David (6)

Betsabé (continuación)

El corazón de David está puesto al desnudo, el mal es juzgado hasta las raíces y puede decir: “Vuélveme el gozo de tu salvación”. Dios perdona, Dios restaura; David vuelve a gozar la comunión con el Señor, pero bajo el gobierno de Dios, es dado el castigo.

Los siervos se maravillan, pero David les muestra su fe, su fe en la resurrección. Puede consolar a Betsabé y Jehová da su aprobación sobre la restauración de su siervo otorgándole un hijo que será su heredero, el rey de gloria, Jedidias: el muy amado de Jehová.

Nuestros corazones experimentan grandes dificultades en concebir la restauración completa de un hermano caído; pero la Palabra nos hace ver que, si las consecuencias terrenales del pecado cometido siguen subsistiendo y el discernimiento espiritual rebajado, el alma, sin embargo, puede recobrar la luz y el gozo de su Señor al haber habido un profundo enjuiciamiento de si mismo.

Sigue David en su administración como rey de Israel y hasta podrá decir: “Enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a Ti” (Salmo 51). Escribirá más salmos todavía y podrá aparejar todo lo que se necesitará para la edificación del templo de Jehová. No cerrará los ojos sino después de haber visto a Salomón establecido en el trono de Israel.

Es la gracia, esta gracia que con tantas dificultades concebimos para nosotros y menos aún para los demás. Más si la gracia restaura, el gobierno de Dios permanece inexorable.

De aquí en adelante “no se apartará jamás de tu casa la espada”, y la corrupción se manifestará en plena luz en su propia familia. David dará la prueba de la restauración de su alma, aceptando estos castigos sucesivos, humilde y silenciosamente.

Absalón

Hijo de Maaca, Absalón tenía una hermana, Tamar (2 Samuel 13). La joven era atrayente, dispuesta a prestar servicio; pero si hubiera estado cerca de Dios, ¿se habría dejado arrastrar inconscientemente a la caída que la deshonró? Dina, la hija de Jacob (Génesis 34), no se daba cuenta de las consecuencias que tendría una visita de cortesía en Siquem; pero Dios lo sabía.

Cuánto importa velar y estar en comunión con el Señor antes de aceptar una invitación o una proposición cualquiera. Se puede actuar en la inocencia del corazón sin entrever las consecuencias que le puede acarrear; pero el Señor las conoce de antemano y puede guardar también a la persona que verdaderamente confía en él.

Amnón tenía un amigo llamado Jonadab, un sobrino de David, primo suyo. Ese amigo, en vez de serle una ayuda, emplea, toda su habilidad para llevarlo al mal. Cuando dos años después, Absalón quiere matar a su hermano Amnón, Jonadab, al corriente del complot, no le advierte a su querido amigo Amnón. Hay amigos fieles que nos pueden ser de gran socorro, pero los hay que son pérfidos. En esto también velemos.

¡Cuántos frutos amargos tuvo la conducta de Amnón y de Tamar! La joven quedó “desconsolada”. El rey David “se enojó mucho”. Absalón “aborrecía a Amnon”. Todo esto y muchas otras miserias habrían podido ser evitadas de haber sido David más firme con sus hijos. Cuando Amnón fingió estar enfermo, lo había ido a ver sin desconfiar nada. Después del escándalo David está muy enojado, pero no aplica ninguna sanción.

Más tarde dejará escapar a Absalón al castigo que su crimen merecía, y David llegará hasta besarlo. Una cierta incapacidad de discernimiento se manifiesta en él, tal vez a consecuencia de su propio pecado. No se da cuenta de las maquinaciones de Absalón cuando este convidaba a su hermano Amnón (cap. 13:27) o cuando fingía ir a Hebrón para pagar los votos que había prometido a Jehová (cap. 15:7).

Hoy día, padres e hijos tienen quizás mayor libertad recíproca, más confianza, más contacto que otrora, pero esto no ha de disminuir la autoridad firme y suave a la vez que los padres deben ejercer en su familia.

La falta de firmeza en el momento necesario puede acarrear tristes consecuencias. Acordémonos del sacerdote Elí y de sus hijos (1 Samuel 2).

Once años habían transcurrido después de la desgracia ocurrida a Tamar. Dos años después Absalón había hecho matar a su hermano Amnón y durante tres años se había refugiado en Gesur en casa de su abuelo. De vuelta a Jerusalén, permanece dos años sin ver a su padre. Al final este, cediendo a las instancias de Joab y oyendo a su propio corazón, recibe a su hijo y lo besa.

¡Cuán distinto es ese beso al que el padre da al hijo pródigo cuando vuelve a su casa!, confesando: “Padre, he pecado contra el cielo, y contra ti…”. No se halla nada de esto en Absalón. Vuelve altivo, ambicioso, sin haber juzgado en lo más mínimo el crimen que ha cometido. De haber mostrado firmeza y dependencia de Dios, David nunca lo hubiera debido recibir en tal estado.

Durante cuatro años (2 Samuel 15-19), Absalón con sus intrigas roba el corazón de los de Israel, luego cuando juzga el momento propicio, engaña a su padre, congrega en Hebrón cantidad de personas de influencia, muchos de los cuales ignoraban de lo que se trataba, y se hace proclamar rey.

David debía tener unos sesenta y cinco años. Hacia ya doce o trece años que Urías había muerto; el castigo todavía se hacía sentir, no se apartaba la espada de su casa, y la corrupción se manifestaba en plena luz.

Para salvar la ciudad de Jerusalén, decide huir aceptando de la mano de Dios esta nueva prueba. “Si yo hallare gracia ante los ojos de Jehová, él hará que vuelva… Y si dijere: No me complazco en ti; aquí estoy, haga de mí lo que bien le pareciere”.

Baja la cabeza ante la disciplina divina y cuando un poco más tarde Simei lo maldecirá tirándole piedras y calumniándole, David lo aceptará todo de la mano de Dios; diciendo: “Dejadle que maldiga, pues Jehová se lo ha dicho. Quizás mirará Jehová mi aflicción; y me dará Jehová bien por sus maldiciones de hoy”.

David es anciano ya, está cansado del camino, y una prueba más dura lo espera todavía. En la batalla que tuvo lugar en el bosque de Efraín, los hombres de Israel son vencidos por los siervos de David. Absalón, preso entre las ramas de un alcornoque, es muerto por Joab.

Dolor conmovedor del anciano padre, quien, cubierto el rostro, clamaba en alta voz: “¡Hijo mío Absalón, Absalón, hijo mío, hijo mío!, quien me diera que muriera yo en lugar de ti…”. Esta vez su corazón es quebrantado, porque amaba profundamente a ese hijo rebelde y le cuesta terriblemente aceptar su muerte de la mano de Dios.