Habiendo considerado, aunque brevemente, el asunto relacionado con la Iglesia como el Cuerpo de Cristo, pasemos a meditar por algunos momentos sobre esto, como la morada de Dios por el Espíritu.
Ambos aspectos de la Iglesia son de carácter práctico y bendito, y aparecen ilustrados en las Sagradas Escrituras. Son ambos por o en el Espíritu, y basados en la redención. 1 Corintios 12, y Efesios 1, 4 y 5 hablan claramente del primer aspecto, así como 1 Corintios 3, Efesios 2 y 1 Timoteo 3 del último.
La gran verdad práctica de ambos aspectos es el lugar que ocupa el Espíritu Santo en cada uno de ellos. Hasta tanto no se vea y se reconozca esto, no será posible formar un verdadero concepto de la Iglesia de Dios. Si el Espíritu Santo no ocupara su verdadero lugar, habría una gran confusión, tanto acerca de la verdad como de la práctica de la Iglesia; y en tal caso los pensamientos humanos ocuparían el lugar de la Palabra de Dios.
Sea ésta tu primera lección, ¡oh alma mía! Apréndela pacientemente a la luz de las Sagradas Escrituras. Examina cuidadosamente lo que ésta enseña sobre el particular, y sabrás como deberás portarte en la Casa de Dios. Trata de que estas meditaciones sean hechas en el santuario de Su presencia. Ni la tradición ni los deseos humanos deben ponerse en práctica en el templo de Dios, no obstante el hombre, lastimosamente, usa éste como su sitio preferente, poniendo de este modo a un lado la verdad de Dios y la presencia del Espíritu Santo. Cuando tales cosas se permiten, la gloria de Dios es robada aun por Sus propios hijos. De ahí las dudas, la confusión y servidumbre de todos aquellos que debieran regocijarse en la luz y en la verdadera libertad del Evangelio.
¿Habrá algo más sencillo que las propias palabras del Señor sobre este asunto?: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24). Siendo un Espíritu, indispensablemente, debe ser adorado espiritualmente o en el poder del Espíritu Santo y de acuerdo con su propia verdad revelada. Y el Padre de tales adoradores se agrada.
Fue de esta manera que guió a la mujer samaritana para adorarle. ¡Qué bendición! ¿Hubiera habido alguien más que se hubiese ocupado de su adoración? El agua viva que nos da el Hijo representa el Espíritu Santo como el poder de adoración, y la comunión con nuestro Padre Dios. “El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:14). El Espíritu Santo en el creyente es también el sello de una salvación actual, y la prenda de la gloria futura. Pero en nuestro tema nos referimos a la presencia del Espíritu Santo en la asamblea o iglesia, más bien que individualmente.
Siendo este el punto más importante de la verdad en conexión con la Iglesia de Dios, permítame por un momento llamar su atención a lo que dice el mismo Señor con respecto a este asunto. Lo más importante en este caso, es saber que el Espíritu Santo es una persona divina en la tierra, y no una mera influencia espiritual. Esto, a mi entender, es la verdad que caracteriza el cristianismo. Podríamos conocer a Cristo como Salvador, pero no el cristianismo si desconociésemos la doctrina del Espíritu Santo. El es el eslabón eterno de nuestra unión con Cristo en la resurrección y la gloria celestial.
Muchos han hablado del cristianismo como una continuación del judaísmo; y del Espíritu Santo en la Iglesia, como una continuación de la influencia que este ejercía en la época del Antiguo Testamento. Ambas ideas son erróneas, dando así lugar a una gran confusión. El cristianismo no es la continuación del judaísmo, sino precisamente el contraste de este. El primero es celestial, mientras que el otro es terrenal. Así que el cielo y la tierra son polos opuestos.
Es cierto, que los santos del Antiguo Testamento tenían vida eterna al igual que los del Nuevo, pero las dispensaciones son distintas. Y en lo que se refiere al Espíritu, en lugar de la influencia que ha ejercido desde el principio, tenemos su presencia personal. El, Espíritu Santo descendió, como consecuencia de la redención terminada, y la glorificación del Hijo del Hombre. Permítasenos, con nuestras mentes exentas de prejuicios, considerar por un momento, la historia de esta gran verdad novatestamentaria: la presencia personal del Espíritu Santo.
Los versículos 38 y 39 del capítulo 7 de Juan son terminantes en lo que respecta al don del Espíritu Santo a los creyentes: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado”. No habría nada tan sencillo como esto. El Espíritu Santo no podía descender y morar como una Persona en la tierra, hasta que Jesús, como Hombre no fuera glorificado en el cielo. La circunstancia, en la cual fue revelada esta verdad, aumenta su valor e interés para nosotros. Fue la fiesta de los judíos, la conocida por la fiesta de los tabernáculos o cabañas, (compárese v. 2 con Levítico 23:34-43) el tipo, no solamente de Su permanencia en el desierto y Su reposo en la tierra prometida, sino también el título y la promesa de Su futuro gozo y gloria en el reinado del Mesías como Rey de Israel. Sus hermanos, en incredulidad, pensaban que la fiesta le presentaba una gran oportunidad para dar a conocer Su poder y gloria ante el mundo. Era la gran fiesta anual en Jerusalén, la época más alegre del año. Se celebraba a la terminación de la siega y la vendimia. Pero no había llegado la hora en la cual el Señor había de darse a conocer al mundo. La Pascua (Levítico 23:4-5) tuvo su cumplimiento en la cruz, y Pentecostés al descender el Espíritu Santo (Hechos 2, Levítico 23:15-21). Pero el cumplimiento de la fiesta de los tabernáculos no ha tenido lugar aún. Este aguarda el cumplimiento de la siega y la vendimia prototípicas, o sea la ascensión de los santos al cielo y la ejecución de los juicios en la tierra. El pueblo de Israel será restaurado a su propio país, y en plena posesión de todas y cada una de las bendiciones a este pueblo prometidas, durante el reinado del Mesías, su Rey. Será entonces cuando habrá llegado el tiempo de darse a conocer a Israel y al mundo, como está escrito en Apocalipsis 1:7: “Todo ojo le verá”.
Ahora surge la pregunta: ¿Qué sucede durante este lapso de tiempo, o sea, entre el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió, y la futura fiesta de los tabernáculos en la tierra de Canaán? Trataré de contestar la pregunta a la luz de las Sagradas Escrituras. El Señor, en lugar de darse a conocer durante la fiesta de los tabernáculos como sus hermanos así lo deseaban, les hace saber que él tiene que abandonar el mundo para que sea enviado luego el Espíritu Santo en su lugar. De este modo, deja a Israel en estado de incredulidad, la fiesta de los tabernáculos se echa a un lado, y la única fuente de bendición para el alma, es el Hombre rechazado en la tierra y glorificado en el cielo, Jesucristo. Las aguas de Jerusalén se han secado, y las corrientes del Espíritu deben fluir por otros cauces.
Esto es muy sencillo. El Salvador tiene que morir, morir por Israel, morir por el mundo. Pasa por la muerte y llega a la gloria. La redención está terminada, Dios glorificado, cada enemigo vencido, y borrado el pecado. Y ahora, en lugar de restituir el reino de Israel, se sienta como el Hijo del Hombre a la diestra de Dios en el cielo, y desde allí da el Espíritu Santo a cada uno de los que creen en él. Las aguas de vida, de las cuales habla frecuentemente la Escritura, surgen no ya de la roca herida en el desierto, Jesús humillado; pero, sí, de Cristo exaltado en la gloria, y los creyentes, los miembros de Su cuerpo, se convierten en los nuevos cauces por donde han de fluir las aguas, del río de agua de vida. ¡Cuán hermoso es notar la diferencia entre los hijos de Israel bebiendo del agua que brotaba de la empedernida roca, y el sediento cristiano allegándose a Cristo para tomar el agua de vida!
El israelita bebía solo para satisfacer su propia necesidad, mientras que el cristiano después de hacerlo en beneficio suyo, lo hace para la bendición de los demás. El Espíritu Santo que mora en nosotros, y que revela a Cristo y Su obra en nuestras almas, nos convierte en raudales de bendiciones para otros.
Así sucede, ha sucedido desde el día de Pentecostés, y seguirá sucediendo durante el período de la dispensación actual; el cristiano tiene que ver directamente con Cristo en la gloria. Cristo en la gloria, revelado a su alma por el Espíritu Santo, es la perfecta contestación a todas sus necesidades. Así, decimos, tiene que ser, hasta el arrebatamiento de la Iglesia, la ejecución de los juicios, el establecimiento del reino milenial y la salvación de Israel. Será entonces, cuando las aguas de vida tendrán otra fuente y otros cauces, de acuerdo con los tratos dispensacionales de Dios. El río de vida brotará del santuario en Sion para refrescar a Jerusalén y toda la tierra; y entonces se cumplirá la profecía: “Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación” (Isaías 12:3; Ezequiel 47).
Realmente, no hay verdad más práctica relacionada con la vocación del cristiano, como la mencionada anteriormente. El Espíritu Santo que hay en nosotros es el único poder de testimoniar al Hijo del Hombre en el cielo, hasta tanto llegue el tiempo de darse a conocer al mundo. Esto es muy importante. Fíjate bien, alma mía, pues ésta es tu vocación más sublime, santa y bendita.
Y recuerda además, en tu vida de pruebas y dificultades, que habrá de llegar el tiempo cuando Él no solamente se manifestará a Israel y al mundo; sino también Sus santos glorificados serán manifestados juntamente con él. “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces también seréis manifestados en Él en gloria” (Colosenses 3:4). ¡Bendito pensamiento! ¡Gloriosa esperanza! ¡Y tú estarás allí!
Pasa por mi mente otro pensamiento, no menos feliz, y es el de encontramos en aquel día, con aquellos que hemos conocido aquí y los cuales nos han precedido. ¡Qué día feliz, en el que habremos de celebrar la fiesta de los tabernáculos! El cielo y la tierra se unirán y el universo entero se llenará de Su gloria. ¡Que el bendito Señor apresure este tiempo para que Su Nombre sea glorificado!