Pasemos ahora al capítulo 14 de Juan. Aquí tenemos la verdad sobre la doctrina del Espíritu Santo más profundamente tratada. “Y yo rogaré al Padre” dice el Señor Jesús, “y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros… Mas el Consolador, el Espíritu Santo, quien el, Padre enviará en mí nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:16-17, 26).
La palabra “Consolador” o “Paráclito”, significa una persona encargada de administrar nuestros asuntos, como morando con nosotros; uno que nos fortalece en nuestras pruebas, que nos gafa en nuestras dificultades, que nos da a conocer a nuestro Señor ausente; en una palabra, uno que vela por nuestros intereses. Es difícil concebir la idea de que alguien, que asiduamente estudia las Escrituras, haya podido entender las palabras de nuestro Señor acerca de esta persona Divina simplemente como una influencia espiritual, un don o poder. Es verdad que el Espíritu Santo actúa todavía en distintas formas como siempre lo ha hecho, y que debemos orar para que su obra continúe tanto para el bien de los creyentes como para el de los pecadores, pero es un grave error el orar para que este sea enviado cuando realmente ya está aquí. De la misma manera los discípulos hubieran cometido un error al orar para que el Padre enviara a Cristo cuando él estaba entre ellos. Sabemos que como el espíritu Santo no se ha humanado, el mundo no puede conocerle, ni recibirle. No puede ser visto por el mundo, como lo fue Cristo. Pero es la fe la que reconoce Su presencia tanto en el creyente como en la Asamblea de Dios. ¿Puede haber algo más sencillo que las mismas palabras del Señor? “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi Nombre”. En ninguna manera significan estas palabras la mera influencia del Espíritu, sino más bien describen a una verdadera Persona que ha de morar con los discípulos para siempre. Esta Persona, además de habitar con ellos, había de morar en ellos, a fin de enseñarles todas las cosas y recordarles lo que el Señor les había dicho. He aquí el valor y la importancia de aquel solemne precepto: “Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30).
Leemos además en el capítulo 15: “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviare del padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio” (v. 26-27). En el capítulo 14, el Señor asegura a los discípulos que el Consolador a quien el Padre habría de enviar en su nombre, no solamente les enseñaría todas las cosas, sino que también les haría recordar lo que él les había dicho. Pero en este capítulo, su obra tiene otro aspecto: “El, dará testimonio acerca de mí”. El testifica de Cristo como del Hombre glorificado en el cielo. Procede, de1 Hijo, como enviado por Este, como está escrito: “A quien yo os enviaré del Padre”. En el capítulo 14 habla de él como enviado por el Padre en el nombre de Cristo: “A quien el Padre enviará el mi nombre” (v. 26). Tenían también los discípulos que dar testimonio de él, porque con él habían estado desde el principio.
Así que el Espíritu Santo, testificando acerca de Cristo en su gloria celestial, y los discípulos, acerca de su gloria en la tierra, se unen para dar un testimonio santo y poderoso para la gloria incomparable del Hijo del Hombre en el cielo.
En el capítulo 16, el Señor cambia completamente la base concerniente a la misión del Espíritu Santo. Aquí trata de la gran bendición de los discípulos: “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros; mas si me fuere os lo enviaré” (v. 7). En el capítulo 14 el Señor habla a los discípulos de Su conveniencia de irse. Les dice de un modo tierno y conmovedor: “Si me amareis, os habríais regocijado, porque he dicho que voy al Padre”, como diciéndoles, “si me amareis suficientemente…”. No era cuestión de un amor superficial, pero sí, que su amor hacia él fuera tan profundo, que sintieran verdadero regocijo porque él se iba al Padre. ¡Qué súplica! ¡Qué consoladoras serían estas palabras salidas de labios de un amigo moribundo! «Si me amaras, ciertamente, te regocijarías en mi partida para estar con Cristo que es mucho mejor».
Una escena que nunca olvidaremos y que vale la pena recordar es esta:
–Papá ¿me dejarías que me adelantara para ir a Jesús?… Tú también pronto irás.
¡Así decía una queridísima hija a su padre en los últimos momentos de su vida mientras sus familiares rodeaban el lecho de muerte! Había cumplido diecinueve años y era la predilecta del hogar. Cuando ya sus párpados parecían cerrarse para siempre, alguien exclamó: “¡Se ha ido!”. El padre sollozando desesperadamente, se desvaneció en una silla. La agonizante niña se turbó por la desesperación de su padre. Pero el Señor le dio aquellas palabras que a la vez de servirle de suave reprimenda proporcionaron un gran consuelo al corazón del atribulado padre.
Entonces pasó a dormir en el Señor. ¡Qué victoria! ¡Qué triunfo sobre la muerte, sobre la debilidad de nuestra naturaleza y el éxito temporal del enemigo! ¡Qué hermosa lección para nosotros! El Señor iba a dejar una escena de humillación y profunda tristeza. Se acercaba el momento de ascender de la cruz con todo su vituperio y sufrimientos la presencia de Dios su Padre, a la mansión del amor y gloria. Si los discípulos de manera similar hubieran podido contemplar la partida del Señor se hubieran regocijado, aun con lágrimas. ¡Cuán bueno sería si nosotros del mismo modo pudiéramos sobreponernos a las dificultades de la naturaleza y contemplar a nuestro ser querido fallecido como estando ya “con Cristo, que es mucho mejor!”.
Pero aquí en el capítulo 16, está el beneficio invertido. Era de provecho para los discípulos que el Señor se fuera. Así dice: “Os conviene que yo me vaya”. A pesar del temor que ellos sentían, a pesar de lo turbados y confusos que estaban, Su partida habría de servirles de provecho. ¿Cómo podría suceder esto, siendo así que los discípulos eran débiles e impotentes? El mismo Señor les explica la dificultad. “Porque si yo no me fuere, el Consolador, no vendría a vosotros mas si me fuere, os lo enviaré” (v. 7). La venida del Espíritu Santo, el Consolador, el “Paráclito” en persona, ésta es la explicación. El habría de “guiar, dirigir, corregir, sostener y confortarlos y habría de estar con ellos para siempre”. Había de sustituir a Jesús cuando él partiera. Una vez terminada la obra de redención y Cristo fuera glorificado, la bendición, comunión y testimonio de los discípulos habrían de ser indescriptibles.
Pero Cristo debe ascender a fin de que el Espíritu Santo pueda descender. Y así sucedió. Por tanto, leemos, que él es “enviado”, que “viene”, que “mora en ellos”, y “con ellos”. Él, de una manera santa y bendita, revela a sus corazones acongojados, la obra terminada y la Persona glorificada de su Señor exaltado. En el está el poder de congregarlos en el nombre de Cristo como su centro, y el de unir sus almas en vínculo santo con El en la gloria celestial. Y ahora, todo el mundo puede ver que ellos se gozan en la luz, ejercitan un poder y manifiestan, un valor que nunca habían conocido.