Corintios II

2 Corintios 10

Capítulo 10

El ministerio de Pablo es atacado

El capítulo que acabamos de leer nos presenta un carácter del ministerio que es importante considerar. A menudo vemos un siervo del Señor que ha recibido de Él un don espiritual, y que lo ejerce independientemente de su estado moral, de lo cual resulta que este estado no corresponde al valor de lo que le fue confiado. El apóstol se muestra aquí personalmente al nivel del ministerio que ejercía y su estado moral jamás se separaba de él. Ello daba valor a ese servicio entre aquellos a favor de los cuales se ejercía. Su persona y su conducta eran la reproducción de lo que predicaba. Su palabra correspondía a sus actos, y el estado de su corazón correspondía a su palabra. Seguía en todo el ejemplo de su Maestro. Cuando los hombres preguntaban al Señor quién era, respondía: “Exactamente lo que os digo”. En contraste con la conducta de Pablo, hallamos en este capítulo la de los falsos apóstoles y falsos doctores. Los corintios acababan de escapar, merced al ministerio del apóstol en su primera epístola, a las tentativas de Satanás de destruir esta asamblea de Dios introduciendo en ella el espíritu camal y la falta de vigilancia, precursores de la corrupción y el mal. Cuando la epístola produjo su efecto, los corintios fueron restaurados. La tristeza, el arrepentimiento, el celo para juzgar el mal y purificarse de él habían sido tales que el apóstol podía decirles: “Me glorío de vosotros”. Podía parecer que una asamblea liberada tan completamente debía estarlo de una manera definitiva; pero estad seguros de que, a la primera victoria que alcancéis sobre Satanás, éste preparará el segundo ataque.

Ante este peligro, los corintios parecen no haber tenido ninguna aprensión y, sin embargo, el mal estaba ya allí, amenazador, y obraba sordamente en medio de ellos, en primer lugar para separarlos del apóstol y a continuación para destruirlos.

Ante estos peligros, hemos de vigilar y velar sin cesar, no solamente como individuos, sino también como asamblea. Puede ser que Dios nos haya dado alguna victoria al liberamos de cosas que eran trabas para nuestra vida cristiana. No nos durmamos sobre los laureles, pues Satanás, nuestro enemigo, no duerme. Sabe cubrirse con mil disfraces (cap. 11:14-15) y, si no ha logrado vencemos la primera vez, volverá a la carga con seducciones más sutiles que las primeras, a fin de anulamos. Al hablar de este peligro a los corintios, el apóstol ni siquiera nombra a esos adversarios; los llama “hombres”, “un hombre”. Es preciso que sea su obra la que los desenmascare; pero, además, el peligro que representan es de todo tiempo y no se vincula particularmente con nombre alguno. Su trabajo subterráneo tenía por finalidad minar la autoridad de los apóstoles, así como hoy tiene por meta minar la autoridad de esta Palabra que ellos nos han transmitido. Estas gentes buscaban depreciar el valor personal que los corintios habían atribuido a Pablo hasta entonces. Eran lo suficientemente osados como para dejar pensar que aquel que había caminado entre ellos, teniendo a Cristo por modelo, y que había sufrido por el Evangelio, andaba “según la carne” (v. 2). Se cuidaban muy bien de negar el valor de las cartas inspiradas: “Las cartas son duras y fuertes; mas la presencia corporal es débil, y la palabra menospreciable” (v. 10). Cuando está lejos, muestra su autoridad, pero cuando está presente no tiene ninguna; ved cuán “humilde entre vosotros” es (v. 1). Más adelante, en el versículo 12, vemos que estos falsos apóstoles y estos “obreros fraudulentos” (cap. 11:13) –pues en aquel tiempo muchos tomaban para sí el título de apóstol en las asambleas– “midiéndose a sí mismos”, comparaban su propia autoridad con la aparente debilidad de Pablo. Pero si Satanás procuraba anular la autoridad del siervo de Dios sobre la estima de aquellos a favor de los cuales ejercía su ministerio, al fin de cuentas era para atacar a Cristo (cap. 11:4). En apariencia, esto podía ser considerado como una lucha de hombre a hombre, pero, en realidad, era la guerra de Satanás contra el Señor mismo. Arruinad la autoridad del apóstol y no solamente trabaréis sino que perderéis la obra del Señor entre los cristianos.

En el versículo 1, Pablo dice de sí mismo: “Yo Pablo os ruego por la mansedumbre y ternura de Cristo, yo que estando presente ciertamente soy humilde entre vosotros, mas ausente soy osado para con vosotros…”. Era exactamente lo que sus adversarios decían de él; y lo aceptaba. Había usado de atrevimiento estando ausente; ahora que estaba entre ellos se les dirigía con temor y temblor; esto era verdad. Y ahora les exhorta “por la mansedumbre y ternura de Cristo”; eso quería mostrar a ojos de todos. Había aprendido a conocer el carácter del Señor y lo reproducía entre los corintios. No era la mansedumbre ni la humildad de Pablo, sino las de Cristo; la mansedumbre que abandona todos sus derechos para servir a los demás, la humildad que no imputa el mal, que atraviesa este mundo con corazón sencillo, que busca el bien por doquier y lo introduce en todas sus relaciones con los hombres.

Pero cuando está lejos, dice:  “Nuestra autoridad, la cual el Señor nos dio para edificación, y no para vuestra destrucción”. Así es que no se servía de ella más que cuando estaba lejos, porque no quería destruirlos, sino edificarlos. Por ello, en ocasión de su primera carta había renunciado a usar de su autoridad en medio de ellos para entregar al malo a Satanás. Mas, en cuanto a los adversarios, dice: “ruego, pues, que cuando esté presente, no tenga que usar de aquella osadía con que estoy dispuesto a proceder resueltamente contra algunos que nos tienen como si anduviésemos según la carne” (v. 2). Señala que, si no logra alcanzar un efecto sobre estos hombres, se verá obligado a ir para destruirlos. Dios había puesto esta arma en sus manos; podía emplearla contra esos falsos apóstoles, pero, si no lo hacía, era a causa de los santos. Quería en primer lugar que la obediencia de ellos fuera cumplida por su autoridad para edificación. Después de esto obrará osadamente, ya que sus armas tenían poder para vengar toda desobediencia (v. 3-6).

En el versículo 12 acusa a estos hombres de compararse o medirse entre sí mismos. Cuando se compara a los demás, el cristiano, al igual que todo otro hombre, tiene una buena opinión de sí. Cuando se compara consigo mismo se presenta a los otros como modelo, y esto es el colmo del orgullo, pues es suplantar a Cristo. Pero aun puede llegar a compararse “a Cristo”. Cuando esto tiene lugar, alcanza inmediatamente las últimas capas de la humildad, pues ¿cómo es posible tener una elevada opinión de uno mismo cuando se está ante Dios? Esto hacía el apóstol, y de tal manera que su carácter se fundía en el de Cristo para exhortar a los otros; por así decirlo, se ocultaba detrás de su Maestro. Recordémoslo. Cada vez que estamos en presencia de Cristo somos verdaderamente humildes, pero lo somos de una manera habitual únicamente si permanecemos habitualmente en su presencia. Puede ser que me juzgue severamente en el momento en que me encuentre allí y que momentos después tenga una buena opinión de mí por haber abandonado un instante tal presencia. En el apóstol no vemos que ocurriese tal cosa, porque él era continuamente ‘‘manifiesto a Dios”. Al final de esta epístola dice: “Nada soy” (cap. 12:11). ¿Pensaba realmente lo que decía? Sí, porque lo que decía era exactamente lo que era. Había desaparecido de tal manera a sus propios ojos que, cuando quería hablar de sí, no se encontraba. Dice: “Conozco un hombre en Cristo”; no tenía nombre. Sin embargo, este mismo hombre en Cristo, obligado a retomar su servicio en este mundo después de haber subido hasta el tercer cielo, corre el peligro de enorgullecerse y de pensar en sí, pues el riesgo siempre está latente. Pero el Señor, en su amor, le envía un ángel de Satanás para que le abofetee, a fin de que permanezca en la posición de olvido de sí mismo en la cual la gracia le colocó.

Al final del capítulo hallamos estas palabras:

Mas el que se gloría, gloríese en el Señor
(v. 17).

El apóstol repite dos veces “me glorío de vosotros”. Había mostrado cuánto estimaba lo que Dios, en su gracia, había producido en sus corazones, pero no se gloriaba en ellos. Si se trataba de sí, decía: “Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad” (cap. 11:30). En eso, en efecto, me es permitido gloriarme. Cuando el que acababa de ser consagrado apóstol de los gentiles fue bajado en un serón, por una ventana desde lo alto del muro de Damasco, le venía bien gloriarse; lo mismo ocurría desde el principio de su carrera, ya que nunca había cesado de ser abofeteado por un mensajero de Satanás. “Porque no es aprobado el que se alaba a sí mismo” –añade– “sino aquel a quien Dios alaba” (v. 18). Nosotros debemos buscar lo mismo en toda nuestra vida cristiana. No hablemos de nosotros; no nos atribuyamos importancia alguna. El Señor recomienda a aquel a quien aprueba. Cuando sus siervos son verdaderamente humildes, tiene cuidado de prepararles un lugar de honra y una influencia bendita sobre otros para gloria de Cristo.