El nuevo nacimiento
Queridos amigos:
En una de las cartas anteriores vimos que los cristianos han muerto con Cristo. La vieja naturaleza del hombre es tan mala que lo único que Dios puede hacer con ella es juzgarla. Esto, y también la respuesta divina a ello, es lo que el Señor Jesús presenta a Nicodemo en Juan 3. La porción en realidad empieza en el capítulo 2:23. Allí vemos al Señor en Jerusalén. Cuando en la fiesta de la pascua hizo señales, “muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía”. Luego se dice: “Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre”. Y cuando uno de estos hombres vino al Señor Jesús, este pronunció las palabras contundentes: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”.
El Hijo del Hombre que está en el cielo
En los versículos 11 y 13 del capítulo 3, el Señor muestra el maravilloso secreto de su persona: es el Hijo del Hombre que está en el cielo. Juan 1:1 nos dice que él es Dios mismo, el Eterno. Pero en el versículo 14 está escrito: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”. “Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Dios y hombre en una persona, ¡qué misterio!
El Señor Jesús es el Dios Eterno. Se humilló a sí mismo y vino a ser hombre. Pero eso no significa que haya dejado de ser Dios, pues sería imposible. Él participó de sangre y carne (Hebreos 2:14); vino a ser verdadero hombre (Gálatas 4:4; 1 Timoteo 2:5); pero era al mismo tiempo el Dios eterno (Isaías 9:6). Aunque era niño acostado en el pesebre, era al mismo tiempo sustentador y heredero de todas las cosas (Hebreos 1:2-4). Cuando cansado del viaje, hambriento y sediento, pidió agua a la mujer samaritana, se reveló como el Todopoderoso, quien da el Espíritu Santo; y como el que todo lo sabe, le reveló la vida a esta mujer (Juan 4:7-18). Como verdadero hombre durmió en el barco, luego se levantó y reprendió al viento y a las olas. Pronunció su nombre y los soldados cayeron a tierra (Juan 18:6). Pero inmediatamente después, lo ataron, le escupieron y se mofaron de él.
Mientras estaba hablando con Nicodemo en la tierra, también se hallaba en el cielo. Podía decir: “Lo que sabemos hablamos” (Juan 3:11, 13). Él hablaba lo que sabía, pues tan solo Dios «sabe» de verdad. Jamás ningún hombre había estado en el cielo. Por lo tanto, nadie podía hablar de cosas celestiales. Pero él, el Hijo del Hombre, había bajado del cielo. Sí, todavía estaba en el cielo. Cuando hablaba de cosas celestiales, hablaba de lo que había visto y aun veía. Hablaba de lo que sabía, pues era su cielo y su gloria. En él se unían Dios y hombre; Jesús era Dios y hombre en una persona. Por eso, cuando nació, los ángeles pudieron decir: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14). Él conocía a Dios y su gloria. Conocía también al hombre.
La naturaleza del hombre
En Juan 2:23-25 encontramos el juicio del Señor sobre el hombre. No tenía que vérselas con unos impíos que le rechazaban en abierta enemistad. Lo reconocían, pues a través de sus milagros quedaban convencidos de que él era el Mesías. Ellos creían en su nombre. En una lectura superficial uno podría suponer que estos eran de los hombres de los cuales el capítulo 1:12 dice: “Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Sin embargo, acerca de esta gente está escrito:
Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre.
Estos hombres estaban convencidos, pero no convertidos. Creían en el nombre de Jesús, pero no lo recibieron (cap. 1:12). Habían visto sus señales, y por este medio su entendimiento y su sentir estaban convencidos de que él era el Mesías. En aquel entonces había muchos de estos hombres, y hoy en día hay millones. Estos no dudan de las verdades cristianas; su entendimiento y su sentir les permiten apreciar lo lógico y lo excelente que hay en ellas, por lo que han aceptado el cristianismo. El hombre natural está bien dispuesto a ello, porque así se coloca por encima de la verdad y de Dios. Le causa satisfacción haber juzgado lo que es justo; y lo que su entendimiento o su sentir aprueba, eso es lo que cree.
Pero, ¡cómo cambia todo cuando la conciencia se somete a la luz de Dios! Entonces uno ve su pérdida y culpabilidad. Ya no piensa en juzgar a Dios o lo que él ha revelado. No queda más que el juicio propio y suplicar a Dios para que él me acepte como un pecador arrepentido.
Que se requiera un nuevo nacimiento para los idólatras y para la gente que vive en pecados groseros, el hombre natural lo acepta de buen grado. Pero que cada uno deba nacer de nuevo, incluso quienes se hallen bien dispuestos hacia el Señor, que creen en su nombre, como el mismo Nicodemo, un fariseo jefe de los judíos, un maestro de Israel, que testificaba de Jesús al decir: “Has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él”, que hasta tal hombre tuviera que nacer de nuevo (v. 7), esto, el hombre natural no lo puede concebir. Pero quien lo afirma es Aquel que dice lo que sabe, pues es el Dios eterno. El hecho de que exija el nuevo nacimiento no solo de sus enemigos, sino también de los que le reconocen, deja patente la total perdición del hombre, la completa incapacidad del hombre natural para acercarse a Dios.
A menos que el hombre naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios
Aquí el Señor Jesús habla del reino tal como era revelado en aquella época. Pronto, cuando sea manifestado ese reino en gloria, toda la tierra lo verá. Pero ahora, en lo que llamaré el carácter cristiano del reino, tal como está representado en tantas parábolas, impera otra situación. Cuando el Señor Jesús vino a la tierra, el reino vino en él. Tan solo los que le reconocieron, los que le vieron tal como era en realidad, como Hijo de Dios, estos vieron el reino. Solamente aquellos habían nacido de nuevo.
¿Alguna vez nos ha llamado la atención el hecho de que los hermanos del Señor Jesús no creyesen en él? Sí, en Marcos 3:21 incluso está escrito: “Cuando lo oyeron los suyos, vinieron para prenderle; porque decían: Está fuera de sí”.
Con todo, ¡conocían al Señor! Todos esos años en Nazaret, día a día, de hora en hora, habían visto Su vida perfecta y santa. ¿No les habrían contado María y José acerca del ángel que había anunciado su nacimiento, y de todo lo maravilloso que, por ejemplo, está descrito en Lucas 2? ¿Acaso no habían oído lo que su primo, Juan el Bautista, testificaba al respecto? ¿No veían sus milagros? Juan escribe: “Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre” (Juan 1:14). Y mientras el cielo se abría sobre él y una voz celestial le decía: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Marcos 1:11), sus familiares decían que estaba fuera de sí y querían prenderle. Qué prueba a favor de la veracidad de las palabras del Señor Jesús:
De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.
Nacido de nuevo
Nacer de nuevo no significa lo que Nicodemo se imaginaba; tampoco es lo que a menudo narran las filosofías de los paganos y las fábulas, a saber, que un anciano volverá a nacer como niño, o será transformado en un joven. Un recién nacido tiene la misma naturaleza que sus padres, nada mejor. Set, hijo del Adán caído, era la imagen de su padre pecaminoso, había sido hecho a su semejanza (Génesis 5:3). Job dice:
¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie
(Job 14:4).
Y Romanos 5:19 declara que por la desobediencia de Adán, todos sus descendientes son pecadores. “Lo que es nacido de la carne, carne es” (Juan 3:6). Aunque Nicodemo hubiera nacido diez veces de la misma manera que la primera (de padres pecaminosos), nada habría cambiado en cuanto a su relación con Dios.
Un hombre tiene que nacer de nuevo1 (v. 3), de una manera completamente nueva, de una nueva fuente de vida. En el versículo 5 el Señor dice lo que es esta fuente de vida: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”. En las Escrituras el agua es la conocida figura de la Palabra de Dios aplicada al hombre por el Espíritu Santo. Efesios 5:26 lo dice expresamente, como también Juan 13:10 y 15:3. El agua tiene la propiedad de limpiar aquello en lo cual es aplicada. La Palabra de Dios aplicada por el Espíritu Santo purifica las tendencias, los pensamientos y los actos del hombre. Al mismo tiempo, el Espíritu obra en él, por la Palabra, una vida nueva, una vida muy distinta que no lleva el carácter de sus padres naturales, sino el carácter de Aquel que comunica esta vida. “Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). La Palabra afirma repetidas veces que el nuevo nacimiento es operado por la Palabra de Dios. Pablo escribe a los corintios: “En Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio” (1 Corintios 4:15). En Santiago 1:18 está escrito: “De su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad”. Pedro escribe: “Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad… siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios” (1 Pedro 1:22-23). En 1 Tesalonicenses 1:5 encontramos la Palabra y el Espíritu Santo mencionados juntos.
El Señor enseñaba acerca de la necesidad de nacer de nuevo para poder ver y entrar en el reino, pues él hablaba con Nicodemo, un jefe de los judíos. Pero, por la manera en que el Señor se expresaba podemos deducir un principio general, como en casi todos los escritos de Juan. Desde que el hombre cayó en el pecado, hasta el fin del mundo, es necesario el nuevo nacimiento para entrar en relación con Dios.
- 1La palabra griega utilizada aquí “gennethei anôthen” no es la misma que en Tito 3:5 “palingenesia”, donde se habla de la regeneración y renovación por el Espíritu Santo.
El Hijo del Hombre tuvo que ser levantado
A partir del versículo 12, el Señor empieza a hablar sobre cosas celestiales, adelantando otra necesidad a un primer plano. El Hijo del Hombre que está en el cielo conoce la gloria del cielo, la morada de Aquel que “es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). Y si los hombres han de entrar en la gloria, primero debe resolverse la cuestión del pecado. Entonces Dios, quien ha sido tan grandemente ofendido, tiene que ser satisfecho respecto al pecado. El hombre debe ser purificado de todo aquello que le hace inepto para entrar en la gloria de Dios. El hombre, mil veces más pecador que en el momento en que fue expulsado del paraíso terrenal por motivo de un solo pecado, ¿cómo podría entrar en el Paraíso celestial, en la misma morada de Dios?
Esto no podía ocurrir sin que Dios, siendo Dios y hombre a la vez, cumpliese una obra por la cual se hiciera todo lo necesario.
Es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna
(Juan 3:14-15).
Eso es lo más elevado que Dios nos podía dar.
Oh, todavía hay muchas cosas relacionadas con ello. Nosotros podemos decir: “Abba, Padre”, porque el Espíritu Santo juntamente con la nueva vida en nosotros testifica que somos hijos de Dios (Romanos 8:15-16). Somos coherederos con Cristo, y pronto regiremos con Él el mundo entero y lo juzgaremos (Romanos 8:17; Efesios 1:10-11; 1 Corintios 6:2-3; etc.). 1 Juan 3:1 nos coloca con el Señor sobre un mismo nivel, como desconocidos del mundo. Y cuando sea manifestado, “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (v. 2). 1 Juan 4:17 dice que nosotros, en lo que respecta al juicio, ya en esta tierra somos semejantes a él en el cielo. El versículo 19 declara: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Sí, tenemos la naturaleza divina, que es amor. Nosotros vencemos al mundo (cap. 5:4). Así las Escrituras enumeran todavía muchas cosas más.
Sin embargo, la comunión con el Padre y con el Hijo ciertamente es lo más alto de todo (1 Juan 1:3). Y eso para nosotros, quienes según las palabras del Señor Jesús en Juan 3, ni siquiera podíamos ver el reino terrenal o entrar en él, porque éramos pecadores perdidos, sin otra esperanza que la perdición eterna; los que éramos enemigos de Dios y aborrecibles a sus ojos, ahora conocemos al Padre y al Señor Jesús (1 Juan 5:20), pero no conocemos a Dios y al Señor Jesús como cualquier criatura a su Creador, sino tal como son en realidad. Tenemos comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Y esto no sucederá solo cuando estemos en el cielo, sino ya, desde ahora, mientras permanecemos en la tierra, sin que se nos pueda diferenciar exteriormente de la gente que nos rodea y que está bajo el poder de Satanás.
Si eso nos resulta claro y lo realizamos en la práctica, entonces nuestro gozo será perfecto.
Afectuosos saludos.