A pesar de la promesa que Dios les había hecho, al descubrir el maná en el desierto los hijos de Israel se preguntaron unos a otros: “¿Qué es esto?” (Éxodo 16:15). La misma incredulidad se manifestaba en sus descendientes. Discutían entre sí acerca de la extraña comida de la cual Jesús les hablaba: su carne y su sangre, es decir, su muerte. Un Cristo viviente aquí abajo no basta para hacer vivir nuestra alma. Es necesario apropiarnos por la fe de su muerte (en figura, comer su carne y beber su sangre) para tener la vida eterna. Luego tenemos que identificarnos con él cada día en su muerte. Estamos muertos con él en cuanto al mundo y al pecado. El hombre natural no puede entender esto. Está de acuerdo con tener un modelo, pero le es demasiado duro reconocer su propio estado de condenación, del cual le habla la muerte de Cristo.
En vez de interrogar al Señor, muchos que habían profesado ser sus discípulos se fueron ofendidos por sus palabras. Él no suavizó la verdad para retenerlos, mas escudriñó el corazón de los que quedaban: “¿Queréis acaso iros también vosotros?”. Y he aquí la hermosa respuesta de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos?”. ¡Qué esta también pueda ser nuestra respuesta! (v. 68-69; léase Hebreos 10:38-39).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"