Pasa ahora por nuestra mente un pensamiento solemne: el de «registro de miembros», registro que hemos venido usando desde hace tiempo. Pero ¡cuántos miembros cuyos nombres aparecen allí, y que nunca han experimentado el bautismo del Espíritu! Si El que anda en medio de los siete candeleros, y que tiene en Su diestra las siete estrellas examinara los registros de nuestras congregaciones, ¿no serían borrados muchos nombres del así llamado “libro de la vida”? En este libro, nadie que no tenga la nueva vida en Cristo puede tener su nombre escrito allí. Pero, lastimosamente, en la mayoría de los casos se inscriben los nombres en aquellos registros simplemente por mero formalismo. ¡Pensamiento solemne, abrumador y que lacera el corazón!
¿Qué debe hacerse? ¿Cómo romper el sueño fatal? Están engañados y engañan, aunque pueden hacerlo sin intención. El formalismo los ciega y a la vez, les sirve de trampa. Son mil veces más inaccesibles que los que son profanos y descuidados abiertamente. Como antiguamente, los publícanos y pecadores entran en el reino de Dios antes que el profesante nominal. Están guarnecidos con formas inanimadas, con la esperanza de que al fin todo saldrá bien, aun cuando están de lleno en el mundo. De nuevo clamamos con todo el pesar del alma, ¿qué debe hacerse?
Si la parábola de las doce vírgenes representa el estado de la Iglesia profesante tal como el Señor la ve, es esta una lámina verdaderamente triste. Tenemos que aceptar Su juicio y recibirlo por fe, aunque no lo veamos como El lo ve. Pero ¿dónde estriba la responsabilidad? Sin duda que descansa en los profesantes, aunque no solo en ellos. Preguntamos: ¿Ha hecho cada verdadero creyente todo lo que ha podido a fin de despertarles y darles un aviso? Nadie diga, “no tengo don”. Esta excusa no serviría. Tenemos gracia y esto constituye nuestra responsabilidad. “A cada uno de nosotros es dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (v. 7), y las tétricas realidades presentadas por el Señor deben mover cada corazón y hacer testificar toda lengua. Muchos de nuestros respetables vecinos que profesan ser cristianos, ni están perdonados ni mucho menos salvos. No tienen aceite en sus lámparas. Nunca han renacido. El Espíritu Santo no mora en ellos. Están descendiendo de esta vida, con todas las comodidades que ella les brinda, a aquel lugar de ayes eternos. De nuevo digamos, ¿qué se debe hacer?
¡Oh, bendito Señor! Despierta a tu pueblo, para que se vista de fortaleza, para que se vista de valor, de energía y celo en la obra tan grande y necesaria, la obra de avivamiento, de evangelización.
Meditemos de nuevo en nuestra lección primordial y positiva, la relacionada con el asunto de la vocación del cristiano, “la unidad del Espíritu”.
Pero muchos preguntarán: ¿Qué tengo que hacer para guardar esta unidad? Veo que está ya hecha, ¿cómo guardarla entonces? Es esta una pregunta importante, y la que nos atañe más que cualquier otra. La contestación sería: Reuniéndonos para el partimiento del pan, oración, etc. en el Nombre del Señor Jesús, y por el poder del Espíritu Santo. Ninguna asamblea puede expresar esta unidad a menos que el Espíritu que la forma tenga Su sitio de soberana dirección en ella. Esto no significa una mera unidad de cristianos, sino la unidad del Espíritu.
“Guardar” una cosa es adherirse bien a ella, por eso tenemos que adherimos bien a la verdad, en este asunto, como Dios la ha revelado. En otras palabras, tenemos que “guardar” el plan de Dios acerca de la Iglesia, y no hacer uno nosotros mismos. Es de suponer que haya oposición y pruebas al hacerlo, pues somos exhortados a ser solícitos en guardarlo.
Y recuerda, alma mía, que tienes que hacer esto con toda diligencia, y a todo costo. Dios ha formado esta unidad para la gloria de Cristo. Sea este tu objeto, y la luz de un cielo despejado alumbrará todo tu camino.
Tu alma hallará descanso, paz y bendición indecible por esto se llama “el vínculo de la paz”. Los miembros del cuerpo de Cristo deben estar caracterizados por un espíritu de alegría, de paz y descanso. Individualmente, tenemos paz para con Dios por la sangre del Cordero, pero la de aquí se refiere a la paz entre nosotros.
Ocúpate, pues, en ser honesto y serio en este aspecto de tu vocación. Esfuérzate en mantener y manifestar prácticamente la unidad del Espíritu. Ningún otro punto de tu posición requeriría solemnemente más atención que este. Con él está relacionada la gloria de Dios, el honor de Cristo como Hombre exaltado y tu propia bendición. Además, es la gran verdad característica de esta dispensación. A menos que comprendamos bien esta verdad estaremos en confusión sobre muchas otras. De aquí la razón por la cual todos los cristianos son exhortados a poner en práctica el principio de esta unidad, que hay en el Cuerpo de Cristo.
No cabe duda de que, cuando Cristo estaba aquí, el objeto principal de Satanás era el de expulsarlo de la tierra. Pero ¡qué maravilla!, aunque Cristo fue crucificado, Satanás fracasó en su tentativa. Todavía Cristo está aquí en los miembros de Su Cuerpo, y ellos están ahora en el cielo en El su Cabeza. Esta gran verdad está basada en la doctrina de la unidad del Espíritu. Fue revelada por el mismo Señor desde los cielos abiertos. Cuando Saulo recorría el camino hacia Damasco, fue detenido por estas palabras: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4-5). Aquí el Señor habla de Sí mismo como identificado con Su pueblo en la tierra. No hay palabras para expresar de un modo más enérgico y a la vez tierno la realidad de esta unión: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”.
Estas palabras de simpatía y tierno amor para con Sus pobres santos, obraban con irresistible poder en el feroz perseguidor. Cayó a tierra, pudiendo advertir su propia insignificancia. Pero allí se encontró con la gracia y fue hecho nueva criatura en Cristo Jesús. Como dijo después: “Fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habían de creer en él para vida eterna” (1 Timoteo 1:16). El es el hombre modelo, tanto en la misericordia manifestada para con el primero de los pecadores, como en los privilegios y bendiciones de los santos. De esta manera extraordinaria, Pablo llegó a ser el vaso escogido y preparado para la nueva revelación. Conoció su carácter celestial. Había sido convertido por una palabra que contiene en germen todo lo que fue después revelado. Su vida fue consagrada a ello y por esto podía decir: “Para mí el vivir es Cristo”.
Si hemos entendido la mente del Señor, así revelada desde la gloria, no tendremos ninguna dificultad en “guardar la unidad del Espíritu”, o en mantener prácticamente, cuando nos reunamos, el principio del “un solo cuerpo”. Será pues, nuestro gozo más profundo y nuestro privilegio más alto en la tierra, aunque con mucha prueba; pero todo tiene que ceder su puesto ante esta verdad.
Las amistades más queridas, las asociaciones más viejas o los parentescos más sagrados, no serían obstáculos para ser “solícitos a guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”. Nunca, quizá, habríamos sentido más hondamente el afecto hacia nuestros amigos y familiares, pero aquella palabra tierna del Señor en la gloria celestial, y la exhortación del Espíritu Santo en la epístola, sobrepujan a todo esto. Vemos ahora la voluntad del Señor y tenemos que seguirla. El estar más cerca de Su corazón y más íntimamente conectado con Su gloria, es lo que constituye la base de nuestro homenaje hacia Él. Tan pronto sigamos este camino en fe y amor hacia Él, sentiremos sus ricas bendiciones en nuestras almas. Cristo es honrado, Su palabra obedecida, el Espíritu Santo no contristado, y ¿quién será capaz de hablar de las bendiciones que seguirán luego? La persona y la obra de Cristo serán ahora ministradas al alma por el Espíritu Santo, de un modo antes no conocido, y la Palabra de Dios será entendida bajo un nuevo punto de vista. Estamos donde Cristo está, y donde alumbra la luz. “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mateo 18:20). Aquí tenemos a Cristo como el centro, y al Espíritu Santo como el poder que nos atrae a ese centro. No dice, donde dos o tres se reúnen o se congregan, pero, sí, donde dos o tres “están congregados”. El Espíritu Santo es el poder que congrega hacia Cristo como el centro.
¡Qué tema para tu meditación, alma mía! Medita aquí, regocíjate reflexionando paciente y minuciosamente todos los pormenores de este gran asunto. Es tu vocación es lo que tu Señor pide de ti. Personalmente, Él está en el cielo y tú sobre la tierra; pero Él desea que sepas y reconozcas los misterios de aquella unión que hace de la Cabeza y los miembros “un solo cuerpo”, “un nuevo hombre”. ¡Oh, maravillosa verdad, tan bendita y misteriosa! ¿Qué más puede anhelar tu corazón? ¿Qué más puede agradar el corazón de tu Señor, como verte poniéndola en práctica para la gloria de Su gran Nombre?
Pero ten en mente que, como cuestión moral, ésta es mucho más profunda que como cuestión eclesiástica. En ella están resumidos el amor de Cristo, los resultados de Su obra expiatoria y nuestra unidad con El. Sus palabras revelan un amor tan profundo y tierno que el corazón se extasía deleitándose. Es como si Él hubiera dicho: Moro todavía en la tierra en mis miembros, no puedo abandonarlos, tengo que volver donde están ellos, y permanecer con ellos en espíritu, hasta aquel feliz día cuando todos estarán conmigo en persona. Todo eso se dice claramente en Juan 14:18: “No os dejaré huérfanos: vendré a vosotros”. ¡Basta, oh, bendito Señor! Permite que por Tu gracia podamos comprender la profundidad de Tu amor hacia nosotros. ¡Que tu deleite en nosotros sobrepuje al entendimiento!