La comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo
Queridos amigos:
Hemos visto que todo el que cree en el Señor Jesús no solamente tiene el perdón de los pecados, sino que también ha recibido una vida completamente nueva. Ha nacido de Dios y por eso posee la vida divina, la naturaleza divina (Juan 1:13; 2 Pedro 1:4). Esta vida se llama, en realidad, la “vida eterna”. 1 Juan 5:20 dice del Señor Jesús: “Este es el verdadero Dios, y la vida eterna”. El Señor Jesús mismo es nuestra vida.
Este hecho conlleva inmensas consecuencias benditas para nosotros. Hemos sido hechos aceptos “en el Amado” (Efesios 1:6) y trasladados “al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:13). Así nos mantenemos de pie ante Dios de la misma manera que Aquel a quien Dios llama “el Amado”. Pero la primera epístola de Juan va más allá. Somos hechos a su semejanza. El mundo no nos conoce, porque no le ha conocido a él (cap. 3:1). En este mundo somos como él es (ahora en el cielo, cap. 4:17). Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es (cap. 3:2). Compárese también el capítulo 4:12-13 con Juan 1:18. Y 1 Juan 5:20 dice:
Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero.
En la creación, Dios dio a Adán el entendimiento. En esto reside la diferencia que hay entre el hombre y la bestia. Pero el entendimiento del hombre era terrenal, de ahí que solo podía entender cosas terrenales. Aunque los ángeles pertenecen a un orden de creación más elevado que el hombre, tampoco pueden conocer a Dios. Son siervos poderosos, siempre dispuestos a ejecutar la voluntad de Dios; pero ellos anhelan indagar en las cosas que nos han sido anunciadas (1 Pedro 1:12).
A sus enemigos de antes, que ahora han aceptado al Señor Jesús, Dios les ha dado a su Hijo como nueva vida y, en él y por él, al mismo tiempo les ha dado el entendimiento que les permite conocer a Dios. No solo podemos ver su gloria revelada, tal como pronto la verá el mundo, cuando el Señor Jesús venga del cielo en las nubes, y todo ojo lo vea. Nosotros le veremos tal como él es (1 Juan 3:2), no solamente como se manifiesta. Sí, ya podemos comprender sus pensamientos. Vemos su gloria interior y nuestros corazones se llenan con ella. Con Dios tenemos sentimientos y pensamientos en común. Él nos habla de lo que se ocupa y está lleno su corazón. Podemos entender sus palabras y compartir sus sentimientos. Tenemos, pues, comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
Lo que llena el corazón del Padre
¿Qué ocupa el corazón del Padre? Indiscutiblemente su Hijo Jesucristo y toda la gloria de su persona y de su obra. Cuando el Hijo estaba en la tierra, agradó al Padre que en él habitase toda la (divina) plenitud (Colosenses 1:19). Tanto al principio del ministerio público del Señor (Lucas 3:22) como cerca al final de su obra (Mateo 17:5), el Padre habló: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”. Después de eso vino la obra del Gólgota. ¡Cuánto debe haber significado esta obra para el Padre! “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar” (Juan 10:17). El Padre ama a Aquel que voluntariamente fue a la cruz, a Aquel que murió para glorificar el nombre de Dios y hacer su voluntad, a Aquel que para lograr esto llevó en su cuerpo nuestros pecados (1 Pedro 2:24) fue hecho pecado, tuvo que soportar el juicio de Dios y ser abandonado por él. El Padre ama al que se mostró perfecto en todo:
Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios
(Hebreos 9:14).
El Padre nos dice: “Este es mi Hijo amado”. Y nosotros contestamos: Este es nuestro amado Salvador. El Padre dice: Por amor hacia mí llevó todos los sufrimientos en el Gólgota y cumplió la obra (Éxodo 21:5; Juan 14:31). Nosotros contestamos: “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efesios 5:2). Y yo personalmente digo: “El cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
La misma persona maravillosa que llena el corazón del Padre también llena mi corazón. El Padre nos enseña la gloria del Hijo, y nosotros decimos al Padre todo lo que hemos encontrado en el Hijo. Eso es comunión: sentimos que tenemos en común los mismos intereses, la misma persona que llena el corazón con agrado y gozo.
Sucede lo mismo con el Hijo. Él nos ha revelado al Padre. Le hemos oído decir: “Abba, Padre” (Marcos 14:36); y nosotros también decimos ahora: “¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15).
Esto es lo más elevado: escuchar la voz de Dios, conocerlo y disfrutar no solo de sus bendiciones y de las cosas de Dios, sino de él mismo. ¡Además en esto podemos tener comunión con Dios Padre y con el Hijo! Más alto que eso no existe nada. Ser conscientes de esto y ponerlo en práctica hace que el corazón sea completamente feliz desde ahora en esta tierra. Por eso el apóstol dice: “Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Juan 1:4).
Dios es luz y no hay tinieblas en él
Esta comunión con el Padre y con su Hijo solo puede realizarse evidentemente si estamos en armonía con la naturaleza de Dios. Dios es luz. Por lo tanto, hemos de estar en la luz para tener comunión. En otro tiempo éramos tinieblas, pero ahora somos luz en el Señor (Efesios 5:8). Andamos en la luz, y por lo tanto tenemos comunión unos con otros; la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, es la base de esta nuestra posición y la prueba de su legitimidad.
En 1 Juan 1:7 no se trata de cómo andamos, sino de dónde andamos. Cuando hablamos de una marcha que esté en armonía con la luz, obviamente aludimos a nuestro andar práctico. Pero aquí debemos preguntarnos dónde andamos. Todo el que ha nacido de nuevo, que ha sido libertado del poder de las tinieblas y hecho idóneo para “participar de la herencia de los santos en luz” (Colosenses 1:12), anda en luz. La sangre que limpia de todo pecado es la prueba de que allí se halla mi legítima posición. Empleando una figura, doy el siguiente ejemplo: cuando trabajo con mis manos en un cubo lleno de agua jabonosa, ellas no pueden ensuciarse. La fuerza del agua jabonosa, que al principio limpió mis manos, hace imposible que mis manos se ensucien. ¿Cómo pueden ensuciarse mientras se encuentran en un líquido que tiene la propiedad de limpiar todo lo sucio? Así es también la fuerza de la sangre que reina en la luz, lo cual prueba que estoy en armonía con la luz.
Pero eso no cambia el hecho de que mi vieja naturaleza todavía existe. Si lo niego y digo que no peco, entonces me engaño a mí mismo, y la verdad no está en mí. Y si digo que nunca he hecho nada malo, que nunca he pecado, entonces hago a Dios mentiroso, pues él dice: “Todos pecaron” (Romanos 3:23).
1 Juan 1:10 no dice: «Si decimos que no pecamos», sino: “Si decimos que no hemos pecado”; forma gramatical que indica algo ocurrido en el pasado. La Escritura jamás supone en el caso de un creyente, la necesidad de pecar. Tenemos una nueva naturaleza que no puede pecar, y una fuerza divina en nosotros, el Espíritu Santo, que nos capacita para andar en la nueva vida. Nuestro andar se halla en la luz, donde podemos ver con una claridad perfecta todo lo que no armoniza con la luz.
Desgraciadamente tenemos que decir:
Todos ofendemos muchas veces
(Santiago 3:2),
sin que por ello haya disculpa.
Espero tratar este punto en la siguiente carta.
Cordiales saludos.