La oración
Queridos amigos:
En mi última carta les hablé acerca de la lectura de la Palabra de Dios. Ahora quiero preguntarles qué tal anda su vida de oración. Estas dos actividades tienen una importancia incalculable en la vida espiritual, sobre todo porque están en estrecha relación la una con la otra. Si leemos la Palabra de Dios pero descuidamos la oración, la consecuencia será un frío orgullo. Si por el contrario oramos, pero dejamos de lado la lectura de la Palabra de Dios, tendremos como resultado el fanatismo con toda la ceguera que suele acompañarlo, pues no conoceremos los pensamientos de Dios. Sí, el hecho de no escudriñar la Palabra es señal de que uno no tiene interés por los pensamientos de Dios y por sus derechos. Por eso, en tal caso, la vida de oración será dominada por la propia voluntad. En el punto central se hallará el «yo», el cual se complace en hacer brillar su propia religiosidad, como por ejemplo, siendo muy activo en la evangelización u otras actividades. Pero si la oración va acompañada de una verdadera búsqueda en la Palabra de Dios, redundará en gran bendición para la vida espiritual.
En las Escrituras se hace mucho énfasis en la oración. El Señor Jesús inició su ministerio con la oración (Lucas 3:21). Después de una reunión de oración que duró diez días, (Hechos 1:13-14) tres mil personas fueron convertidas y se constituyó la Asamblea. La gran obra entre los paganos empezó con la oración (Hechos 13:2-3) e igualmente la entrada del Evangelio en Europa se liga estrechamente a la oración y al ministerio de la Palabra (Hechos 6:4; 16:9-13). Al leer Hechos da la impresión de que Pablo no hacía más que predicar y cuando leemos las epístolas parece que no hubiera hecho otra cosa sino orar. Ver, por ejemplo, Romanos 1:9-10; 1 Corintios 1:4; Efesios 1:16; 3:14; Filipenses 1:4; Colosenses 1:3, 9 y 1 Tesalonicenses 1:2. Y a nosotros la Palabra de Dios nos exhorta:
Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu
(Efesios 6:18).
“Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17). Así nos hablan las Escrituras en muchos pasajes.
La oración es señal del nuevo nacimiento
“Orar” no es lo mismo que rezar. Diariamente se dicen miles de rezos. El Señor Jesús dijo: “No uséis vanas repeticiones” (Mateo 6:7); además advierte a los fariseos sobre la actitud de los escribas que “por pretexto hacen largas oraciones” (Marcos 12:40).
En realidad solo pueden orar los que son verdaderamente creyentes. La oración es la expresión de la nueva vida, la cual es de Dios. Ellos reconocen la dependencia de su Creador. Esto no significa que Dios nunca escuche la oración de un incrédulo. Dios oye hasta el graznido de un pequeño cuervo y le da su alimento. Del mismo modo, Dios a veces oye la oración de un incrédulo, si este es sincero en su oración. Para no ir más lejos pensemos en Génesis 21:17 y Jonás 1:14.
Aunque Pablo como fariseo debió haber pronunciado centenares de oraciones, y sin la menor duda, con toda sinceridad, el Señor dijo a Ananías, después de que Pablo hubo nacido de nuevo: “He aquí, él ora” (Hechos 9:11). Esa era la prueba de su cambio, la señal de que había recibido una nueva vida dependiente de Dios.
La nueva vida siente su dependencia y la exterioriza a través de la oración, de la misma forma que un recién nacido se expresa con el llanto o sonidos incomprensibles para los adultos, y no precisamente agradables de escuchar. Pero Dios entiende los ruegos mal expresados y a menudo incomprensibles de sus hijos. Para él son la señal de que el creyente es consciente de que su nueva vida depende de Dios. Y según las riquezas de su amor de Padre da buenas dádivas al que se las pide.
Orar no es solo para los creyentes experimentados
Cuando los recién convertidos no saben cómo orar, ni si sus ruegos son acertados, ¿les vendría mejor dejarlo para más tarde?
Hacía pocos meses que los tesalonicenses se habían convertido cuando Pablo les dirigió la primera epístola. Sin embargo, les dijo: “Orad sin cesar” (cap. 5:17). Sí, ¡aún más! Él, el gran apóstol, por cuya predicación ellos se habían convertido y quien ahora les instruía en los pensamientos de Dios, conocía el valor de sus oraciones: “Hermanos, orad por nosotros” (cap. 5:25).
Eso nos permite reconocer el valor de la oración y ver con claridad hasta qué punto Dios la aprecia. ¿Qué padres preferirían que su hijo no les hablara ni les pidiera algo, debido a que todavía no sabe hablar bien y a veces pide cosas que ellos no pueden darle porque le harían daño? Dios se alegra cuando sus hijos se le acercan confiadamente para presentarle todas sus dificultades. Para él es un gozo escuchar las oraciones; y si su amor no puede consentir algo porque sería perjudicial para el que pide, no obstante permite que quien ora tenga paz en su corazón.
Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús
(Filipenses 4:6-7).
La seguridad de ser oído
Romanos 8:31-32 dice:
Si Dios es por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?.
Y en Juan 16:27 el Señor afirma: “El Padre mismo os ama”.
Si el Dios todopoderoso está por nosotros, si nos ama y quiere darnos todas las cosas, ¡cuán grande es el poder de la oración! ¡Pero no se trata solamente de eso! En Juan 14:13-14 el Señor Jesús nos permite rogar en su nombre, y al mismo tiempo nos promete escuchar la oración. En Juan 16:23 añade: “Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará”. No existe, pues, ninguna limitación, ni la más mínima duda de que Él nos oye.
Eso también se hace patente cuando leemos sobre la vida del Señor Jesús en la Palabra de Dios. En el Salmo 109:4 se dice que, en su vida en la tierra, él oraba, actividad que lo caracterizaba. Cuando estaba en la tierra, era un verdadero hombre, y la verdadera humanidad depende de Dios. Dios el Creador no creó al hombre como ser independiente, y debido a que el hombre no quiere depender de Dios, depende del diablo. En el Señor Jesús encontramos al verdadero y perfecto hombre, y por eso también la más completa dependencia. En Isaías 50:4 dice de Dios: “Despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios”. En los evangelios hallamos su vida de oración. Lucas nos presenta de modo muy especial al Señor Jesús como verdadero hombre, como Hijo del hombre. En este evangelio lo vemos orando nueve veces, algunas durante toda la noche (cap. 3:21; 5:16; 6:12; 9:18, 29; 11:1; 22:41; 23:34, 46). Siete veces lo vemos orar durante su ministerio y dos veces mientras estaba clavado en la cruz. Es maravilloso meditar en las circunstancias en que el Señor oró, pues están llenas de enseñanzas para nosotros y nuestro corazón rebosa de adoración; pero sobre ese punto no quiero extenderme ahora. Solo quiero indicar que el Señor Jesús, quien tanto oraba, pudo decir: “Yo sabía que siempre me oyes” (Juan 11:42). Cada una de sus oraciones era escuchada, y Jesús lo sabía de antemano, aun cuando fuera cuestión de resucitar a un muerto que ya hacía cuatro días que estaba en la tumba.
Dios testificó dos veces acerca de él: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Lucas 3:22; 9:35; compárese con Mateo 17:5 y Marcos 9:7). Y el Señor Jesús dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:34). “Yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29). Por eso Dios pudo oír todas sus oraciones, pues todo lo que él pedía armonizaba perfectamente con el pensamiento de Dios y tenía como meta la gloria de Dios.
Por lo tanto, si oramos en el nombre del Señor Jesús, es seguro que Dios nos oye, pues nuestra oración sube ante Dios como si fuera la oración del mismo Señor Jesús, y esta es oída en todo tiempo.
¿Qué significa: Orar en el nombre del Señor Jesús?
Bien cabe hacernos esta pregunta, pues ya hemos visto qué resultado da tal oración. ¿Quiere decir esto que al final de una oración, en la que pedimos por todo lo que nosotros estimamos conveniente, debamos decir: «Esto te lo pedimos en el nombre del Señor Jesús»? La mayoría de las veces se cree y se hace así, pero no por eso es correcto. Orar en el nombre del Señor Jesús significa orar en lugar suyo, revestidos de su autoridad y de sus derechos. Precisamente por eso la oración debe llevar el carácter de la oración del Señor Jesús.
Si alguien va a una librería y pide una Biblia, en nombre de un caballero conocido como un creyente de la mayor seriedad, el librero fácilmente creerá al que pide. Pero si, por lo contrario, esa persona pidiera en nombre del mismo creyente por ejemplo una novela impura, no le creería. Como el librero conoce al creyente, sabe que este no suele hacer semejantes pedidos y que, por consiguiente, el que pide no es mandado por él.
Así también, la oración hecha en el nombre del Señor Jesús debe llevar el carácter de la oración del mismo Señor. Para ello se requiere, en primer lugar, una completa dependencia; luego, que tales ruegos tengan la gloria de Dios como única meta; y por último, que estén en perfecta armonía con su voluntad.
Condiciones para ser oído
En Juan 15:7 el Señor dice:
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho.
Aquí tenemos una certeza de largo alcance: Dios nos da lo que pedimos. En eso no hay excepción. ¿Puede existir más que “todo lo que queréis”? Pero esta promesa viene después de la condición: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros”. Esa es, pues, la condición previa para ser oído. Si permanecemos en el Señor Jesús, cada vez nos pareceremos más a él. Si sus palabras permanecen en nosotros, nuestros sentimientos, las cosas que estimamos y lo que queremos estarán en armonía con sus sentimientos, sus intereses y su voluntad; y sabremos que todos ellos concuerdan perfectamente con la voluntad de Dios. Por eso, en Juan 16:27 tenemos la misma promesa: “Porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios”.
Hebreos 11:6 menciona otra condición: “Es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay”. “Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Santiago 1:6-7). Dios responde a la fe. ¿Cómo puede él oír una oración si el que pide no confía en él lo suficiente como para creer que Dios lo hará? En Mateo 21:20-22 el Señor dice algo parecido. Pero también añade que debe existir la prueba de la fe. Cierta vez un equilibrista se desplazaba sobre una cuerda que cruzaba las cataratas del Niágara. Pasó una segunda vez con una carretilla y otra vez llevando una muñeca de tamaño natural en la carretilla. Cuando preguntó a los espectadores si creían que él podría llevar a un hombre vivo hasta el otro lado, todos gritaron que sí. Pero cuando pidió un voluntario que se dejara llevar hasta el otro lado, nadie se animó.
Por eso el Señor no solamente habla de fe, sino también de la prueba de nuestra fe que alegamos al decir a un monte: “Quítate y échate en el mar” (Mateo 21:21).
Impedimentos para ser oído
¿Por qué, entonces, tantas oraciones no son escuchadas? Las Escrituras señalan varias causas. Daniel 10 nos muestra que algunas oraciones, buenas en sí mismas, a veces no tienen respuesta porque Satanás, con todas sus fuerzas, intenta impedirla. Al final no puede hacerlo; pero logra, si Dios se lo permite, aplazar momentáneamente la respuesta. A veces Dios deja que esto suceda para poner a prueba nuestra fe y paciencia.
Además, en nosotros también puede haber motivos por los cuales Dios no responde a nuestras oraciones. En Isaías 59:2 se dice a Israel: “Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír”. El salmista dice:
Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado (cap. 66:18).
En 1 Juan 3:21-22 está escrito: “Si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él”.
Las Escrituras nombran explícitamente varias cosas por las cuales nuestro corazón nos juzga, de manera que nuestras oraciones no pueden ser oídas. En Marcos 11:22-26 se nombra la falta de disposición para perdonar (ver también Efesios 4:32). El poder acercarnos a Dios se basa en el hecho de que, en Cristo, Dios ha perdonado todos nuestros pecados. ¿Cómo, pues, podemos tener confianza si no olvidamos las ofensas que otros nos han hecho?
Santiago dice: “Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (cap. 4:3). Si pedimos algo a Dios para satisfacer las concupiscencias de nuestro corazón y los deseos de la vieja naturaleza, ¿cómo puede Dios darnos semejantes cosas? Dios odia a la vieja naturaleza y la ha juzgado en la cruz (Romanos 8:3). Nos exhorta a considerarnos muertos al pecado (Romanos 6:11) y a hacer morir nuestra carne en esta tierra (Colosenses 3:5-17). “Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). La petición de estas cosas es la prueba de que las palabras del Señor Jesús no han permanecido en nosotros (Juan 15:7) y que nuestro modo de pensar es diametralmente opuesto al del Señor Jesús y a los sentimientos de Dios.
1 Pedro 3:1-7 suma otras razones. Las relaciones de la vida familiar entre esposo y esposa, padres e hijos o entre los mismos hijos pueden ser tales que impidan la respuesta a las oraciones. ¿Cómo podemos tener libertad ante Dios si en la familia no hay orden, si todavía hay asuntos sin arreglar?
Pedir según su voluntad
Sí, primero debemos juzgarnos a nosotros mismos a la luz de Dios y confesar al Señor, como también a otros –en la medida en que los hayamos afectado– todo lo que no ha estado bien, y así limpiarnos mediante el juicio de nosotros mismos. Entonces podremos hablar abiertamente a Dios. Pero luego, para estar seguros de recibir lo pedido, tenemos que pedir según su voluntad. ¿Cómo sabemos cuál es la voluntad del Padre? En su Palabra él nos transmite sus pensamientos. Y si estamos en comunión diaria con él aprenderemos a conocer sus pensamientos en su Palabra por medio del Espíritu. Por eso resulta tan sumamente importante escudriñar las Escrituras diariamente. ¿Cómo podrá Dios responder a una oración en la que se pide algo que hace mucho tiempo ya lo ha dado? Si, por ejemplo, se pide por el derramamiento del Espíritu Santo, ¿cómo responderá, dado que las Escrituras enseñan terminantemente que ya ha sido derramado y que mora aquí abajo, en la Asamblea como conjunto y en cada uno de los creyentes que la componen? ¿O si se pide la liberación del pecado que mora en nosotros, cosa que Dios ya juzgó en Cristo en la cruz? (Romanos 8:3; 2 Corintios 5:21).
Por medio de la Palabra y de la comunión diaria con el Señor aprendemos a conocer Su voluntad; entonces pedimos conforme a ella, seguros de que responderá nuestras oraciones.
Orar sin cesar
¿Entonces solo los creyentes maduros, los que han escudriñado atentamente y a fondo la Palabra de Dios, pueden orar? ¡No, a Dios gracias! Como ya hemos dicho, ¿dirán los padres a su hijo que por ser aún pequeño, por hablar torpemente y pedir a veces cosas descabelladas, no debe pedir nada más hasta su mayoría de edad? ¡Ni hablar! Están contentos de que el niño venga a ellos con sus ruegos. Para ellos es la prueba de que el niño está persuadido de que son sus padres y de que sin ellos no puede valerse. Con ello muestra que tiene confianza en ellos, y, si bien a veces inconscientemente, que cuenta con su amor y solicitud.
Dios, nuestro Padre, nos escucha con profundo gozo cuando nos acercamos a él, pues somos sus hijos. Del recién convertido Pablo, el Señor dice: “He aquí, él ora”. Más tarde manda a ese mismo Pablo escribir a los recién convertidos tesalonicenses “Orad sin cesar”. Y este gran apóstol, por cuya predicación en aquel entonces probablemente millones ya habían llegado a convertirse, quien había tenido revelaciones especiales, a través de las cuales Dios le participó todo su consejo, el que estuvo en el tercer cielo oyendo palabras inefables (2 Corintios 12:2-4), este apóstol estaba tan convencido del poder de la oración de estos recién convertidos que les rogó:
Hermanos, orad por nosotros
(1 Tesalonicenses 5:17, 25).
La más clara prueba de que un creyente está progresando es, indudablemente, que reconoce cada vez más cuán importante es la oración, que sin ella todo carece de valor.
Dios, nuestro Padre, nos dice: “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias”. Y si quizá le pedimos cosas necias, que su amor no puede concedernos, así y todo él ha prometido: “La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).
¡Quiera el Señor que ustedes y yo seamos más y más conscientes del valor de la oración y hagamos más uso de nuestro derecho ilimitado! ¡Cuán felices serán entonces nuestros corazones y qué testimonio presentará nuestra vida!
Con afectuosos saludos, su amigo en el Señor.