Meditaciones sobre la vocación del cristiano (3)

Ahora trataremos los dos aspectos importantes de la unidad del Espíritu o la Iglesia de Dios. Estos son: que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y que es la morada de Dios por el Espíritu. Estas son, sin duda alguna, las supremas verdades reveladas al hombre y las que proporcionan más ricas bendiciones a su alma. Quiera el Señor que podamos meditar con fe y obedecer de todo corazón a la verdad. En primer lugar, consideraremos la Iglesia como el cuerpo de Cristo.

Los siguientes pasajes, como muchos otros, especifican esta verdad de un modo muy sencillo: “Sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:22-23). “Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo” (1 Corintios 12:12). Nótese aquí la última cláusula de este versículo, “así también Cristo”. De acuerdo con la primera parte del versículo, debiera ser, “así también la Iglesia”. Pero el Espíritu Santo se complace, aun cuando parezca extraño, llamar al cuerpo, “Cristo”. ¿Podría haber algo que expresara más eficazmente la perfecta similaridad entre Cristo y Su pueblo? ¡Imposible!

Pero, para la formación de “la Iglesia que es su cuerpo”, era de imprescindible necesidad el que Cristo como hombre morara en el cielo, y que el Espíritu Santo habitara en la tierra. ¡Qué tema para nuestra meditación encierran estas dos verdades del Nuevo Testamento! Vienen a nuestra mente los temas tan significantes de la encarnación, crucifixión, resurrección y ascensión.

Conociendo estas verdades conoceremos el cristianismo y los propósitos de Dios para con su Iglesia.

Fue mucho más fácil para Dios fundar el mundo que formar la Iglesia. A pesar de esto, el hombre pretende edificar una iglesia, y formular leyes para su culto de adoración. Sería igual pretensión si tratara de introducir un nuevo medio de salvación, puesto que tanto el uno como el otro están muy claramente revelados en las Escrituras.

Cuando Dios hizo el mundo, “él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió” (Salmo 33:9). Pero antes de que la Iglesia fuera constituida, Su Amado Hijo tuvo que ser juzgado, y Dios glorificado. Las barreras que el mismo Dios había levantado, y las distinciones que por mucho tiempo habían existido entre los judíos y los gentiles, tuvieron que desaparecer. La pared intermedia de separación tuvo que ser derribada (Efesios 2:14).

Cuando fue terminada Su grandiosa obra, el Cristo resucitado ascendió a lo alto y se sentó como Hombre glorificado, a la diestra de Dios en el cielo, teniendo todas las cosas bajo Su potestad. Como consecuencia de esto, el Espíritu Santo descendió a formar el Cuerpo sobre la tierra. Ahora, la Cabeza en el cielo y los miembros en la tierra, unidos por el Espíritu Santo, forman un solo Cuerpo. Hay “un Cuerpo y un Espíritu” (v. 4).

Esta es la gran verdad del cristianismo: la formación del cuerpo de Cristo. Pero debes, ¡oh alma mía!, meditar en primer término y muy especialmente en el aspecto celestial de esta verdad. Conocer a Cristo como el Hombre glorificado, es el único medio de conocer su Cuerpo en la tierra. Esto dará a tu vocación un poder y un carácter más elevado. Piensa que Cristo ha llevado Su humanidad en Su propia persona al trono de Dios en el cielo. Es este, sin duda alguna, el acontecimiento más estupendo que aparece en la verdad revelada. El Hijo de Dios, sentado allí, debe ser el único objeto de anhelo, gozo y santa adoración del cristiano. Pero esta verdad, aunque parezca maravillosa, fue necesaria para la formación de la Iglesia de Dios. Tenía que existir una Cabeza en el cielo, antes de haber un Cuerpo sobre la tierra. Y Cristo mismo no pudo ocupar ese lugar antes de terminar la gran obra de la Cruz. Así dice Él mismo en Juan 12:24: “De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto”. Es en la resurrección donde Cristo recoge el fruto de Su obra. También leemos en Efesios 1:19-23: “Y cuál la supereminente grandeza de su poder… la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y, autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo”. Así que, podemos ver que Cristo no vino a ser cabeza de la Iglesia, antes que la obra de redención fuera consumada, que resucitara de entre los muertos, y se hubiera sentado a la diestra de Dios en el cielo. Debemos notar que no dice, la Cabeza sobre la Iglesia, pero sí, “la Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo”.

Antiguamente, cuando el judaísmo tenía la aprobación de Dios, la Iglesia no existía. El pueblo de Israel fue separado de las demás naciones y protegido por ritos, ceremonias y la ley moral. Hubiera sido un pecado contra Dios el que un judío tuviera comunión con un gentil. Aun en el tiempo del Señor prevalecía esta misma distinción. A los discípulos no se les permitía ir por el camino de los gentiles y entrar en ciudad de samaritanos (Mateo 10:5). Los pasajes sobre el centurión (Mateo 8:5-13) y sobre la mujer sirofenisa nos presentan una magnífica ilustración de esta distinción. Examinemos el caso de la mujer. Cuando se dirigió al Señor como “Hijo de David”, él no pudo acceder a sus ruegos, puesto que solamente a Abraham y a su simiente fueron hechas las promesas. Como una gentil, ella no tenía ni títulos ni derechos a los privilegios de Israel. Pero tan pronto como ella reconoce su verdadera posición de gentil y le ruega como “Señor”, él, con todo el esplendor de la majestad de Su gracia, pasa los límites del pacto judaico y bendice a la pobre gentil de acuerdo con la magnitud de Su misericordia. “Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres” (Mateo 15:28).

No habría palabras para describir la misericordia del Señor hacia la pobre gentil, y Su fidelidad al pacto de Dios con Israel. Aunque aparentemente le vemos tratándola con indiferencia, Su incomparable amor la atrae más a él. Los discípulos deseaban deshacerse de ella, pero no así el Señor, que pacientemente aguardaba que esta bajara a su nivel de gentil. Así como fue de provecho para aquella mujer, lo es también para nosotros; el Señor aguarde pacientemente hasta que nosotros aprendamos y confesemos lo que realmente somos. Es esta la única base de bendiciones sin límites. El Señor es verídico y real, y hará que nosotros también lo seamos. No es una cuestión de que no seamos malos: pero, sí, verdaderos ante Dios. ¡Con cuánta ansiedad esperamos muchas veces bendiciones, que no recibimos por falta de veracidad! ¡Bendito Señor! Permite concédenos honradez en Tu presencia sin reservas ni excepciones a fin de que nuestras almas sean colmadas de Tus más ricas bendiciones.

El cambio en el modo de obrar de Dios con el pueblo judío tanto como con el pueblo gentil, fue efectuado por la obra de la Cruz, pues hasta entonces su modo de actuar con el hombre era casi igual. Aunque por miles de años la historia del mundo había pasado, Dios, no obstante, “habitaba en la oscuridad” (2 Crónicas 6:1). El velo permaneció intacto. El mostró Su gracia y Su misericordia a Adán, dio Sus promesas a Abraham, y a Israel la ley; pero todos estos cambios que tuvieron lugar en el cielo, así como también en la tierra, aguardaban el glorioso acontecimiento de la Cruz. Efesios 2 es la base fundamental de esta nueva verdad. “Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades” (v. 13-16).