David (4)

Rey

Por su actitud entre los filisteos, David había perdido todo derecho al trono. Si Dios no hubiese intervenido, habría combatido contra su propio pueblo, descalificándose así completamente para ocupar el cargo que lo esperaba. Es pues solo la gracia la que le otorga el reino. Será siempre así, cualquiera que sea el servicio o el cargo que el Señor nos confía, es siempre su gracia y no nuestros méritos que nos lo adquieren.

David tenía treinta años, edad que tendrá su divino Maestro cuando entre en su ministerio (2 Samuel 5:4; Lucas 3:23). ¿No nos llama la atención que la mayor parte de sus Salmos los haya compuesto antes de esta edad, particularmente aquellos que hablan más de fe, de confianza, de comunión con Dios? No son los años los que valen, es la comunión y el apego al Señor. Un creyente andando con él puede realizar más progreso con poco tiempo que en toda una vida cuando su corazón está dividido.

¿Cómo se comportará David? Su formación en un sentido está ya terminada. Viene la responsabilidad de manifestarse a la altura de la posición recibida. Como rey, satisfará las exigencias divinas y su ejemplo será constantemente citado a las generaciones futuras.

Pero en su vida privada, todos los años de la edad madura no responderán a la altura espiritual de su juventud.

En Hebrón

Sin embargo, todo empezó bien. David preguntó a Jehová para saber lo que debía hacer (2 Samuel 2) y halla en Hebrón una casa, una familia, niños, siete años de paz y de gozo. También sus hombres suben cada cual con su casa y habitan en las ciudades vecinas ¡Qué contraste con los años en el desierto!

David se mantiene a distancia de las luchas de Joab y de Abner. No son ni el amalecita (2 Samuel 1), ni Abner (capítulo 3:21), ni Recab y Baana (capítulo 4), los que le han de investir la realeza suprema; Jehová solo lo ha de hacer.

Cuando el momento de Dios ha venido, todas las tribus vienen a Hebrón y por tercera vez, David, es ungido rey, ahora sobre todo Israel. En Deuteronomio 12:5, Moisés habrá dicho al pueblo que una vez entrado en el país, debería buscar “el lugar que Jehová escogiere de todas vuestras tribus para poner allí su nombre para su habitación y allá iréis”.

Siglos habrán transcurrido sin que Jerusalén fuese conquistada; la ciudad había permanecido en poder del jebuseo. Correspondía ahora al hijo de Isaí tomarla y hacer de ella la capital de su reino y el centro del culto (2 Samuel 5:6-9).

En Jerusalén

Una vez instalada en Jerusalén, “David iba adelantando y, engrandeciéndose” (cap. 5:10). Hiram, rey de Tiro, le construye una casa. Obtiene la victoria sobre los filisteos y los subyuga.

Demuestra su afección para Jehová haciendo subir el arca a Jerusalén (2 Samuel 6), deseando construir allí el templo (capítulo 7). Si el Señor no se lo permite, privilegio reservado a su hijo Salomón, lo bendice igualmente a él y a su casa “para siempre”, no solo en la persona de Salomón; la bendición profética tiene a Cristo por objeto.

David acepta no edificar la casa de Dios y vuelve a pelear. Obtiene nuevas victorias. Se hace un nombre. Jehová lo salva doquier que va. El reino está establecido, y hace derecho y justicia a todo su pueblo. ¿Terminará la carrera del rey según el corazón de Dios, con días apacibles, feliz y sin caída? —Satanás velaba.

El censo

Veremos luego como David, padre de familia, no respondió al pensamiento divino. Además, el Espíritu de Dios encontró bien conservamos el relato de 2 Samuel 24, donde vemos que el orgullo del rey le incitó a hacer el cómputo de todos sus soldados.

Tenía David a su favor varios años de experiencia, sin embargo durante más de nueve meses no se da cuenta de su error. Es solamente cuando Joab le trajo las cifras de sus hombres de guerra que “le pesó en su corazón; y dijo David a Jehová: Yo he pecado gravemente por haber hecho esto”.

El error del rey podría carecer de gravedad a nuestro punto de vista como el que cometió Ezequías, exhibiendo sus tesoros a los enviados de Babilonia; mas Dios no puede soportar el orgullo; el que se eleva debe ser humillado.

La peste se abate sobre el pueblo. David intercede y en la era de Arauna el jebuseo Dios le revela el sacrificio. Así los libros de Samuel concluyen con el altar de Moría; en el lugar mismo donde Abraham había ofrecido a Isaac, donde el Templo será construido (2 Crónicas 3:1), y donde, muy cerca, el mismo Señor será crucificado.

¿Qué queda de una larga carrera con sus goces y sus tristezas, con sus triunfos y sus errores, sino el sentimiento de la gracia infinita, “el recuerdo de tu misericordia”?

Desde este momento, David consagrará los últimos años de su vida a los preparativos y la organización del servicio del Templo (1 Crónicas 22-29). Después de haber “con todas sus fuerzas” preparado para la casa de Dios todo lo necesario, exclamará: “¿Quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas semejantes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos” (1 Crónicas 29:14).

“Todo es tuyo”. “Todo viene de ti”. ¿Podría haber un más -bello fin en la vida de un siervo de Dios? ¿Qué es lo que traeremos cuando el llamado del Señor para subir al cielo, sino lo que él mismo habrá obrado por nosotros?