Cristo es nuestro abogado
Queridos amigos:
Continúo mi carta anterior, pues ahora quiero hablar acerca de:
El pecado de un creyente
Cuando pecamos siendo creyentes, ¿qué sucede? ¿Cambia nuestra posición como hijos de Dios? ¿Somos alejados inmediatamente de la presencia de Dios?
En Hebreos 9 y 10 hallamos la respuesta. Cristo ha creado una liberación eterna. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). La relación entre Dios y nosotros, sus criaturas, ha sido arreglada de una vez para siempre: somos llevados a la relación de hijos con el Padre. Este vínculo ya no se modifica por ningún motivo.
Pero, ¿acaso Dios hace caso omiso de los pecados de sus hijos? Nuestro Padre es luz, el Dios en quien no hay tinieblas. Él es demasiado santo para soportar la visión del pecado, y debe ser santificado en aquellos que se acercan a él. Puede soportar los pecados de los incrédulos, del mundo que le es hostil, pero nunca los pecados de sus hijos. ¿Cómo podría él, el Santo, tener comunión con el pecado o con alguien que estuviera manchado por el pecado? Por eso, cada pensamiento pecaminoso, cada palabra impura, corrompida o deshonesta, cada acto independiente –y por ende pecaminoso– interrumpe inmediatamente la comunión con el Padre y con su Hijo. Y esta comunión no se restablece hasta que el pecado sea quitado según el pensamiento de Dios. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Solo podemos ser limpiados al confesar nuestros pecados y al juzgarnos a nosotros mismos.
Juzgarse a sí mismo es el único medio para restablecer la comunión
Este es un principio que encontramos en todas las Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Consideremos unos ejemplos típicos del Antiguo Testamento. En Levítico 4 y 5, y en parte también en los capítulos 6 y 7, encontramos las prescripciones para un israelita que hubiera pecado. En este caso no se trata de un pecador que llega a la conversión, aunque un evangelista bien podría servirse de estos textos para exponer los principios del Evangelio. Estos capítulos contemplan a Israel como un pueblo que, por medio del sacrificio en el gran día de la expiación (Levítico 16), es llevado a Dios y entre el cual Dios mora en virtud del holocausto diario (Éxodo 29:38-46). Pero ahora que el pueblo de Dios ha sido llevado a su cercanía y puede descansar en el conocimiento de haber sido hecho “aceptos en el Amado” (Efesios 1:6; Levítico 1:9, 13, 17; 7:18), ahora que ha recibido un objeto para su corazón durante el viaje por el desierto (ofrenda vegetal, Levítico 2) y que puede tener comunión con Dios, participando y disfrutando del mismo objeto (el sacrificio de paz, Levítico 3; 7:11-34), entonces tiene que tratarse la cuestión de la contaminación diaria.
Levítico 5:1-4 cita primero los tres grandes grupos de contaminación que existen en la vida diaria. Versículo 1: cuando uno deja de testificar, sea contra el mal o a favor del bien. El dejar de hacer algo también puede ser pecado. Los versículos 2 y 3 hablan de contaminaciones que acontecen por influencias exteriores porque no nos hemos separado completamente de las cosas de este mundo. El versículo 4 habla de las consecuencias de la insensatez y de la carencia de dominio propio, esto es, de las contaminaciones que proceden de nuestro propio corazón. Versículo 15: cuando uno atenta contra cosas que Dios ha reservado para sí mismo. En Levítico 6:1-7, se trata del robo o la retención de un objeto perdido que encuentro y que no me pertenece.
¿Cómo podía purificarse un israelita cuando había transgredido? El único camino se enuncia en el capítulo 5:5-6: “Cuando pecare en alguna de estas cosas, confesará aquello en que pecó, y para su expiación traerá a Jehová por su pecado que cometió… ofrenda de expiación”. A eso todavía podían añadirse más cosas (por ejemplo, debía agregarse a lo restituido la quinta parte, cuando se había quitado algo a Dios o a un hermano, capítulo 5:16; 6:4-5); pero lo primero, la condición básica, era confesar el pecado y traer una ofrenda por la culpa.
El juicio de uno mismo –la declaración de los propios pecados, es decir, la confesión de sus propias faltas– es el requisito indispensable para todo perdón y restauración (véase 1 Corintios 11:31; 1 Juan 1:9). Para que lleguemos a un verdadero juicio de nosotros mismos, juzgando no solamente la falta sino también nuestra condición, como lo hizo David en el Salmo 51:5-7, Dios dirige nuestros ojos hacia la cruz a fin de que entendamos lo que significa el pecado. No como si fuera necesario volver a aplicarnos la sangre de Cristo –eso ya se hizo una vez para siempre–, sino para que reconozcamos cuán horribles son los pecados (incluso el que acabo de cometer) al ver lo que el Señor tuvo que sufrir en la cruz por nuestros pecados (ofrenda por la culpa). En Levítico 1-7 no encontramos la cruz misma, sino una figura. La cruz propiamente dicha, como base que nos permite estar en la cercanía de Dios, la encontramos en Levítico 16 y Éxodo 29.
Sí, solamente al echar la mirada sobre lo que el Señor Jesús tuvo que sufrir por nuestros pecados en el Gólgota, aprendemos a comprender cuán aborrecibles son los pecados. Allí él tuvo que ser abandonado por Dios, soportar el juicio de Dios y morir, porque “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). Entonces llegamos al verdadero juicio de nosotros mismos, a un real arrepentimiento por lo que hemos hecho. Nunca intentemos pasar con ligereza por encima del pecado, y tampoco olvidemos que la confesión de la culpa es el único camino para la restauración y la comunión con Dios; primero la confesión ante Dios, pero también ante los hombres si estos han sido perjudicados.
Pecados inconscientes
Ahora se presenta una gran dificultad; a menudo cometemos pecados de los cuales ni siquiera llegamos a ser conscientes de haberlos cometido, a veces incluso cuando creemos haber hecho algo bien. Sin embargo la ignorancia no nos exime de culpabilidad. “Si una persona pecare, o hiciere alguna de todas aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin hacerlo a sabiendas, es culpable, y llevará su pecado” (Levítico 5:17).
Por eso David ruega en el Salmo 19:
Límpiame de los pecados encubiertos (V. M.).
Para poder confesarlos, alguien debe llamar nuestra atención sobre estos pecados. Por eso en Levítico 4:23, 28 (V. M.) se dice: “Si se le hiciere conocer el pecado que ha cometido…”.
¿Pero quién se lo mostrará si se trata de pensamientos, palabras o hechos ignorados por los demás? ¿Quién nos convencerá cuando creemos que tenemos razón? El amor de Dios también ha previsto esta situación. “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). Ante todo, debemos leer bien este versículo y meditarlo.
Cristo nuestro abogado
La palabra griega “parakletos”, que aquí se traduce por “abogado”, aparece solamente en Juan 14, 16, y en esta cita. Allí es traducido por “Consolador” y se aplica al Espíritu Santo.
El Señor Jesús cumple este servicio de abogado a favor nuestro en el cielo, no ante Dios –pues, en lo que se refiere a Dios, nuestra causa ha sido completamente resuelta en la cruz– sino ante el Padre.
En una de las cartas anteriores vimos que el Señor Jesús es nuestro Sumo Sacerdote, quien intercede por nosotros ante Dios en relación a nuestras debilidades y circunstancias en esta tierra. Aquí vemos lo que el Señor Jesús es en relación a nuestros pecados diarios. Cuando pecamos, él es nuestro intercesor, nuestro abogado ante el Padre. No lo es solo cuando estamos tristes y confesamos nuestros pecados. En el mismo momento en que pecamos, él es nuestro abogado en el cielo, quien me defiende y defiende mis intereses ante el Padre.
¿Quién es este abogado? Es Jesucristo el Justo. Él responde perfectamente a la justicia del Padre, y al mismo tiempo es mi justicia (1 Corintios 1:30). Pero no solo eso. Él cumplió una obra tan perfecta que no solamente es la víctima propiciatoria por nuestros pecados, sino también por todo el mundo. En lo relacionado con su persona y su obra, es absolutamente agradable a los ojos del Padre, y también lo es cuando obra como abogado mío cada vez que peco.
Con todo, ya hemos visto que hay perdón solamente después de la confesión. Por eso, la segunda parte del servicio de abogado del Señor Jesús estriba en que él se ocupa de nosotros y nos lleva a reconocer nuestra culpa.
El lavamiento de los pies
La noche en que el Señor “fue entregado”, presentó este servicio por medio de un acto simbólico. Su deseo era instituir la Cena, el símbolo de la comunión del Salvador muerto con todos los miembros del cuerpo de Cristo (Mateo 26:26-29; 1 Corintios 10:16-17). Pero, ¿cómo podía haber comunión entre los discípulos manchados prácticamente y el Señor que moría precisamente para aniquilar el pecado? Es evidente que solo podía significar condenación o juicio sobre los seres contaminados (1 Corintios 11:26-32). Por eso el Señor, plenamente consciente de lo que él era, tomó la posición de esclavo y lavó los pies de sus discípulos, mostrando su amor extremo, un amor sin fin. Dios se valió de la incomprensión de Pedro (no discernía que todo lo que el Señor hace es bueno, y que nosotros, aun cuando no entendamos el porqué, debemos someternos) para aclararnos el significado del lavamiento de los pies. Los discípulos estaban limpios, porque habían sido lavados enteramente (en el nuevo nacimiento). Pero, para tener parte con el Señor, esto es, para vivir en comunión práctica con él, también tenían que ser limpiados de las mancillas del andar diario.
Pedro niega al Señor
También a través del caso de Pedro, los evangelios nos describen de qué modo el Señor desempeña el servicio del lavamiento de los pies. En la escena de Mateo 26:30-35 se nota que Pedro había perdido la comunión práctica con el Señor. El mismo no lo sabía, y nadie le había llamado la atención al respecto. Pero cuando el Señor dijo que todos se escandalizarían de él, Pedro manifestó la buena opinión que tenía de sí mismo; estaba convencido de que su amor y su fidelidad superaban a la de los demás. “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré”. Si Pedro hubiese estado en verdadera comunión con el Señor, no hubiera podido decir eso, porque en este estado la carne y el orgullo no tienen ninguna oportunidad para obrar. El Señor utilizó estas palabras de Pedro para advertirle, pero también para mostrarle que Él sabe todo, a fin de que Pedro se acordara de ello después de negarle. Así Pedro podría ser restaurado al pensar que el Señor conocía todo, y que a pesar de ello no le había rechazado. Entonces podría tener la confianza de que ahora tampoco lo rechazaría. ¡Cuánta gracia y bondad! ¡Qué solicitud! Antes de que Pedro pecara, el Señor rogó por él; pero no para evitar que Satanás lo tentara. A Pedro le era necesaria esta caída a fin de que aprendiera a conocerse a sí mismo. Las suaves y amistosas palabras del Señor no habían logrado dicho propósito, e incluso este inequívoco aviso procedente de la boca del Señor tampoco surtió ningún efecto (v. 34). Por eso el Señor no rogó que la tentación se alejara de Pedro, sino que su fe no le faltara. Además, para guardarlo de un desaliento exagerado después de la caída, el Señor le dio un encargo para el tiempo posterior a su restauración (Lucas 22:31-32).
Pero Pedro estaba tan ocupado en sí mismo que nada podía alcanzar su conciencia. Las palabras que el Señor Jesús le dirigió personalmente:
¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?
(Mateo 26:40),
sin duda le dolieron; sin embargo no lo llevaron al conocimiento de sí mismo; tampoco sucedió cuando él huyó y dejó al Señor solo en poder de los enemigos. Sí, incluso cuando renegó del Señor, cuando empezó a maldecir y a jurar: “No conozco al hombre” (el mismo Pedro que había dicho: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”), aun en aquel momento Pedro no llegó a la restauración (v. 74). ¡Cuán corrompido está el corazón humano!
Pero, ¡oh amor maravilloso! mientras los soldados le golpeaban dándole bofetadas y escupiéndole la cara (v. 67), el Señor se volvió y miró a Pedro (Lucas 22:61). En ese momento aquella mirada, ligada a las palabras del Señor Jesús, recordadas nuevamente por el canto del gallo, le abrieron los ojos. “Y saliendo fuera, lloró amargamente”.
La restauración
Pero el servicio del Señor tampoco terminó ahí. A raíz de su resurrección, el Señor envió un mensaje en el cual mencionó expresamente a Pedro (Marcos 16:7), y tras esto tuvo un encuentro especial con él (Lucas 24:34). ¿De qué hablaron?, las Escrituras no nos lo dicen. El Señor tiene palabras especiales para cada uno de los suyos, dirigidas exclusivamente a uno mismo. Después de eso tenemos el encuentro narrado en Juan 21, tan doloroso pero también tan bendito para Pedro.
Nosotros hubiésemos considerado que aquella humillación pública de Pedro ya no hacía falta. Quizá nosotros la encontremos un tanto falta de caridad. Pedro ya había vuelto en sí, ya había llorado amargamente.
Pero Aquel que, además de tener un perfecto conocimiento del corazón humano, tiene un sin igual amor hacia los suyos y en su sabiduría lo demuestra, sabía lo que mejor le convenía a Pedro.
Cuando Pedro se juzgó a sí mismo, cuando llegó a condenar no solamente el hecho perpetrado por él, sino también a sí mismo, cuando reconoció que hacía falta la omnisciencia de Dios para descubrir en él el amor hacia el Señor… entonces el Señor pudo restaurarlo plenamente y encomendarle la misión de guardar y pastorear sus ovejas y sus corderos.
Este es el servicio del Señor como abogado en la presencia del Padre. Y nosotros, ¿dónde estaríamos si no lo tuviésemos a Él como abogado? Cada pensamiento pecaminoso, cada palabra ociosa, cada acto independiente interrumpe la comunión, y esta solo se restablece por medio de la confesión del mal y el juicio de sí mismo.
Mi Abogado o intercesor ruega por mí antes de que yo peque, para que mi fe no falte. Me habla a través de su Palabra, para que yo llegue al juicio de mí mismo antes de perpetrar un acto pecaminoso. Me echa una mirada en el momento oportuno y se vale de los hermanos, de libros, de circunstancias, y si es preciso, aun de un gallo, para recordarme sus palabras. Él me guía hacia el juicio propio y la confesión, para que la comunión con el Padre y con el Hijo sea enteramente restablecida. Es mi abogado, mi intercesor en presencia del Padre. No descansa hasta que yo vuelva por el buen camino y sea enteramente restaurado. Incluso ahora, en la gloria, me sirve y me lava los pies a fin de que yo pueda tener parte con él y para que en la tierra ya mi gozo sea cumplido.
Con afectuosos saludos, su amigo.