Cristo es nuestro Sumo Sacerdote
Queridos amigos:
Cuando alguien ha alcanzado el conocimiento de lo que como creyente posee, a saber:
– Que sus pecados han sido perdonados y que tiene paz para con Dios.
– Que por el nuevo nacimiento ha recibido una vida nueva, una nueva naturaleza, una vida divina que no puede pecar.
– Que Dios ha juzgado su naturaleza pecaminosa en la cruz y la ha puesto de lado, de modo que Dios lo ve, como creyente, solo en su nueva vida y, por lo tanto, ya no hay ninguna condenación para él.
– Que el Espíritu Santo mora en él, que ha sido librado del poder de Satanás, del mundo y del pecado, liberado para servir a Dios.
– Que ha sido hecho agradable en el Amado Hijo y que ya puede gloriarse en la esperanza de la gloria de Dios, porque sabe que está preparada para él.
Entonces puede suponer que ya no necesita de nada.
Ahora bien, en lo referente a la eternidad y al cielo, se puede aplicar lo que acabamos de decir. Sin embargo, el creyente todavía tiene necesidades en la tierra. Por ser un hijo de Dios y ciudadano de los cielos (Filipenses 3:20), es forastero en la tierra. Y porque se halla en el camino hacia los cielos, es peregrino. Por lo demás, ha sido librado del poder del diablo y quiere servir a Dios, pues este es el anhelo de su corazón. A causa de ello incurre en flagrante contradicción con el diablo y la gente incrédula. La obra del diablo consiste precisamente en no dejar que el hombre obedezca a Dios. Para ello se valdrá de todo su poder y astucia, a fin de inducir, sobre todo al creyente, a desobedecer a Dios y caer en el pecado. En el caso de los incrédulos esto no le cuesta ningún esfuerzo. Ellos ni siquiera desean escuchar a Dios. No les importa pecar, y cuando lo hacen quedan satisfechos (Génesis 6:5; Marcos 7:20-23; Romanos 3:10-20).
Ese es el fundamento del mundo y de la convivencia de los hombres. Se han unido precisamente con el fin de no depender de Dios y poder obrar según sus propios pensamientos (Génesis 11:4-9). Pero, por no poder ser independientes, los hombres aceptaron al diablo como rey; al haber rechazado al Hijo de Dios, hicieron del diablo su dios (Juan 12:31; 2 Corintios 4:4).
La aspiración del cristiano se opone diametralmente al afán del mundo. Por eso los incrédulos encuentran en el cristiano una persona fastidiosa, a quien manifiestan sentimientos hostiles. En Juan 7:7 el Señor Jesús dice a los incrédulos: “No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas”. Pero de los creyentes dice: “El mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:14). Y en el capítulo 16:33 dice a los discípulos: “En el mundo tendréis aflicción”.
El mundo dispensa su simpatía solamente al cristiano que no se manifiesta como tal, es decir, a quien participa en el afán del mundo y así se somete de modo práctico al señorío de Satanás. Pero eso es infidelidad a Dios. Hoy día, a semejante cristiano se le llamaría un «colaboracionista» (uno que trabaja a favor del enemigo y juntamente con él).
Aquí es donde empieza la lucha del cristiano. Satanás siempre intenta inducirle al pecado. Le susurra pensamientos impuros y pecaminosos. Le hace ver cosas pecaminosas. Le hace oír frases impías e intenta llevarle a lugares impuros. Además deja que el mundo muestre su hostilidad. Todo ello duele al nuevo hombre. La vieja naturaleza (la naturaleza que solo desea pecar, en la que Satanás encuentra bastantes puntos de contacto) todavía reside en el creyente. Por ello subsiste el gran peligro de que Satanás obtenga la victoria y logre hacer pecar al cristiano.
Pero para esto el amor de Dios también ha tomado medidas de prevención.
Cristo como nuestro Sumo Sacerdote
La epístola a los Hebreos nos presenta estas cosas. Allí vemos al cristiano como peregrino y forastero. Está de viaje hacia la gloria (cap. 11:40), pues tiene un “llamamiento celestial” (cap. 3:1). Pero ahora todavía está en el desierto, en medio de todas las dificultades y peligros inherentes a este. Luego se nos presenta al Sacerdote. El Señor Jesús es nuestro gran Sumo Sacerdote en el cielo; viendo los peligros y las dificultades que atravesamos, él intercede por nosotros ante Dios.
La mayoría de las veces se supone que el sacerdocio del Señor Jesús está relacionado con nuestros pecados, pero de un modo general esto no es correcto. Naturalmente, el comienzo de su intervención como Sumo Sacerdote estaba relacionado con nuestros pecados. Hebreos 2:17 dice:
Para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo.
Pero el capítulo 10:12 nos dice: “Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios”. Y en el versículo 14 está escrito: “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”.
La epístola a los Hebreos ve al creyente en su relación de criatura ante Dios. Como el Señor Jesús cumplió una obra en la cruz, a través de la cual Dios queda perfectamente satisfecho, la cuestión de los pecados queda resuelta para siempre. “Habiendo obtenido eterna redención” (cap. 9:12). El creyente fue hecho “perfecto para siempre” (cap. 10:14). Cristo quitó de en medio el pecado, “por el sacrificio de sí mismo” (cap. 9:26).
Entre Dios y los creyentes nunca más se vuelve a hablar de los pecados. Por eso en la epístola a los Hebreos no se trata más de ello. Los pecados en que un creyente incurre después de su conversión ya no son un asunto entre Dios y su criatura, sino entre el Padre y su hijo. Esto lo encontramos en la primera epístola de Juan.
Nuestro Sacerdote en el cielo
Aunque el primer servicio del Señor Jesús como Sumo Sacerdote se cumplió en la tierra, y precisamente en relación con los pecados, su servicio ahora ya no lleva este carácter. Tras haber cumplido la obra, “se sentó a la diestra de Dios” en el cielo para siempre. “Porque tal sumo sacerdote nos convenía… hecho más sublime que los cielos” (Hebreos 7:26).
Si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote (cap. 8:4).
Así, en el cielo tenemos un Sacerdote que, en lo que respecta a los pecados, lo arregló todo; “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (cap. 7:25).
¿Quién es este Sacerdote? Hebreos 1 nos lo dice: es el Hijo de Dios. Por eso puede interceder por nosotros ante Dios en todo tiempo. ¿Quién podría hacer esto, sino Dios? Pero, para poder interceder a favor del hombre, él mismo tuvo que hacerse hombre. Hebreos 2 dice que verdaderamente se hizo hombre. Es el Hijo del Hombre. Habiendo “nacido de mujer”, fue hombre incluso de una manera más real que Adán (Gálatas 4:4). ¡Qué maravilla! ¡Dios manifestado en carne! “Aquel Verbo fue hecho carne” (Juan 1:14). Él, el creador del cielo y de la tierra, el creador del hombre, se hizo hombre.
Hebreos 2 menciona dos razones por las que el Señor Jesús vino a ser hombre. Los versículos 14-17 dicen que se hizo hombre a fin de cumplir la obra de expiación por nuestros pecados y para librarnos del poder del diablo y de la muerte. Debía ser un “misericordioso y fiel sumo sacerdote” (v. 17). ¿No habla esto aún más a nuestros corazones?
El Señor Jesús sabía cómo seríamos. Conocía los peligros y las dificultades que encontraríamos en nuestro camino. Por eso vino a ser hombre y pasó por todas nuestras circunstancias, para que por experiencia propia pudiese conocer todas las dificultades, penas y tentaciones, a fin de que teniendo pleno conocimiento de todo lo que tendríamos que vencer, pudiese socorrernos.
Él aprendió la obediencia
Él sabe lo que para nosotros significa obedecer a Dios mientras vivimos en un ambiente hostil a Dios, puesto que aprendió la obediencia (Hebreos 5:8). Nunca había obedecido, pues era el Dios Altísimo. Pero como hombre en la tierra, aprendió lo que era la obediencia. Él dice: “Despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios. Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás” (Isaías 50:4-5). Pero también experimentó cuáles eran las consecuencias de esta obediencia en este mundo enemistado con Dios: “Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos” (v. 6). Incluso lo azotaban (Juan 18:23). ¡Cuánto debió haber sufrido él, el Santo Dios, cuando le dijeron: “¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano, y que tienes demonio?”. Y: “Ahora conocemos que tienes demonio” (Juan 8:48, 52). Pero también experimentó la fuerza de Dios:
Jehová el Señor me ayudará, por tanto no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado. Cercano está de mí el que me salva
(Isaías 50:7-8).
Nosotros tenemos que aprender la obediencia, porque somos criaturas desobedientes y pecaminosas; Él puede comprender perfectamente nuestro aprendizaje. Cuando la gente, como consecuencia de nuestra obediencia, se ríe de nosotros o nos insulta, cuando quizás hay perjuicios para nuestros ingresos o nuestras perspectivas profesionales, en fin, en cualquier asunto terrenal, el Señor Jesús puede tener perfecta simpatía con nosotros. Movido por esta simpatía, acude en nuestro socorro (Hebreos 2:13) e intercede por nosotros, para que alcancemos misericordia y hallemos “gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).
La obediencia a Dios implica tener que separarnos de personas o de cosas que son muy preciadas a nuestro corazón. Sí, quizá son cosas buenas en sí, que Él mismo nos ha dado. Por eso, a veces, él nos quita a quienes más amamos. El Señor conoce todo esto por experiencia propia.
Quizá la obediencia a él también requiera que nos separemos de personas queridas, porque no podemos seguir en el camino con ellas; tal vez tengamos que dejar nuestro círculo de trabajo, o aun la obra espiritual que queríamos hacer para el Señor y que él mismo nos había confiado. Entonces podemos tener la certeza de que el Señor Jesús lo sabe todo. Respecto a él leemos que fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). En Getsemaní luchó y suplicó: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa” (Lucas 22:42). Su alma santa se estremeció con espanto ante aquel camino que le prescribía la obediencia a Dios.
Consideremos qué clase de camino era aquel, en el cual el Santo “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24) y fue hecho pecado por nosotros (2 Corintios 5:21), por lo que Dios tuvo que abandonarlo y desatar sobre él el castigo que nosotros merecíamos (Mateo 27:46; Zacarías 13:7; Romanos 8:3). Sí, él anduvo en un camino de obediencia sin par, que ningún hijo de Dios tendrá jamás que andar. De todos modos no estaríamos en condiciones de hacerlo. Por eso, cualquiera sea el sacrificio que hagamos por obediencia a él, él es capaz de conocer lo que sienten nuestros corazones y de entender nuestra lucha. Así como Jesús anduvo hasta el fin en el camino de obediencia y pudo decir: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42), también sabe por experiencia propia lo que Dios significa para el corazón en tales circunstancias y cuál es la ayuda que Dios brinda. A continuación leemos: “Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle” (Lucas 22:43). Por eso viene en nuestra ayuda, a fin de que hallemos “gracia para el oportuno socorro”.
Las tentaciones del diablo
Cuando Satanás llega con sus tentaciones, cuánto dolor nos causa. Cuánto sufre el nuevo hombre en nosotros cuando el diablo despierta en nosotros pensamientos impuros, cuando nos induce a desobedecer, cuando vuelve a arremeter contra nosotros, no permitiéndonos ningún descanso, cuando en la lectura de la Palabra distrae nuestros pensamientos, cuando él, mientras estamos orando, o en los momentos más sublimes de las reuniones, despierta en nuestros corazones pensamientos malos.
El Señor Jesús fue tentado por Satanás más que nadie. Estuvo sometido a la prueba cuarenta días (Lucas 4:2). Satanás atacó con todo su poder y su astucia a aquel Hombre puro y santo.
Después de que el hombre cayese en el pecado, se convirtió en un juguete de Satanás, quien encontró en el corazón pecaminoso del hombre caído (que naturalmente tiene su complacencia en el pecado) un poderoso aliado. “Todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5). En el caso de Adán, antes de caer en el pecado, no era así. Él fue creado limpio por Dios. Sin embargo, aunque Satanás no encontrara ningún punto de contacto en el corazón de Adán, bastó la primera tentación para que cayera. Así vino a ser esclavo de Satanás.
En Jesús apareció un hombre nuevo en la tierra, el cual no tenía un corazón pecaminoso, y “no conoció pecado”. Contra este hombre Satanás también dirigió sus ataques; pero en la escena de Lucas 4:2, la lucha se desarrolló de otra manera.
Adán fue atacado en el jardín de Edén, donde todo testificaba de la grandeza y bondad de Dios. El Señor Jesús, en cambio, se encontraba en el desierto –la gran señal de la maldición que abruma a esta tierra– donde no había ningún recurso. Allí Satanás se valió de todo su poder y astucia para intentar hacer también del Santo un pecador. La batalla se libró durante cuarenta días, hasta que Satanás hubo aplicado todas sus armas, sufriendo no obstante la derrota. Fue Satanás quien se marchó, no el Señor Jesús. ¿Quién conoce las pruebas que el Señor Jesús tuvo que pasar? ¿Quién conoce todas las astucias de Satanás, todo el arsenal del príncipe de las tinieblas? Solo se nos comunican las tres últimas. ¿Qué habrá significado para el Puro, el Santo, el que “no conoció pecado”, contrarrestar todas estas armas de las tinieblas? ¡Cómo habrá sufrido su alma santa! Ciertamente, él puede comprendernos, puede simpatizar con nosotros cuando Satanás ensaya contra nosotros sus astucias. ¿Habrá para nosotros alguna tentación que Satanás no haya utilizado contra el Señor Jesús?
Por eso puede ayudarnos. Él rogó a favor de Pedro para que su fe no faltase. “En cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18).
Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado
(Hebreos 4:15).
Su simpatía en las dificultades y en la aflicción
Cuando perdemos un ser querido, ¿quién comprende nuestro sufrimiento como él, quien lloró al lado de la tumba de un amigo? (Juan 11:35). Cuando la soledad nos abruma, ¿quién hubo más solitario que él, quien se lamentó: “Velo, y soy como el pájaro solitario sobre el tejado”? (Salmo 102:7). Cuando los amigos nos abandonan, ¿quién nos puede entender mejor que él, de quien las Escrituras dicen: “Todos los discípulos, dejándole, huyeron”? (Marcos 14:50). Cuando somos incomprendidos, o cuando aquellos a quienes confiamos nuestras dificultades no nos demuestran simpatía, ¿quién puede entendernos mejor que él, quien se halló más solitario que nadie y debió exclamar:
Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo?
(Salmo 69:20).
Cuando dijo a sus discípulos que esa noche sería entregado para morir por ellos, y que uno de ellos le traicionaría, apenas le prestaron oído, y disputaban sobre “quién de ellos sería el mayor” (Lucas 22:19-24). Si precisamos luz para ser guiados o tomar una decisión difícil, ¿quién puede ayudarnos como él, de quien está escrito que oraba durante noches enteras cuando tenía cosas importantes que hacer o decidir? (Lucas 6:12).
Este es nuestro Sumo Sacerdote en el cielo, quien vive “siempre para interceder” por nosotros (Hebreos 7:25). A él ya no le oprimen las dificultades; la lucha se acabó para él. Por eso puede, con todo el conocimiento que adquirió por experiencia propia en las luchas y necesidades, dedicarse a ayudarnos.
Si a mi encuentro vienen las dificultades y hay opresión en el camino, entonces tengo una ayuda: Cristo. Él intercede por mí con todo el conocimiento de la consolación que suministra la gracia de Dios, porque la experimentó en iguales circunstancias a lo largo su vida en la tierra. Él sabe cómo consolar a las almas; él me da todo y ruega a Dios por mí, según su pleno entendimiento con respecto a mi necesidad. Preciso luz, necesito dirección en mi camino, Dios puede darlo todo. Recibo todo lo que es bueno para mi necesidad. Y esto, solo gracias al servicio de mi “mediador”, a saber, Cristo.
¿Su servicio existiría solamente si yo oro? Por supuesto que no. El Señor Jesús rogó a favor de Pedro antes de que este tuviera conocimiento de lo que iba a acontecer. El hecho de que el Señor Jesús abogue a favor de nosotros no depende de las peticiones que le dirijamos. Es la gracia en su propio corazón hacia nosotros la que realiza todo. Sin embargo, a él le agrada que expongamos nuestras necesidades y así nos anima para que lleguemos “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).
Afectuosos saludos, su amigo.