Meditaciones sobre la vocación del cristiano (6)

Habiendo intentado de aclarar los conceptos sobre el tema de la presencia personal del Espíritu Santo tal como lo presenta nuestro Señor en los capítulos 7, 14, 15 y 16 de Juan, volvemos de nuevo a considerar el asunto de la Iglesia como «La Morada de Dios por el Espíritu». No sería posible llegar a una conclusión satisfactoria respecto a este tema sin tener conocimiento del primero. Es la presencia del Espíritu Santo, debidamente reconocida, la que constituye una asamblea de creyentes como la morada de Dios. Ningún grupo de cristianos, que no reconoce escrituralmente la presencia de Dios por el Espíritu Santo puede caracterizarse como siendo su asamblea, aun cuando sea sano en doctrina, rico en dones, piadoso y sincero en sus actuaciones. Indudablemente como individuos, pertenecen a la Iglesia de Dios y son miembros del cuerpo de Cristo, pero como asamblea, no ocupan la posición de la Iglesia. Recuerda esta gran verdad, alma mía. Donde la presencia especial del Espíritu Santo en Persona, no se reconoce ni se obedece, no es posible que exista la verdadera expresión de la Iglesia de Dios, pues es este el único poder congregador, edificador y sustentador de la Iglesia. Sin la unión por medio de su presencia, una asamblea permanece reunida como creyentes individuales. Es este el punto decisivo de si una asamblea es meramente una asociación de cristianos, o una verdadera expresión de la Iglesia de Dios. Pero antes de seguir adelante, debemos hacer notar que las palabras “asamblea”, e “iglesia” significan lo mismo. Sustituyendo la palabra “asamblea” por “iglesia” en las Escrituras, su significación será más clara.

No importa cuan pocos sean aquellos que están reunidos en el nombre del Señor Jesús, si la presencia, autoridad y soberana, dirección del Espíritu Santo son reconocidas por ellos, es allí donde existe el verdadero principio y la expresión de la Iglesia, la morada de Dios, el sitio en el cual se complace él en habitar. No porque haya más valor en ellos que en otros; no, sino por la importancia de Aquel en cuyo Nombre están congregados. Ahora que él está ausente, nos reunimos en su Nombre. “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Pero notemos la plenitud de la expresión “mi nombre”. No es meramente el nombre de Jesús, Cristo o Señor, pero sí lo que soy, todo lo que soy. ¡Bendito Señor!, exclamamos venerablemente, ¡qué recurso en el día malo! ¡Qué carácter, da tu Nombre a la asamblea! ¡Qué bendición a cada miembro! ¡Qué centro para aquellos a quienes el mundo considera insignificantes! y reconocer que estamos congregados, unidos y eternalmente identificados con ese Centro, trae verdadera paz al alma.

¡Cuán maravillosa es esta verdad, la más rica en bendiciones! ¡Cuán feliz idea! Es esta la porción de todos tus santos, conozcan o no esta verdad. Pero, ¿qué de las atracciones de ese Nombre? ¿Qué de su poder? Conmueve los corazones de aquellos que así le conocen para congregarse hacia su Nombre ahora, de la misma manera que todos los redimidos se congregarán alrededor de su persona en la gloria.

Una vez terminada la Redención, el pecado ha desaparecido, Dios es glorificado, el Hijo del Hombre está en el cielo, y su nombre es honrado en la tierra. Ahora Dios puede morar con el hombre. Pero recuerda, que toda la atracción es hacia aquel Nombre solamente. Sin el Nombre de Cristo como el único centro, ni el edificio más bello, ni los servicios más esplendorosos, ni la congregación más inteligente, y ni aun el sitio más venerado, podrían mostrar atracción alguna a Dios.

Por el contrario, un grupo de creyentes, humildes y sencillos se reúnen en cualquier sitio, no importa cuan humilde sea este, el Señor Jesucristo es su único centro, y están allí ellos congregados en su Nombre. Pueden estos entre sí, poseer diferentes cualidades, dones distintos, pero es allí donde están reunidos la mañana de cada domingo, atraídos por el interés hacia ese, su Nombre. Supongamos que haya veinte, por fe, habrá veintiuno. El mismo Señor

está allí, la dulce dirección de su presencia se deja sentir en nuestros espíritus. Es esta una cosa real, santa y bendita. No solo por la Palabra tenemos la certidumbre de que está con nosotros sino tenemos también el testimonio por su Espíritu.

Las promesas de un amor superior a la muerte se presentan ante nuestra vista. “Recordadme”, es su humilde, pero conmovedora súplica. No nos pide que asociemos la memoria de su Nombre con la gloria de este mundo, pero sí que meditemos, que pensemos en él. “Recordadme”, sí, «recordadme en las profundidades, conocedme en las alturas. Pasad conmigo en el Espíritu, a través de las aguas, donde el alga se enredó a mi cabeza» (Jonás 2:5). «No podría daros mayor prueba de mi amor. Ascended conmigo a las alturas resplandecientes del cielo, a mi hogar y al vuestro». De este modo el Espíritu guía, de esta manera el alma se deleita en un Cristo perfecto. La cabeza está ungida con el aceite más fragante, y la copa rebosante con el vino más exquisito. Pero, inquiere, alma mía, ¿Vendrá a esta fiesta Dios el Padre? Esta fiesta es superior a las demás en la cual se deleita su alma. La mesa está puesta en el mismo escenario donde él fue glorificado, por medio de la profunda humillación y cruentos sufrimientos de su Hijo amado. Él glorificó a Dios y borró el pecado de un modo tan perfecto, que en honor a su gran obra, Dios desciende y si pudiéramos decir así, exclama: «Aquí habitaré, este es mi reposo para siempre». “Jehová ha elegido a Sion; la quiso por habitación para sí. Este es para siempre el lugar de mi reposo; aquí habitaré, porque la he querido. Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan” (Salmo 132:13-15).

En esta fiesta, Dios está presente para dar testimonio de la magnificencia infinita de la obra de Cristo, y de su presencia a su diestra en el cielo. Y nosotros podemos agregar, en testimonio santo al poder de aquella preciosa sangre que nos ha limpiado de todo pecado. ¡Qué escena para la fe! El Espíritu guía. Puede ser por medio de un hermano que posea algún don o por alguno que se distinga especialmente por su espiritualidad; pero el Espíritu es soberano, es “el mismo el que da la clave”. “Él es el autor de paz en todas las iglesias de los santos”. Es el poder de adoración. El partimiento del pan se caracteriza por la alabanza y la acción de gracias. No hay que pedir nada cuando estamos a la mesa del Señor, pues de nada se ha olvidado; todo lo ha provisto, todo ha sido preparado por él. ¡Bendita fiesta real! Solamente podemos admirar y adorar. Es una fiesta espiritual.

Cuando el Espíritu así nos guía, Dios está siendo adorado en espíritu y en verdad. La alegría del cielo está probándose en la tierra. Desearíamos saber algunas veces si dicha adoración sería más agradable en el cielo. Recuerda esto, ¡oh alma mía!, es la expresión más profunda de tu adoración, y el acto más sagrado de tu vocación santa.

“Rasgase el velo” - hecha está eterna redención;
El alma pura y limpia ya no teme perdición.
El Salvador sentado está en alta majestad;
purgadas los pecados ya según la Santidad.
Entremos pues -  ¡oh adorad al Dios de amor y luz;
Las preces y las gracias dad en nombre de Jesús!

Ahora podrás ver, ¡oh alma mía!, y comprender mejor, lo que es “la casa o morada de Dios”, y además, lo que se entiende por “el partimiento del pan”. Y no debe extrañar la solemnidad peculiar con la ¡cual el apóstol hace un llamamiento a los corintios cuando actuaban éstos desordenadamente en la Iglesia. “¿No sabéis”, dice él, “que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno violare el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Corintios 3:16-17). Estas palabras son sencillas, pero solemnes y debemos tener en cuenta que aquí no describe lo que la Iglesia habrá de ser en el futuro sino lo que es actualmente. ¡Qué llamamiento más solemne a nuestra santidad inspiran estas verdades! Dios desea “la verdad en lo íntimo”, y la conformidad a su voluntad en todas las cosas. ¿Podría haber algo más solemne y a la vez bendito? Indudablemente no habrá mayor privilegio ni bendiciones más ricas para un creyente después de su conversión, que las de reconocer su posición delante de la mesa del Señor, y la conexión de esta con respecto a la posición de la Asamblea, donde mora el Espíritu Santo.