Padre de familia
El que piensa estar firme, mire que no caiga
(1 Corintios 10:12)
Rey según el corazón de Dios, constantemente citado cual ejemplo a sus sucesores, David nos muestra en su vida de familia en qué forma el enemigo sabe valerse de los puntos débiles de cada uno para hacerlo caer.
Abigail
Abigail era una mujer de fe. Conociendo y apoyándose en las promesas de Jehová hechas por Samuel, estaba segura de que David escaparía de la mano de Saúl y que un día ocuparía el trono (1 Samuel 25:29-30).
Reconocía en él, al que “peleaba las batallas de Jehová”, teniendo a pecho los intereses de su pueblo.
Por lo tanto cuando David le envía mensajeros para tomarla por mujer, ella acepta sin tardar, poniéndose a su disposición para cumplir el más humilde de los servicios. Como Rebeca, otrora, que respondió al llamamiento del siervo de Abraham: “Sí, iré”. También Rut, colocada ante la elección de volver a su pueblo y a sus dioses o de seguir a Noemí, dijo: “Iré”. Hermosas figuras de aquellos que el Señor llama, elección que jamás uno se arrepiente de haber hecho “se apegan a él para seguirle” (Salmo 63:8).
Seguir a David por los desiertos no era sin embargo cosa fácil. Era menester huir de cueva en cueva, padeciendo sed y privaciones. El discípulo de Cristo debe renunciar a muchas cosas pero en cambio gozará de la comunión con su Señor y en el día de su triunfo compartirá su gloria.
Después de la muerte de Saúl, David lleva a su joven familia a Hebrón (2 Samuel 2:3; 3:2-5). Por fin está en una casa rodeado de los suyos, gozando tranquilidad.
Pero, ¿por qué quiso agregar a su familia a Maaca, la hija del rey pagano Gesur? Esa unión equivocada no tuvo a primera vista mayor consecuencia, pero más tarde, ¡cuántos amargos frutos llevará a través de sus hijos Absalón y Tamar! En ninguna manera y en ningún tiempo, conviene a un hijo de Dios unirse a un incrédulo.
No se satisface David con el prestigio que le otorga esta alianza con la hija de un rey, quiere todavía volver a tomar a Mical, la hija menor de Saúl, pese al dolor que causa a su marido (cap. 3:16).
Sin embargo, todo parecía marchar bien. En Jerusalén “tomó David más concubinas y mujeres… y le nacieron hijos e hijas”. El reino era confirmado y perfectamente organizado (cap. 8:15-18), “y los hijos de David eran los príncipes”.
¡Qué cambio después de la cueva de Adulam! Todo había prosperado. Se hallaba colmado (cap. 12:7-8). Sin duda la vida iba a deslizarse en paz y tranquilidad. Pero Satanás velaba; la concupiscencia de la carne le abrió el camino para entrar en este corazón tan largo tiempo fiel a su Dios y echarlo todo a perder. “Una vez salido del camino de la humilde dependencia, David tornó en amargura el final de sus días” (J. N. D.).
Betsabé
Quisiéramos suprimir estos capítulos 11 y 12 de nuestras Biblias. Sin embargo ahí están cual Palabra de Dios para nuestra instrucción.
En vez de ir a combatir, David se queda en Jerusalén. Descansa aún durante el día y Satanás aprovecha su inacción para atraerlo en sus redes. Era “la hora de la tarde”. Había David “velado en la mañana” cuando joven. Había sabido hacer frente a tantas pruebas y dificultades. Había “velado a mediodía” cuando rey. Había afirmado su trono. La tarde de la vida estaba por llegar y David no sigue velando. Por los ojos, la concupiscencia lo atrae, le ceba, “y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:14-15).
Una vez caído, parece quedar ciego. Ni una palabra de Jehová en el capítulo 11. No se da cuenta David de lo que hace. ¿Se podría concebir que el hombre que escribió tantos Salmos, que pudo expresar fe y confianza en su Dios como pocos lo han hecho, él que proclamó la grandeza y la bondad de Jehová, haya podido redactar la carta siguiente: “Poned a Urías al frente, en lo más recio de la batalla, y retiraos de él, para que sea herido y muera”?
Esto nos hace tocar con el dedo lo que somos y hasta dónde podemos caer al faltar la vigilancia y cuando la gracia de Dios ya no nos puede guardar.
Urías cae. David recoge la mujer. Un niño es nacido. Todo parece estar bien. “Mas esto que David había hecho, fue desagradable ante los ojos de Jehová”.
Dios amaba demasiado a David para dejarle en este estado. Va a intervenir. Durante casi un año, él espera el arrepentimiento en su siervo. ¿Alcanzará a comprender la gravedad de su pecado? Aun cuando Natán le presenta la parábola que le debería abrir los ojos, la ira de David se enciende contra el hombre que él cree culpable sin atinar a pensar de que se trata de él mismo.
¡Qué cambio cuando sin rodeos el profeta le declara: “Tú eres aquel hombre! ¿Por qué, pues, tuviste en poco la palabra de Jehová…? Heriste a espada… tomaste… mataste… lo hiciste en secreto”. El velo se desgarra, la luz brilla en la conciencia de David que constata con horror su pecado, pero que no hace nada para disculparse. Después de haber anunciado la muerte cercana del niño, el profeta vuelve a su casa.
Durante una semana, David queda solo para suplicar a Dios, llora, ayuna… es cuando escribe entonces el Salmo 51, donde da expresión a los profundos ejercicios de su alma. Su crimen está constantemente delante de él. Es consciente del pecado cometido contra Dios. Se siente culpable de la sangre derramada.
Pero al mismo tiempo, hace un llamado a la gracia, al Dios cuya justicia aún lo puede purificar, lavar, tornarlo más blanco que la nieve, porque sus ojos ya contemplan el sacrificio del Calvario (Romanos 3:25).