Adonías y Salomón
Amnón ha muerto; Absalón ha muerto; de Kileab no se habla, ha muerto joven tal vez. Reconstituyen y reorganizan el reino (2 Samuel 20: 23); Joab quedó sobre todo el ejército de Israel, otros cargos hallan sus titulares, pero aquellos que otrora eran los principales oficiales, “los hijos de David” (cap. 8:18), ya no están más. Un detalle, tal vez, pero ¡cuán trágico es!
Sin embargo, un cuarto hijo quedaba todavía: Adonías. Este también va a ser motivo de disgusto para su padre. David había demostrado debilidad para con él también: “Su padre nunca le había entristecido en todos sus días con decirle: ¿por qué haces así?”. Lleno de sí mismo pero sin poseer la energía de Absalón, Adonías se hace proclamar rey, arrastrando consigo a Joab, Abiatar y otros. ¿Qué hacer? ¿Serán nuevos combates? ¿Nuevos duelos?
Natán, el profeta, señala a David el camino que ha de seguir. El que Jehová eligió no es Absalón ni Adonías; es Salomón, el más joven, aquel que en su nacimiento fue llamado por él: Jedidías, el muy amado de Jehová. Basta colocar al elegido de Jehová en su lugar y todo vuelve en orden (1 Reyes 1:40-49).
Haríamos la misma experiencia, nosotros, si en las dificultades que pueden surgir entre los hermanos, sabríamos dar al Señor el lugar que le corresponde, “para que en todo tenga la preeminencia”.
Luego David congrega en Jerusalén a todos los jefes de Israel y confirma nuevamente a Salomón como su sucesor, de todos sus hijos, el único que Dios había escogido. “Y todos los príncipes y poderosos, y todos los hijos del rey David, prestaron homenaje al rey Salomón” (1 Crónicas 29:24).
Salomón va a inaugurar el reino de gloria del cual el Salmo 72, uno de los últimos de David, nos brinda el cuadro. Pero más allá de su hijo, es en uno mayor que Salomón que David puede contemplar: “Será su nombre para siempre, se perpetuará su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en él todas las naciones”. Es a Cristo y su reino glorioso que David anuncia.
Y ahora la voz que, a través de los años, supo expresar los ejercicios profundos de su alma, su confianza, su arrepentimiento y su dolor; la voz que clamó, suplicó, que se elevó hacia Dios en la angustia y en la alegría, la voz del suave en cánticos de Israel, va a callar; “se acaban las oraciones de David, hijo de Isaí” (Salmo 72:20).