos hay grande galardón” (Salmo 19:11). “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Juan 15:10).
El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él
(Juan 14:23).
“Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3).
En esto vemos el valor que Dios atribuye al conocimiento de su Palabra y a la obediencia a ella. ¿No sería también lógico para nosotros preguntarle: «Señor, ¿qué quieres tú que yo haga?». El primer pecado fue una desobediencia a la Palabra de Dios. Sí, el pecado significa hacer o dejar de hacer algo, sin pensar en la autoridad que Dios tiene sobre nosotros; esto se llama infracción de la ley o iniquidad (1 Juan 3:4). Todo lo que hacemos sin preocuparnos por la voluntad de Dios, y sin someternos a ella, es pecado.
En el Señor Jesús vemos una vida de obediencia. Vino a la tierra para hacer la voluntad de Dios (Hebreos 10:7). Para eso tuvo que aprender la obediencia (Hebreos 5:8); pues para él, siendo el Dios eterno, obedecer le era cosa que aprender. Pero en la tierra pudo decir: “Yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29). “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34).
¡Cuánto gozo habrá experimentado Dios al ver, en un mundo de hombres que obraban según su propia voluntad, a este Hombre que solo hacía la voluntad de Dios, aunque su propia voluntad era perfecta y santa! ¡Qué alegría sentirá Dios al encontrar ahora hombres cuyo anhelo y gozo sea servirle; hombres que estudian diligentemente su Palabra para aprender a conocerlo y hacer su voluntad! ¡Qué gran valor práctico tiene para nosotros leer la Palabra y por este medio aprender a conocer a Dios! Nuestros corazones se llenarán de gozo porque en ella vemos la gloria del Señor y lo que el amor de Dios ha preparado para nosotros. A medida que aprendemos a conocerla, entendemos mejor los pensamientos de Dios y, al mismo tiempo, obtenemos un arsenal lleno de armas que podemos utilizar tanto para protegernos contra los ataques de Satanás como para tomar una actitud ofensiva, esto es, para hablar con alguien acerca de la salvación de su alma.
Si alguien se queja de que su memoria es como un colador en el que nada queda, pues bien, pese a que el colador no retiene el agua, en todo caso el agua que pasa lo deja bien limpio. El agua se lleva toda la impureza. Así ocurre con la Palabra de Dios. No la leamos solamente, sino meditémosla y reflexionemos sobre ella aprovechando los buenos escritos (comentarios, estudios bíblicos, etc.) que existen. Pero examinemos minuciosamente todo a la luz de la misma Palabra. No permitamos que ningún estudio tome el lugar de la Palabra de Dios.
“Hijo mío, si recibieres mis palabras, y mis mandamientos guardares dentro de ti, haciendo estar atento tu oído a la sabiduría; si inclinares tu corazón a la prudencia, si clamares a la inteligencia, y a la prudencia dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros, entonces entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios” (Proverbios 2:1-5).
Con mis afectuosos saludos, su amigo.