Alabanza después de los años de pruebas.
David sale de sus pruebas y de su aflicción con un himno de triunfo y de alabanza (2 Samuel 22; Salmo 18). Había aprendido por lo que sufrió, lo que Dios era; “el día que Jehová le había librado de la mano de todos sus enemigos y de la mano de Saúl”, y quiere cantar su gratitud.
Parece que no tiene un vocabulario bastante amplio para calificar los recursos que encontró en Dios: “mi roca y mi fortaleza y mi libertador… mi escudo y el fuerte de mi salvación, mi alto refugio, Salvador mío”, etc. Cualesquiera que sean las pruebas atravesadas, reconoce que “en cuanto a Dios, perfecto es su camino”. Tal vez encontró que era duro, incomprensible, cuando tuvo que huir de lugar en lugar, menospreciado por Nabal, probando la ingratitud de los de Keila, etc.
Pero una vez concluida la prueba, mirando hacia atrás, reconoce que Dios lo ha guiado de verdad, que “allanó perfectamente su camino”. Todo no ha sido fácil y sin tropiezos, pero cuando encontró los obstáculos que a primera vista han sido insalvables, hizo la experiencia que Dios “quien hace sus pies como de ciervas, y le hace firme sobre sus alturas”.
Las postreras palabras
¡Qué contraste entre sus últimas palabras y el canto de triunfo que concluían las pruebas del desierto! David se halla al final de su vida. Detrás de él se hallan todos los años de prosperidad, los años del reino con sus glorias, sus victorias y también sus caídas.
Aquí lo vemos bajo cuatro caracteres distintos: Es el “hijo de Isaí”, el hombre humilde, quien en el desierto apacentaba los rebaños de su padre, el que ni aun a la fiesta de familia había sido convidado.
Es “aquel varón que fue levantado en alto”, en medio de su pueblo. Es “el ungido del Dios de Jacob”, el rey que Dios eligió.
Pero, a lo largo de su vida particular y oficial, pudo ser “el dulce cantor de Israel”, el profeta y el cantor, quien, allende las experiencias personales, expresó la de los demás, elevándose hasta los pensamientos, los sentimientos y los sufrimientos de Cristo mismo.
Nada de extraño, porque “el Espíritu de Jehová ha hablado por él y su palabra ha estado en su lengua”. Es la inspiración divina de las Escrituras. Además, las comunicaciones que recibió, cual instrumento para transmitirlas a otros, eran también para él la palabra de la “Roca de Israel”.
¿Qué queda ante la visión del anciano cuya vida va a extinguirse? Describe, no lo que ha sido él, más bien lo que será el “que gobierne entre los hombres”. Mirando hacia el porvenir, considera a ese Rey de gloria, quien un día vendrá y gobernará “en el temor de Dios… como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes”. Ve a Cristo, lo ve en su justicia, su esplendor. Parece decir: He aquí lo que yo hubiera debido ser; no lo he sido, más él lo será.
En efecto agrega: “No es así mi casa con Dios”.
¡Qué humillación y qué sencillez a la vez en estas pocas palabras! No quiere hablar de sí mismo ni de su familia. ¿De qué podría gloriarse? Sencillamente, al mirar atrás, confiesa: “No es así mi casa con Dios”.
Y sin embargo, “El ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado… toda mi salvación y mi deseo”. Certeza de la salvación frente a su muerte, porque esta salvación no depende de las obras ni del andar, sino de la gracia infinita de Aquel que estableció para con los suyos una alianza eterna, ordenada en todas las cosas, y guardada…
Para aquellos que le rechazan, “los impíos”, el juicio es inevitable: “serán todos ellos como espinos arrancados… quemados en su lugar”.
David –cuya voz ha cantado la bondad de Dios, sus glorias y sus maravillas, cuyo corazón supo confiar en Él a través de las mayores angustias, cuyos labios no temieron, cuando la luz divina escudriñaba su conciencia, confesar sus culpas y sus pecados– David es reunido con sus padres, esperando ahora el gran día de la resurrección “habiendo servido a su propia generación según la voluntad de Dios” (Hechos 13:36).
David tenía un lugar importante en los consejos divinos; fue el primer rey según el corazón de Jehová, es él que dio a Israel a Jerusalén como centro que Dios eligió para poner allí su Nombre; es él que edificó la grandeza del pueblo terrenal de Dios y que, mejor aún, fue en tantos aspectos una figura del Señor Jesús.
Sin embargo, ¿no se podría decir de cada uno de los creyentes verdaderos, que Dios espera que sirvan en su edad a su consejo?
En la época en que viven, en el ambiente en que han sido colocados, Dios tiene en vista algo para cada uno. Quiere servirse de ellos para cumplir su obra en la tierra. Habría más hermoso testimonio al final de una vida, o mejor, en el día en que todo será manifestado, oír la voz del Señor testimoniar que su rescatado, pese a muchas flaquezas y errores, ha servido a su consejo y cumplido en alguna medida con el motivo por el cual lo había dejado aquí abajo.
Pero hay un gozo aún: Considerar a Aquel que es la luz misma, a ese Sol de justicia quien, en el alba sin nube, bañara con su esplendor todos los corazones, particularmente aquellos que, junto con él en la casa del Padre, compartirán su gloria.
¡Qué esplendor inefable!
¡Qué luz inalterable!
Los santos con su Dios por siempre han de gozar.
¡Oh dicha incomparable!
Su mirada adorable
Sobre ellos brillará, dulce paz al reinar.
Luz plena y vida eterna
Es la casa paterna;
La noche ya pasó, brilla el día eternal;
Muy lejos de esta tierra
En Cristo el alma entera
Gustará del amor el solaz celestial. (A. L.)