Capítulo 11
Un ministerio según Dios y el ministerio según los hombres
Hemos visto que Pablo sólo se gloriaba en su flaqueza, en oposición a los falsos doctores que buscaban destruir su influencia para establecer la de ellos. Pero, cuando se ve obligado a hablar de sí, dice: “Hablo en insensatez”. Llamadme insensato, si llego a hablaros de mis méritos. Estoy obligado a hablaros así para oponerme a los que querrían apartaros de la fe acaparando vuestra confianza. Ahora bien, estos falsos doctores ¿qué presentaban a los corintios? Pues se presentaban a sí mismos. Aquí vemos la diferencia entre un ministerio según Dios y el ministerio según los hombres. De hecho, el ministerio humano no conduce a otro resultado (nos cuidamos muy bien de decir otro fin) que el de exaltar al hombre, mientras que el servicio que tiene su nacimiento en Dios no tiene otro objeto más que presentar a Cristo. Al considerar lo que aquí está dicho de estos falsos apóstoles, os sorprenderéis de ver cómo estos hombres –cuyos nombres Pablo calla a propósito– lograban tener influencia sobre el espíritu de los corintios. Venían a anunciarles cosas que eran todo lo contrario de lo que el apóstol les predicaba y los corintios, que todavía eran camales, los dejaban obrar. Hallaréis en el versículo 4 el peligro que les amenazaba: “Porque si viene alguno predicando a otro Jesús que el que os hemos predicado, o si recibís otro espíritu que el que habéis recibido, u otro evangelio que el que habéis aceptado, bien lo toleráis”. Estos tres principios fundamentales, sin los cuales, de hecho, no hay cristianismo, estaban en peligro: la persona de Cristo, el Espíritu de Cristo y el Evangelio de Cristo. Los ojos de estos creyentes, muchos de los cuales eran sinceros, estaban demasiado obscurecidos para no ver que el trabajo de estos hombres socavaba los mismos fundamentos de la fe y les preparaba poco a poco para soportar falsas doctrinas. Se ve la influencia deletérea que una falsa enseñanza –que no es la del Espíritu Santo– puede ejercer sobre los cristianos que son inducidos a seguir este camino. En el versículo 20 dice: “Pues toleráis si alguno os esclaviza, si alguno os devora, si alguno toma lo vuestro, si alguno se enaltece, si alguno os da de bofetadas”. Cuando alguien resbala por esta pendiente todo lo soporta de parte de los que se recomiendan a sí mismos y, midiéndose a sí mismos, consiguen introducirse entre los hijos de Dios; se acepta todo lo que estas gentes imponen a sus partidarios, todas las cargas que les endilgan antes de recibir la sana doctrina enseñada por un apóstol. Pablo hacía exactamente lo contrario. Poseía autoridad de parte de Dios para castigar, entre los corintios, a todos los que se le oponían; de modo que tenía derecho a decirles: Si vuelvo a ir puede que me vea obligado a obrar así. Sin embargo, llama la atención en estos capítulos que el apóstol no haya pensado ni por un instante hacerse presente para oponer su autoridad a la de esos “obreros fraudulentos”. Ocurría que, como lo hemos dicho precedentemente, en su mente toda la autoridad que el Señor había puesto en sus manos tenía por fin la edificación de la Asamblea de Cristo.
Ahora, si entramos un poco en el carácter del ministerio de Pablo tal como el capítulo 11 nos lo presenta, vemos que a todo lo largo del mismo no tiene otro pensamiento que presentar a Cristo como único medio de apartarlos del mal y atraerlos a las cosas excelentes. Él le representaba en su persona. La enseñanza es hermosa, pero es más bello aun llevar en su persona “la mansedumbre y la humildad de Cristo”. Las almas son a menudo mucho más atraídas hacia el Señor por los caracteres que ven en los siervos dé Cristo que por todo lo que puedan oír de sus bocas.
Halláis esto en primer lugar en el versículo 2 de este capítulo: Pablo les celaba con celos que lo eran de Dios; sus celos por los corintios no eran celos humanos que procuraran hacerles sus discípulos. Los falsos apóstoles sólo tenían un fin: querían ganarlos para su propia causa. “Os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo”. ¿No es exactamente lo que hallamos en el capítulo 5 de la epístola a los Efesios? Jesús no había hecho otra cosa: se había dado a sí mismo por la Asamblea, a fin de presentársela gloriosa, no teniendo mancha, ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Tal era la finalidad del Señor al darse a sí mismo. El apóstol dice: No he querido hacer cosa distinta que El, no me anima ningún otro fin más que el suyo; deseo presentaros a Él como una virgen casta. Es así cómo os quiere. ¿Cómo podría desear yo otro fin que no fuera el suyo?
Un poco más adelante dice: “en todo y por todo os lo hemos demostrado” (v. 6). Había sido el deseo del Señor manifestarse a Saulo de Tarso cuando la luz divina había resplandecido en las tinieblas de su corazón. Pero, al recibir esta manifestación de Cristo, no tuvo otro deseo más que proyectarla a su alrededor. Por lo cual podía decir: “En todo y por todo”. Él traía la luz de esta presencia y, por su conducto, los hombres se hallaban situados en la plena luz de Cristo. Nosotros debemos actuar también así, sea como individuos, sea como asamblea. Lo vemos en la primera epístola a los Corintios. Es cierto que en esa asamblea había muchas cosas que reprender, pero, si un hombre de fuera se encontraba allí, los secretos de su corazón eran puestos de manifiesto y, colocado en plena luz, declaraba que Dios estaba realmente entre ellos. Como individuos podemos obrar de igual modo. Es necesario que Cristo habite por la fe en nuestros corazones, de manera que cualquiera pueda verlo en nosotros y diga: He estado en relación con Cristo; he hallado a Aquel que es Luz en este humilde cristiano que me ha hablado, y esto me ha unido a Cristo.
En el versículo 10 halláis otro carácter de Cristo, tal como está representado por el apóstol. ¿Habéis notado esta expresión:
Por la verdad de Cristo que está en mí ?
La Palabra nos enseña que Cristo es la verdad. “Yo soy la verdad”, dice el Señor. Él manifestó perfectamente la verdad, es decir, todo el pensamiento de Dios ante los hombres, pero este mismo pensamiento era ahora manifestado por el apóstol, porque “la verdad de Cristo” estaba en él, Aquel que era la verdad podía ser reconocido en la persona de Pablo, el amado siervo de Dios, y las almas que se encontraban en relación con él podían decir: Por medio de Pablo hemos recibido la verdad.
En el versículo 11 dice así: “¿Por qué? ¿Porque no os amo? Dios lo sabe”. El carácter supremo de Cristo es el amor. El apóstol puede decir: Dios sabe si este amor está en mí. No miro a los hombres para ver si se dan cuenta, mas Dios lo sabe. Anteriormente había dicho: “El amor de Cristo nos constriñe”. ¡El amor de Cristo! Era, pues, el portavoz de este amor ante todos los hombres, así como ante los santos. Dios sabe si os amo con el amor de Aquel que se ha revelado a mí como el Dios de amor, y este amor lo he traído a vosotros. He aquí por qué no he querido seros carga, he aquí por qué tampoco me habéis visto venir provisto de mi autoridad.
Después de haber presentado estas cosas, el apóstol responde a los falsos doctores que se presentaban en medio de los santos, disfrazados de ángeles de luz, pues no hay que olvidar que Satanás sabe dar la más bella apariencia a las doctrinas engañosas. En nuestros días, cuando se habla a los cristianos de un falso doctor, la mayoría de ellos responden: ¡Pero sí este hombre es un verdadero santo en su conducta! La apariencia es la de un ángel de luz y, sin embargo, el carácter es el de la serpiente que sedujo a Eva con su astucia.
Después de haber respondido a todas las pretensiones de estas gentes, el apóstol es constreñido a hablar de lo que sufrió por Cristo: “puesto que muchos se glorían según la carne, también yo me gloriaré” (v. 18). Toda esta descripción (v. 23-31) nos muestra cuán poca cosa enumera el libro de los Hechos de las circunstancias por las que atravesó el apóstol Pablo. En toda esta enumeración hallaréis tal vez tres cosas relatadas en los Hechos. Todo lo demás es silenciado, pero el Señor no lo ha olvidado y, si el apóstol menciona todas estas tribulaciones, lo hace regocijándose de haber sido estimado digno de sufrir oprobios por el nombre de Cristo. En cuanto a sus circunstancias, este amado siervo bien podía decir aquí, como en su primera epístola: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (1 Corintios 15:19). El más miserable, pero el más feliz también, porque su esperanza estaba puesta en Cristo solamente y, para él, vivir aquí, era Cristo. Estos sufrimientos de Pablo no eran una disciplina de Dios. Había manifestado a Cristo ante el mundo y he aquí lo que el mundo le había ofrecido en cambio. Pero no se quejaba, pues de esta forma tenía parte en los sufrimientos de Cristo. Lo que agregaba más peso a estos sufrimientos y le asediaba todos los días era la solicitud hacia todas las asambleas. Así completaba los sufrimientos de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia.
Después de haber mencionado todas esas tribulaciones, añade: “Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad”, y desarrolla este pensamiento al final de nuestro capítulo y en el siguiente. Desde el principio de su ministerio, la persecución se había levantado contra él. En Damasco se había encontrado en una posición que el mundo podía considerar ridícula y él, en cambio, se gloría de ella. Así –parece decir él– Dios me ha hecho descender. Y este hombre, que había descendido tan abajo, fue levantado al tercer cielo para oír palabras inefables. Dios dice: Te he humillado; ahora te ensalzo. Pero es preciso aún descender de nuevo del tercer cielo. Parece que en adelante va a vivir con el recuerdo glorioso de haber sido arrebatado al paraíso y haber oído a Cristo. No; un ángel de Satanás lo abofetea y lo sitúa al nivel del patriarca Job. El Señor le dice entonces: Quiero que te gloríes solamente en tu flaqueza; allí se desarrolla mi poder y quiero hacer de ti un vaso de mi poder.
Aprendamos también nosotros, por el ejemplo del apóstol, a no gloriamos de nada más que de nuestras flaquezas. El Señor solamente emplea vasijas quebrantadas para hacer su obra en este mundo y para ser bendición de la Asamblea de Cristo.