Corintios II

2 Corintios 4

Capítulo 4

Versículos 1-6: Hay también un velo sobre los gentiles o naciones

Después de haber hablado de los judíos, el apóstol pasa a los gentiles o naciones. “Recomendándonos a toda conciencia humana, delante de Dios”. Pablo hacía lo contrario de lo que Moisés había tenido que hacer: irradiando la gloria que contemplaba en la faz de Jesucristo, se presentaba ante el mundo llevando sobre su rostro, como Esteban, el reflejo de esta gloria, fruto de la obra de gracia cumplida a favor de los pecadores: “Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (v. 3-4). Las naciones ¿cómo han recibido el Evangelio? También hay un velo sobre sus corazones. ¿No lo comprobamos acaso en el mundo que nos rodea y que, si bien lleva el nombre de Cristo, es enteramente extraño al Evangelio de su gloria? En efecto, Satanás ha logrado poner un espeso velo sobre el corazón de los hombres que se hallan en contacto con la plena luz del Evangelio.

El apóstol (v. 6) era un vaso elegido para llevar el Evangelio al mundo. Dios había hecho, en relación con él, una cosa maravillosa, infinitamente más grande que la misma creación del mundo – ¡y ciertamente la creación del mundo no es una cosa sin consecuencias! En la creación, cuando “las tinieblas estaban sobre la faz del abismo… dijo Dios: Sea la luz y fue la luz”. La luz atraviesa las tinieblas y, desde ese momento, brilla.

Pero, tocante al corazón del hombre:

Y la luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella
(Juan 1:5).

A su vez, el apóstol describe así el estado de su corazón al convertirse: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”. La luz de Dios, más radiante que la del sol en la creación, resplandeció en el corazón de Saulo de Tarso y de igual manera también en las tinieblas de nuestros propios corazones, para manifestarse allí en toda su plenitud. Es una nueva creación, tan superior a la primera como el cielo es superior a la tierra, una creación que no tiene por escenario el mundo entero, sino un pobre corazón humano débil y tenebroso, estrecho y limitado, al cual Dios ha hecho capaz de contenerle a El, así como a toda la luz de su gloria que resplandece en la faz de un hombre. Las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas. Todo lo que Dios es en amor ha venido a habitar en el corazón de un hombre a fin de resplandecer.

Pero ¿con qué fin? No para que el apóstol (ni tampoco nosotros) la guarde para sí, sino para que brille y resplandezca desde dentro de sí sobre todos aquellos a los cuales el ministro de Cristo la presente. Sin duda que el apóstol gozaba de la luz profundamente de manera personal –y espero que nosotros también–, pero el fin de la luz es resplandecer hacia afuera, llenando con su resplandor los corazones en los cuales ha venido a brillar.

Quiera el Señor que apreciemos esta inmensa gracia. Aunque seamos débiles y no vasos elegidos, como el apóstol, Dios nos ha hecho depositarios de todo lo que Él es en la persona de Cristo, a fin de que le manifestemos exteriormente en nuestras vidas y que nuevas almas sean atraídas al conocimiento de su Persona o que otras sean animadas por nosotros en el camino de la fe y del testimonio.

Versículos 7-18: La personalidad del ministro o servidor

Cuanto más leo los capítulos 3 al 5 de esta epístola, más impresionado estoy del tema que tratan. Este tema es la gloria. Permitidme volver a él. Por lo demás, nunca hablaremos de él lo bastante, pues es preciso que todo creyente tenga la vista clara y limpia respecto a un asunto tan vital como éste. Entrar en la gloria es, sin duda alguna, penetrar en el lugar de la luz perfecta, pero estamos demasiado acostumbrados a considerar la gloria bajo este aspecto bastante vago, tanto que, para la mayoría de nosotros, la gloria es el cielo. Esto es tan cierto que continuamente oís decir a muchos hijos de Dios, cuando han perdido uno de sus seres queridos: Ha entrado en la gloria. A menudo estoy tentado de decirles: Os equivocáis; no está en ella, e ignoráis lo que es la gloria. ¿Por qué, pues, los santos que nos han dejado no están allá? Porque cuando nos dejan no son aún semejantes a Cristo. No se es como El –a pesar del gozo de su presencia– mientras estamos todavía ausentes del cuerpo. Cristo es el único hombre que, habiendo sido resucitado, ha alcanzado la perfección. Y la perfección de Dios, la perfección absoluta, el conjunto de las perfecciones divinas constituye la gloria. Se la puede ver en Cristo, quien, en su cuerpo glorificado, es el portador de todas esas perfecciones. Un santo que ha partido de este mundo está sin duda alguna fuera de la escena del pecado, gozando del reposo junto al Señor, pero no estará en la gloria sino cuando

El cuerpo de la humillación nuestra… sea semejante al cuerpo de la gloria suya (el del Señor)
(Filipenses 3:21).

Hay, pues, aun “alguna cosa mejor” para nosotros, una perfección gloriosa –no alcanzada por los que nos precedieron– y en la cual entraremos todos juntos a su venida (Hebreos 11:40). Cuando abandonamos la vaguedad que se apodera tan fácilmente de nosotros en relación con las cosas celestiales, el pensamiento de la gloria tiene otro valor para nuestras almas. En estos capítulos se nos habla de la gloria del Señor (cap. 3), de la gloria de Dios (cap. 4) y de nuestra propia gloria (cap. 5). Cuando se trata de la gloria del Señor, reparad en todos los nombres que se Le dan en estos capítulos: el Señor, el Señor Jesucristo, el Cristo, el Salvador, Cristo; en una palabra, El es Jesús. El corazón del apóstol está tan absorbido por Su persona que, por así decirlo, no puede hacer otra cosa que mencionarlo con todos los nombres que le vienen a la mente para expresar lo que Jesús es para él y lo que debe ser para nosotros.

Hemos visto, al final del capítulo 3, que el gran privilegio cristiano es poder contemplar las glorias de Cristo, escondidas en otro tiempo, mas plenamente manifestadas ahora. Si un hombre justo, santo, un hombre de corazón tierno, guardara todas estas cualidades dentro de sí, ¿de qué servirían? La gloria no consiste en tener estas cualidades, sino en mostrarlas, en sacarlas a la luz. Y el punto culminante de la gloria es el amor. Si el Señor hubiese atravesado este mundo sin mostrar su amor, ¿dónde habría estado su gloria? En el capítulo 1 del evangelio de Juan, el apóstol dice: “Y vimos su gloria” (habla de Cristo, el Verbo encamado), “gloria como del unigénito del Padre”. Su gloria no podía ser medida sino por lo que había en el corazón del Padre al enviar aquí abajo a su Hijo único en favor de nosotros. Su gloria era su amor, pero su amor expresado bajo la forma de gracia y de verdad para el pecador. El apóstol podía decir, al considerar a este hombre anonadado por debajo del nivel de una mujer pecadora, en el pozo de Sicar, al ver a este hombre humilde, siervo voluntario de todos: “Y vimos su gloria”, pero esta gloria, por grande que haya sido su manifestación, no resplandeció con todo su fulgor cuando el Señor andaba entre los hombres. Por eso Él dice, hablando de su cruz:

Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él
(Juan 13:31).

Y Dios quedó tan satisfecho con la manifestación de esta gloria que levantó a Cristo del sepulcro, lo colocó a su diestra y le dio una gloria que llena el cielo entero. Al entrar allí sin velo he visto el amor consumado ahora por su sacrificio, por no hablar más que de una de sus glorias. Si desciendo del cielo, en donde le he contemplado, ¿pensáis que yo pueda mostrar, en mis relaciones con los hombres, otra cosa más que amor? ¿Mostraré acaso un espíritu de odio, de animosidad o denigración? Aun más: ¿Pensáis que al salir de allí podré pasar por este mundo con indiferencia, como ocurre a menudo, ante la incredulidad de los hombres respecto de mi Salvador, con indiferencia ante sus propias miserias? Sufriré ¿no es cierto? pero sólo tendré un pensamiento: testificarles el amor. Es lo que veremos en el capítulo 5. Después de haber entrado en plena luz en la presencia del Señor, el apóstol dice: “El amor de Cristo nos constriñe”. Este amor me ha sido manifestado y ahora deseo manifestarlo a los demás. Mientras tanto, soy manifestado a Dios y espero serlo también a vuestras conciencias. He aquí lo que era la gloria para el apóstol.

Deseo aún hacer notoria una cosa en relación con este capítulo y de hecho con toda la segunda epístola a los Corintios. Podremos sorprendemos de que, pese a hablar Pablo de su absoluta falta de confianza en sí mismo y de su propia nulidad, la personalidad de Pablo esté en escena desde el principio al fin. Es que su tema es el ministerio y éste nos es mostrado en su persona. Él seguía fielmente a su Señor en el servicio de la Palabra, en las ayudas, las confortaciones, las consolaciones, los llamamientos dirigidos a las almas y en la represión del mal.

Si había venido a ser un ministro de Cristo, no lo había sido por su propia obra, sino absolutamente por la de Dios, y podía hablar de ella como de una nueva creación en la cual él no tenía parte alguna, así como la antigua creación no había sido tampoco la obra del mundo creado. Por eso tenía libertad para hablar de sí. El Dios que quiso que la luz fuera, quiso que Saulo de Tarso fuese portador del Evangelio en este mundo, por lo cual brilló en su corazón. Este Evangelio ya no es aquí la gloria de Cristo, sino la gloria de Dios. Todo lo que es el Dios invisible ha sido revelado en la faz de un hombre. ¡Maravilloso conocimiento dado al hombre! ¿Ha existido alguna vez algo parecido? Una mirada sobre Cristo hombre me hace descubrir a Dios en la plenitud de sus perfecciones y de su amor como Padre. Por eso el Señor dice a Felipe:

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre
(Juan 14:9).

Ahora diré algunas palabras sobre los versículos 7 al 18. Hallamos en ellos, como queda dicho, la personalidad del ministro. Nos expone su historia moral, nos dice quién es personalmente como portador del ministerio de Cristo. ¿Acaso va a hablamos de sus propias cualidades y perfecciones? De ninguna manera. Cuando al final de la epístola hable de lo que ha sufrido y de la manera en que ha debido realizar su apostolado, habla de sí, para añadir: “Hablo con locura” (cap. 11:21). Si está obligado a alabarse, se acusa de locura y no usa tal procedimiento sino para convencer a los corintios del extravío de los que buscan apartarlos del Evangelio.

Aquí, cuando habla de sí mismo, Pablo dice: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros”. ¡Vasos de barro! Lo más ordinario y común que existe. Un vaso de hierro vale más que uno de barro, uno de bronce más que uno de hierro y uno de oro o plata más que uno de bronce. Pablo se atribuye la calidad de una vasija de arcilla. ¿Por qué ha escogido Dios un envoltorio semejante para poner su tesoro? “Para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros”. ¿Qué habría sucedido si Pablo hubiese sido algo más excelente que una vasija de barro? Por un lado, habría podido atribuirse la excelencia del poder; por otro, el tesoro no hubiera podido resplandecer hacia afuera. Era preciso, pues, una vasija de tierra y, más aun, que ésta pudiera ser quebrada. Tenemos un hermoso ejemplo cuando los compañeros de Gedeón van a combatir a Madián. Sus antorchas estaban dentro de cántaros vacíos y, para hacer resplandecer la luz, quebraron sus cántaros. En el caso de Gedeón se trataba del combate contra el mundo; la luz que lograba la victoria no podía brillar con todo su resplandor sino excluyendo toda intervención de poder humano. En nuestro pasaje se trata de la influencia del ministerio sobre los hijos de Dios. El tesoro de luz y de vida que Dios quería comunicar a los corintios, lo contenía una vasija de barro.

Pablo describe de qué manera Dios lo tomó, no para quebrar completamente la vasija, sino para resquebrajarla solamente. La tribulación, la perplejidad, las persecuciones iban dirigidas contra la vasija y era preciso que esto fuera así, pero no estaba angustiado, ni desesperado, ni desamparado, porque Dios velaba sobre su tesoro, previendo el desarrollo de la vida de Cristo en los corintios. Dios cuidaba así de su amado siervo, a fin de que, por medio de él, la luz de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo penetrara en el corazón de sus hijos en la fe. Pero, si Dios obraba así en él, Pablo, por su parte, no permanecía inactivo. Así dice: “Llevando siempre por todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos”. Este llevando siempre por todas partes, es muy hermoso. El apóstol se mantenía activo para llevar a todo lugar y en todo momento la muerte de Jesús, es decir, el carácter moral de Cristo cuando se ofreció a sí mismo a Dios, con obediencia perfecta. Lo hacía libremente y no dejaba perder un instante sin hacerlo. Quería que en todo se viera en él la muerte de ese hombre que vino a este mundo a morir, y el apóstol lo realizaba muriendo al pecado, al mundo, a la carne y a sí mismo, en una completa dependencia de Dios, separado por la muerte de todo aquello a lo cual él pertenecía en otro tiempo; así se ponía de manifiesto la vida que esta vasija contenía.

Pero, además, el apóstol muestra aquí que Dios tenía cuidado de hacer de por sí estas cosas, allí donde nosotros –pobres y débiles como somos– corremos el peligro de no realizarlas suficientemente. En efecto, ¿no hacemos continuamente la experiencia de que, si se trata de andar en la dependencia del Señor aquí abajo y de representar allí a Cristo, fallamos muchas veces ¡Cuán verdadero es esto y cómo me humilla! Pero Dios va a cuidar de mí. El apóstol dice: “Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (v. 11). ¡“Entregados a muerte”! No es el apóstol quien se entrega; ¡es Dios quien lo entrega! Como él lo dice en 1 Corintios 15:31: “Cada día muero”. Dios tiene cuidado de aplicar la sentencia de muerte a nuestras circunstancias. Es preciso que pasemos a través de dificultades, de duelo, de mala reputación, que seamos humillados de todas maneras, que estemos enfermos… y qué sé yo cuántas cosas más, a fin de que la vida de Jesús sea manifestada en nosotros. En esto hay una gran diferencia entre nosotros y el apóstol; éste no atravesaba tales cosas para sí, sino para sus queridos corintios. Así como lo hemos visto en el capítulo 1 consolado por los otros, le vemos aquí como una pobre vasija quebrada para los demás. Piensa tan poco en sí mismo que se goza de atravesar todo esto a fin de que esta luz pura de Cristo, contenida en una vasija de barro, pueda ser vertida en otros para llenarles de vida. Quien se acercaba a Pablo ¿qué veía? ¿al gran apóstol de los gentiles? No; antes bien a un pobre hombre exteriormente miserable, abofeteado por Satanás, que llevaba sobre su cuerpo estigmas que le hacían menospreciable a los ojos de los hombres; pero,

cuanto más se consideraba esta vasija quebrantada, tanto más se recibía su contenido, y este contenido era Cristo. Entonces el corazón estaba lleno de agradecimiento y de gozo.

Aún quisiera hacer resaltar algo en relación con los últimos versículos de este capítulo: “Por lo tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día” (v. 16). El hombre interior es siempre el nuevo hombre (Efesios 3:16; 4:23); él es renovado por el Espíritu. Hemos visto “la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”, después a Dios trabajando en su apóstol amado para que esta gloria se desborde hacia afuera, alcance y llene el corazón de los santos. Ahora aprendemos que Dios ha conducido al apóstol a través de todas estas tribulaciones para hacerle gozar de esta gloria. También quiere que la gloria resplandezca en el propio corazón de su amado servidor. Éste pone sobre un platillo de la balanza las tribulaciones y, sobre el otro, la gloria. Inmediatamente la gloria baja con todo su peso hasta el fondo del corazón del apóstol para que tenga completo gozo de ella. La tribulación ha producido “un cada vez más excelente y eterno peso de gloria”. El corazón de Pablo no está solamente dedicado a manifestar exteriormente la gloria de Cristo, sino que también goza de ella personalmente en medida sobreabundante. ¡“Un eterno peso de gloria”! No creo que puedan emplearse palabras más fuertes y absolutas para expresar el gozo actual de la gloria. El apóstol no mira hacia el futuro, cuando podrá gozar de ella con perfección, sino que esa gloria llena ya su corazón. En este corazón al cual el mundo nada le puede ofrecer, que está quebrantado de diversas maneras, no hay lugar para otra cosa. La gloria soberanamente excelente lo ha henchido, personificada en un hombre glorioso en el cielo.

En el capítulo 5, el apóstol revela que habrá gloria para su cuerpo, pero aquí habla de la gloria para su alma. Pablo era un hombre que no fijaba sus ojos, como nosotros, sobre una cantidad de objetos de distracción de este mundo. Nos es suficiente atravesar una calle para hallar un millar de ellos. El apóstol no los tenía. Dice: “No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven” (v. 18). Las cosas invisibles no pueden contemplarse con los ojos del cuerpo, sino con los del alma. Cuando el Señor venga, le veremos con los ojos de nuestros cuerpos glorificados, capaces de captar todos los detalles de su gloria; pero ahora los ojos de la fe, del Espíritu, penetran más allá de esta esfera en la cual, por el momento, nos movemos; más allá de la niebla de esta tierra, ellos ven las cosas gloriosas que están en el cielo y van a fijarse en Jesús.

Así como el apóstol, nosotros podemos también realizar esto y ser llenos de un peso eterno de gloria si nuestros corazones están pendientes sólo de Él.