Meditaciones sobre la vocación del cristiano (8)

Trataré de esclarecer del modo más sencillo posible la acción y el lugar del Espíritu. El Señor, contestando a Pedro después de su confesión en Mateo 16:16: “Tu eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, le dice: “Sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (v. 18). Podemos observar ahora que las piedras vivas estaban delante de él (o en su presencia); Pedro era una piedra viva, no obstante, estas piedras permanecían aún separadas. El edificio no se había empezado todavía, y no fue hasta después de la muerte, resurrección y glorificación de Cristo que las piedras vivas fueron juntamente edificadas.

Volvamos a los Hechos de los Apóstoles. En el primer capítulo encontramos que el Espíritu Santo no ha venido aún. Se recomienda a los discípulos que lo aguarden, asegurándoles que serían bautizados con el Espíritu Santo no muchos días después de esto y que recibirían la virtud del Espíritu Santo que vendría sobre ellos. En el capítulo 2 él desciende en poder manifestado. “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (v. 1-4).

Esto era “juntando en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” según la palabra del Señor en Juan 11:52. La Iglesia de Dios, podemos decir, está ahora constituida. El Espíritu Santo ha descendido, forma la unidad y ocupa su lugar, habitando allí para siempre. Ahora la Iglesia en realidad, tiene su existencia en la tierra. Los consejos de Dios desde la eternidad son realizados. El Espíritu Santo edifica la Iglesia de acuerdo con la palabra del Señor en Mateo 16: “Sobre esta roca edificaré mi Iglesia”.

Las piedras vivas se unen ahora. Se empieza el edificio, la casa de Dios. Los centenares de quienes habla el Nuevo Testamento son incorporados, formando un solo cuerpo. En aquella época eran principalmente judíos; los gentiles entraron más tarde (Hechos 10).

Pedro empieza inmediatamente a predicar a Cristo como Señor, pero con poder de lo alto. Estaba lleno del Espíritu Santo. Él audazmente recriminaba a los hijos de Israel de su culpabilidad en la crucifixión de su propio mesías; no obstante Dios le había levantado, exaltándole a su diestra en el cielo, y haciéndolo a la vez Señor y Cristo. Tres mil fueron convertidos y añadidos a la Iglesia principiante. “Así que, los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas. Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (v. 42-43). Este capítulo, maravilloso en detalles y tan digno de mención especial, termina con esta manifestación:

El Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos.

Ya la Iglesia está constituida, su edificación progresa, empieza su historia, ora considerada como el cuerpo de Cristo, o como la morada de Dios.

Ahora podrás ver, alma mía, por este simple bosquejo, que el Espíritu Santo primeramente forma la Iglesia y luego mora en ella. “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:13). Él sitúa los diferentes miembros en sitios distintos. “Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como él quiso” (v. 18). Habiendo de este modo formado el cuerpo y colocado los diferentes miembros en sus distintos sitios, él suministra a ella de la plenitud y la gloria de Cristo y le guía en todos sus movimientos.

Ahora podemos ver ambas cosas, el Espíritu en la Iglesia y en el creyente individualmente. Pues del mismo modo que reside en el cuerpo está en los miembros. El espíritu del hombre, morando en su cuerpo, lo guía y usa sus diferentes miembros, justamente porque está allí. Puede usar el ojo, el pie o el corazón. Pero sentía extraño oír una persona decir que el espíritu estaba en cada uno de los miembros y no en el cuerpo. De la misma manera el Espíritu Santo mora y actúa en el cuerpo de Cristo, siendo perfecto en sabiduría, amor y poder, mientras el espíritu del hombre es débil, egoísta y dado al error. La causa de la ceguedad en muchas mentes sobre este asunto es la ignorancia de “un cuerpo y un Espíritu”. Pero la Escritura es clara y nosotros que la poseemos somos responsables. “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo… el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere”.

Esta es la Iglesia y su unidad de acuerdo con la palabra de Dios. Este es el cuerpo, la esposa de Cristo y la morada de Dios por el Espíritu.

Permítame añadir ahora, que trate de entender bien esta gran verdad, pues son pocos los que parecen hacerla. No obstante, ha sido la verdad más importante ante Dios en la tierra durante los últimos dos mil años. Es el templo de Dios. Verdaderamente, este templo puede ser profanado por falsa doctrina, mundanalidad o inmoralidad, pero Dios mora en aquel que pertenece a Cristo. Su preciosa sangre ha hecho de esto un sitio digno de la presencia del mismo Dios.

Cuando pensamos en la Iglesia como el cuerpo de Cristo, su Esposa, y como una sola cosa en él, no nos maravilla que Dios more allí.

Debido al orgullo, codicia y horrible perversidad del hombre, la apariencia exterior ha cambiado por completo, pero todos los edificados sobre el fundamento de la roca están eternamente asegurados. Esa roca nunca se mueve. Las puertas del infierno nunca pueden prevalecer contra ella. Millares de cuerpos que pertenecen a Cristo yacen ahora en el sepulcro, las puertas del Hades se han cerrado para ellos. Pero vendrá el día cuando estas puertas, que por mucho tiempo han permanecido cerradas tendrán que abrirse. Todos los santos de Dios, desde Adán a nuestros días, resucitarán gloriosos y triunfantes. La mañana de la primera resurrección será la grandiosa declaración de la promesa del Señor a su Iglesia: “Y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”.