Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor
(Efesios 4:1-2).
La práctica del creyente, todo su camino y modales, se incluyen en lo que el apóstol aquí llama su vocación. La palabra tiene una profunda y vasta significación en este versículo. La exhortación se funda y procede de su posición en Cristo, y del estado de su corazón de acuerdo con esa bendita posición.
La práctica cristiana debe ser el reflejo de la posición cristiana; y sería bueno meditar debida, paciente y honestamente en lo que nos espera en el camino que ha sido trazado divinamente para todo cristiano. La exhortación nos viene de un Cristo resucitado. Está fundada en la redención consumada y en la gloria del Redentor. Es final. Tenemos que sostenernos en esta última revelación de Su voluntad. Pensamientos altivos y palabras orgullosas acerca de nuestra posición en un Cristo resucitado, solo serían una ofensa a otros si nuestra práctica en todas las cosas no estuviera de acuerdo con ella.
El apóstol escribe a los Efesios desde una cárcel en Roma. Esto es significante y característico. Estaba allí por la verdad, y especialmente por el testimonio que había llevado de las verdades benditas de esta epístola. Pero estuvo preso en el Señor. “Yo pues, preso en el Señor, os ruego”. Si nos separamos del mundo y testificamos contra él, se enojará con nosotros, se considerará insultado, y vengará el insulto. Esto es la verdadera base de toda persecución sea contra el niño en la familia o sea contra un testimonio público de Cristo y Su verdad. Pablo fue llevado del sitio del testimonio público a la cárcel, de la cárcel al patíbulo, y de este a Cristo en la gloria. Y esto no fue sino el camino natural para uno tan fiel.
¿Acaso ha mejorado el estado del mundo desde los días de Pablo? No; el mundo es el mismo, pero la Iglesia ha empeorado. Está ahora tan confundida con el mundo que sería difícil decir cuál es la Iglesia y cuál el mundo. Si los cristianos voluntariamente se mezclan con la gente mundana, tienen que esperar descender a su nivel. El mundo nunca podría ascender a donde debe estar la Iglesia. Pero actualmente, por lo general, lo que hace el mundo lo hace también la Iglesia profesante. Así no hay motivo para persecución. Por el contrario, todo es confusión, lo que las Escrituras llaman “Babilonia”, contra la cual amenazan los juicios más terribles de Dios, los que serán ejecutados pronto.
Los apóstoles y los cristianos primitivos vivían en marcada separación del mundo, y testificaron contra todos los intentos del enemigo de introducir "otro Evangelio". Así que, como consecuencia de estos vinieron sus pruebas y prisiones; pero estas eran cicatrices de honor.
Consistentemente con las verdades celestiales que estaba enseñando el gran apóstol, éste exhorta a los santos a “toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor”. Su propio estado individual era lo primero que ellos tenían que atender, esto es muy importante. Aquellos que son introducidos a tales privilegios y coronados con tantas bendiciones deben atender bien al espíritu de sus mentes y al comportamiento de todas sus acciones. A nadie en la tierra le conviene más ser humilde como a aquel que es poseedor de un tesoro celestial, y nadie debe andar en este mundo con más cuidado como los que llevan consigo este tesoro. “¿Ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros?” y otra vez, leemos: “A quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (1 Corintios 6:19; Colosenses 1:27). Indudablemente, nada es tan digno para uno tan ricamente bendecido, y vinculado con la gloria celestial, como el espíritu de humildad y mansedumbre. Después de todo, estos so naturalmente los frutos necesarios del Espíritu, y del goce de nuestros privilegios en la presencia de Dios.
Nada puede suplir la falta de mansedumbre y humildad en un cristiano. ¡Recuérdalo bien alma mía! El celo, la abnegación, la devoción son buenos; pero tu andar se dañaría irreparablemente sino fueras manso y humilde. Estas cualidades son indispensables en el verdadero carácter cristiano, no importa cuáles sean los dones poseídos. Sin ellas, seríamos muy poco parecidos a Él que era “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29).
Ahora pasamos, a estudiar lo que propiamente podríamos llamar la primera parte de la vocación del cristiano:
La unidad del Espíritu
Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vinculo de la paz
(Efesios 4:3).
Es claro que esta exhortación va dirigida a todos los cristianos y ocupa el primer lugar en esta gran declaración de la verdad, que es ahora el único terreno de servicio y adoración (v. 3-6). Esto es lo primero que debe ser examinado y llevado a efecto en la vocación del cristiano.
Pero alguno preguntará ¿qué es la unidad del Espíritu? Tiene esta una significación profunda y bendita, y para nosotros una aplicación muy extensa como la veremos luego en nuestras meditaciones. Pero a la vez, la pregunta puede ser contestada en pocas palabras: El Espíritu Santo une a todos los creyentes sobre la tierra en un solo cuerpo. El cuerpo por supuesto esta unido a Cristo, la cabeza glorificada en el cielo, por la presencia del Espíritu Santo sobre la tierra. Por eso se llama “la unidad del Espíritu”; y en Corintios “el bautismo del Espíritu” (1 Corintios 12:13). Es la unidad formada por el Espíritu. Y él, no solo la forma, sino que la sostiene. Nada ha perturbado, no puede, ni podrá perturbar esta perfecta unidad. Gracias a Dios, que está más allá del alcance del continuo fracaso del hombre.
Naturalmente, los creyentes que han partido para estar con Cristo pertenecen a Su cuerpo, pero aquí en este pasaje no se refiere a los tales. Es en la tierra donde somos exhortados a guardar esta unidad. Cuando Pablo durmió en Jesús, dejó de ser un ojo, oído o una mano en el cuerpo sobre la tierra; pero todavía pertenece al cuerpo de Cristo. Por la expresión: “Porque somos miembros de su cuerpo” (Efesios 5:30) entendemos incluir a todos los cristianos, ora vivos, o durmiendo en Jesús. En este versículo el Espíritu de Dios está hablando de la Iglesia gloriosa en el cielo, no de la unidad del Espíritu sobre la tierra. Pero siempre debemos tener en cuenta que, aunque el cuerpo así formado por el Espíritu está en la tierra, es celestial en todas sus relaciones. Pertenece al cielo, porque la Cabeza está allí, pero necesariamente está sobre la tierra porque el Espíritu Santo está aquí. Pablo, y todos los que han dormido en Jesús esperan “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13).
Pero espera, alma mía, y pesa, como en las balanzas del santuario, los resultados claros y obvios de esta gran verdad “la unidad del Espíritu”. Así, que, si eres un miembro del cuerpo de Cristo, has dejado de ser meramente «un cristiano individual». Es verdad, que tienes responsabilidades y bendiciones individuales, pero eres además miembro de un cuerpo, no solo por fe, sino por la morada del Espíritu Santo. ¡Oh, bendito Señor, qué vínculo, qué realidad que cercanía, qué unidad! Pero es así, por Tu gracia. Es bastante sencillo para la fe, aunque sea maravilloso y misterioso.
“Pero el que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17). Es esta verdad a la que se refiere en Juan 11:52: “Sino, también para congregar en uno (para que se juntase en uno) los hijos de Dios que estaban dispersos”. Fue uno de los objetos definidos de la muerte del Señor. Hasta el día de Pentecostés, los hijos de Dios eran meramente santos dispersos o individuales. Estaban preparados para el edificio, pero no “juntamente edificados” todavía. Esto tuvo efecto en el día de Pentecostés (Hechos 2). El Espíritu Santo descendió de la Cabeza glorificada en el cielo, y bautizó en un cuerpo a todos los santos sobre la tierra en aquel momento. “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo; sean judíos o griegos, sean esclavos o libres y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:13). Esto era el principio en hecho, aunque no en propósito, de la Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo, y este bautismo del Espíritu nos da nuestra verdadera membresía en la Iglesia y la única que durará para siempre.