Capítulo 5
Versículos 1-8: Una casa eterna en los cielos
Al llegar ahora al capítulo 5, vemos que, a pesar de todas las maravillas que los capítulos anteriores nos han presentado –tales como contemplar al Señor, ser transformados a su imagen, comunicar su vida al medio que nos rodea, gozar de sus glorias en el alma– nos falta una aún: ser conformados a su persona. Ser conformados no es lo mismo que ser transformados. Nuestra transformación se realiza muy despacio, lo mismo que las crisálidas, las que parecen permanecer meses enteros en el mismo estado, aunque en secreto se realiza la transformación merced a la cual un día saldrá la mariposa. Para ser conformados a Él es preciso que le veamos con nuestros propios ojos. Por ello el apóstol aborda aquí la cuestión de nuestro cuerpo. El alma puede gozar del Señor, pero ¿qué será del cuerpo? “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos” (v. 1). En todas las epístolas, la palabra “sabemos” indica la absoluta certidumbre cristiana; pero no sé si la palabra “tenemos” os confunde como a mí me pasaba en otro tiempo. El apóstol presenta el cuerpo como una tienda que es destruida y podría creerse, según la palabra “tenemos”, que el edificio, nuestro cuerpo glorioso, nos está ya preparado con anticipación en el cielo. Esto no puede ser, pues nosotros entraremos en el cielo con el cuerpo que poseamos aquí, pero
Semejante al cuerpo de la gloria suya
(Filipenses 3:21).
Posteriormente comprendí que este pasaje hace alusión, por un lado, al tabernáculo, y por otro, al templo. El pueblo de Israel tuvo durante largo tiempo, aun después de su entrada en Canaán, una tienda en lugar de casa, a saber, el tabernáculo que Moisés erigió en el desierto. Sin embargo, esta tienda no debía durar siempre. Cuando Salomón edificó el templo, transportó todos los utensilios del tabernáculo, el cual desapareció a su vez. Todo lo que había contenido, en adelante formó parte del templo. Era la misma casa y, sin embargo, una era pasajera y la otra subsistía gloriosa. A pesar de esto, el templo de Salomón estaba destinado a la tierra; era solamente una imagen de las cosas celestiales; pertenecía a “esta creación”, era “hecho de manos” (Hebreos 9:11). Hoy, en cambio, tenemos un tabernáculo en el cual Dios habita, pues nuestro cuerpo es su templo; pero, así como el tabernáculo, este cuerpo puede ser destruido. Solamente que “sabemos” –y esto de una manera absolutamente cierta, por la fe– que, si es destruido, será reemplazado por una casa eterna en los cielos. Será la misma casa, pero no de esta creación. El Espíritu de Dios habitará en ella en gloria, así como actualmente habita en flaqueza en nuestra casa terrenal. El apóstol se regocija pensando que, si su débil tienda es destruida, su casa futura durará eternamente en el cielo.
Al fijar los ojos en Jesús, el apóstol veía lo que había pasado con el Señor y lo que, en consecuencia, debía pasar con todos nosotros. “Destruid este templo” –había dicho Jesús– “y en tres días lo levantaré” (Juan 2:19). Había venido a este mundo para dejar su vida y, en consecuencia, el hombre podía quitársela. El templo de su cuerpo podía ser destruido, pero Él tomó en la resurrección un cuerpo glorioso. Este cuerpo en que habitó aquí sin trazas de pecado, era un cuerpo santo, pero no glorioso; lo fue por la resurrección. El apóstol mira hacia el cielo, ve allí a Jesús en su cuerpo glorificado y puede decir: Tengo una casa que me pertenece, la cual está en el cielo. Otro hombre ha sido ya revestido de ella y también yo lo seré, y esto llenaba de gozo su corazón. Dice: “Por esto también gemimos”. Esta casa terrenal es, en efecto, un lugar en el cual se oyen muchos suspiros, en el cual corren muchas lágrimas; pero añade: “deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial”. Su tema es la destrucción de esta tienda, en la cual gime, pero la muerte no es para nada lo que espera. Su deseo no es ser desnudado, sino revestido, a fin de que lo mortal sea absorbido por la vida. Espera al Señor Jesús, cuya venida, luego de resucitar a los santos que durmieron en El, transformará los cuerpos mortales de los que vivimos, sin que tengamos que pasar por la muerte. Éste era el deseo del apóstol. Sin que su casa terrenal tuviera necesidad de ser destruida, deseaba ser tal como Cristo, junto a Él y eternamente con Él. Esta esperanza positiva y actual, sin embargo, no le hace perder de vista que el tiempo de dejar su tienda puede estar próximo. Y pregunta: ¿Será una pérdida para mí? ¡Lejos de ello!; “vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor”. ¡Esto es una pérdida!, por lo cual agrega: “Confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”. Es el estado del alma separada del cuerpo. Si es preciso morir, estará presente con el Señor. ¿Qué escogerá? No escoge nada. Está contento de andar por la fe, no por la vista. Hay una cosa que estima más, por la que está deseoso: ser revestido. La misma alternativa se le presenta en la epístola a los Filipenses (cap. 1): si debo quedar, es para Cristo, y merece la pena servirle; pero morir es ganancia; mi deseo es, pues, partir y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor.
El apóstol se encuentra aquí ante tres alternativas: ver su tienda destruida y resucitar inmediatamente para obtener una casa no hecha de manos, eterna en los cielos; ser revestido a la venida del Señor desde su domicilio celestial, sin pasar por la muerte; y dejar esta tienda y estar ausente del cuerpo, en un estado que no es perfecto, pero estar presente con el Señor. Incluso la tercera alternativa le es suficiente, y entonces puede decir: “lo cual es mucho mejor”.
Si, volviendo sobre nosotros otra vez, nos preguntamos cómo se comporta nuestra alma frente a estas tres alternativas, ¿qué responderemos? Ante la alternativa de la muerte, ¿decimos: Estoy contento de cambiar esta pobre casa por otra que es gloriosa y que conozco bien, puesto que mi Salvador se ha revestido de ella? ¿Decimos, acaso: Espero al Señor de un momento a otro? Dios no me ha formado para morir, sino que me ha hecho “para esto mismo”, es decir, para ser revestido, a fin de que lo que es mortal sea absorbido por la vida y tengo ya su Espíritu como arras de mi esperanza (v. 4-5). ¿Decimos, por último, cuando la muerte se presenta ante nosotros con el pensamiento de una resurrección más o menos retardada, que preferimos estar ausentes del cuerpo y presentes con el Señor? ¿A qué se debe, amados hermanos, que experimentemos tan poco estas cosas? Podemos verlo en todo este pasaje: la persona del Señor Jesús no tiene para nosotros el valor que debe tener, el valor que tenía para el apóstol Pablo. Cristo era la esperanza diaria de su alma, su corazón sólo estaba pendiente de Él; en todo el mundo no había otro objeto que pudiera atraerle. Para él, vivir era Cristo y su corazón no tenía lugar para alojar otra cosa.
¿Vibramos de gozo ante la idea de que de un momento a otro el Señor puede venir, mas también que puede llamamos a dejar nuestra tienda para ir a esperar junto a Él la perfección en la cual Él mismo entró y en la cual seremos sus compañeros eternamente?
Versículos 9-12: El tribunal de Cristo
Según la observación de otros, veste capítulo es el único en el Nuevo Testamento en el cual la palabra “nosotros” es empleada indistintamente para todos los hombres, mientras que en todos los demás sitios solamente se usa en relación con los creyentes. Es preciso, pues, distinguir en este capítulo qué actitud tienen los creyentes o los no creyentes ante los grandes hechos que conciernen indistintamente a todos los hombres: el pecado, la muerte, el juicio. Esta observación es de muy grande importancia para la predicación del Evangelio.
Hemos visto, al principio de este capítulo, que todos los hombres deberán comparecer ante Dios. El apóstol lo deseaba para sí; no es que deseara ser desnudado de su cuerpo, aun admitiendo que ello pudiera tener lugar, sino que su deseo era ser revestido de su cuerpo glorioso. Que el Señor viniera cuando él –el apóstol– estuviera acostado en el sepulcro, o cuando estuviera vivo en este mundo, lo que esperaba era ser revestido de un cuerpo glorioso para presentarse ante Dios. Pero muestra, al mismo tiempo, que es preciso que todos los hombres resuciten “pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos” (v. 3). Todos deberán presentarse corporalmente ante Dios, pero unos estarán revestidos de un cuerpo glorioso y los otros estarán simplemente vestidos de un cuerpo resucitado; los primeros tienen parte en la primera resurrección; la resurrección de los segundos, que tendrá lugar mucho más tarde, es llamada la muerte segunda. Se puede estar vestido de un cuerpo resucitado y, sin embargo, ser hallado desnudo ante Dios, es decir, en un estado en el cual el juicio de Dios debe, necesariamente, alcanzar a los hombres. Cuando Adam, después de la caída, creía haberse vestido, se encuentra desnudo ante Dios, y ésta fue su condenación. Siempre es así: el hombre que es hallado desnudo ante Dios, debe sufrir las consecuencias; por ello Dios, que quería salvar a Adam, lo vistió de pieles de animales sacrificados. Cuando los creyentes se presenten ante Dios, estarán vestidos no solamente de un cuerpo resucitado, pues éste no podría garantizarles nada, sino revestidos de un cuerpo glorioso, semejante al de su Salvador, revestidos de la gloria que Le pertenece, revestidos de la misma justicia de Dios. ¿Cómo no nos recibirá Dios revestidos de todas las cualidades gloriosas que son la parte de su Amado? ¡Sería preciso que rechazara a Cristo!
En lo que hemos leído hoy hallamos una segunda verdad que concierne a la vez a los creyentes y a los no creyentes: “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (v. 10). Así como hay dos resurrecciones, hay también dos comparecencias ante el tribunal de Cristo. Si se trata de la resurrección de los malos – llamados muertos la Escritura nos enseña que serán vestidos de un cuerpo resucitado, a fin de comparecer ante el “gran trono blanco” levantado cuando no se halle lugar ni para la tierra ni para el cielo (Apocalipsis 20:11-15). Este trono, para ellos, es el tribunal de Cristo. Allí está sentado el Señor Jesús para juzgar, pues la Palabra dice que Dios lo ha establecido juez, no solamente de los vivos sino también de los muertos. Y, por más que sean resucitados, estos hombres son muertos. Ante ese tribunal son abiertos los libros: por un lado, el libro de la vida, por el otro, los de las responsabilidades. Ni una palabra sale de la boca de los que se encuentran ante el tribunal. Son juzgados según sus obras si no se les halla escritos en el libro de la vida.
Hay un segundo carácter del tribunal que tiene relación, de una manera exclusiva, con los hijos de Dios:
Es preciso que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo.
Llegará un momento para nosotros, los creyentes, en el cual todo lo que hayamos hecho será manifestado en plena luz, ante el tribunal de Cristo, en la presencia de Dios, donde nada, absolutamente nada, podrá esconderse. Toda mi historia, desde el principio hasta el momento en que a Dios le plazca llamarme, será puesta de manifiesto. Cuántas veces oímos a creyentes que nos preguntan: ¿Será preciso, entonces, que mis pecados pasados, de los cuales me arrepentí, sean también puestos a la luz ante el tribunal? Sí, mis queridos amigos, todos debemos ser manifiestos ante esta luz perfecta. ¿Por qué temen los creyentes tal comparecencia? ¡Piensan en el momento en el cual todos los ojos vean desarrollarse su historia del principio al fin, todas sus faltas ocultas, todas las cosas censurables u odiosas de su marcha terrenal, que ni sus mismos íntimos conocían! Es perfectamente cierto que esto será así. Todas las miradas de las santas miríadas contemplarán mi vida pasada y conocerán hasta su más pequeño detalle. Pero hay una cosa mucho más seria, en la cual los creyentes piensan poco: bajo los ojos de Dios, ¡todo lo que ellos hayan hecho será manifestado en plena luz ante el tribunal de Cristo!
¿En qué calidad seré allí manifestado? Hemos visto ya que los hombres, manifestados como pecadores, deberán sufrir las consecuencias de sus obras. Nosotros, los cristianos, seremos manifestados con el mismo carácter que el Juez, revestidos de todas sus perfecciones en un cuerpo resucitado con gloria. No temeremos en manera alguna lo que la luz proyectará sobre nuestra vida pasada, pues sabemos ya que la gracia de Dios ha hallado medio, a través de todas nuestras miserias, de glorificarse, de extraer gloria aun de nuestros pecados, haciéndonos pasibles de su disciplina o castigo en este mundo, pero para conducimos, finalmente, allí donde quiere tenemos, en la gloria de Cristo. He aquí, queridos amigos, lo que me hace sentir feliz cuando pienso en el tribunal. Si mi vida no fuera mostrada con todos sus detalles, la gracia de Dios, que ha logrado, a pesar de todo, introducirme en esta gloria, no sería plenamente revelada. Esto sostiene el corazón. En lugar de temer que mis miserias sean manifiestas por la luz, pienso que Cristo ha sido glorificado a pesar de todas mis faltas. ¿Cómo no voy a gozarme? Si la gracia de Dios no hubiese estado allá, a lo largo de mi carrera, ¿cómo hubiese llegado a la salvación y a la victoria final?
¿Cuál es la causa de que un creyente tenga miedo del tribunal de Cristo? El hecho de que su conciencia no está tranquila. En una conferencia a la que asistí, el hermano encargado de dirigirla dijo, en voz baja a algunos que le rodeaban: Nunca he visto a un creyente en mal estado espiritual que no tenga objeciones que suscitar en relación con el tribunal de Cristo. En el mismo instante, en un extremo de la sala, un obrero del Señor, cuyo estado moral era motivo de inquietudes (aprehensiones que fueron confirmadas posteriormente), se levantó y dijo: Quisiera formular una pregunta acerca del tribunal de Cristo. ¿Piensan ustedes que los pecados cometidos por los creyentes en el curso de su vida vuelven todos a la memoria? No hubo respuesta; su pregunta daba en realidad la contestación.
Hallamos aquí, como en otros lugares, que cada creyente recibirá ante el tribunal de Cristo las cosas hechas en el cuerpo, según lo que haya hecho, sea bueno o malo. Cada cual recibirá una recompensa o experimentará una pérdida, según la manera en que haya servido al Señor en la tierra. Al que anda mal no puedo decirle: De todas maneras serás salvo. Más bien le pregunto: ¿Dónde estará tu corona? ¿Qué lugar ocuparás en la gloria? ¿No experimentarás una pérdida? ¡Y qué pérdida! Esto le sucederá a todo creyente que no anduvo a la altura de su vocación. Por ello el Señor dice a Filadelfia: “Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona”. La corona acordada a la fidelidad puede sernos tomada y dada a otros. Tal es el significado de las palabras “reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo”. Si he perdido mi corona, si he deshonrado a Cristo, ello será para mi vergüenza y confusión en el momento en que recuerde que deberé comparecer ante el tribunal, pero, cuando llegue allá, seré el primero en declarar que esta sentencia es justa, para gloria del Dios santo y de su Cristo. Me consuelo pensando que en ese momento, si Dios toma lo que mi fidelidad habría podido conseguir y lo da a otro, cuya piedad quizá era poco apreciada por mí, ello será algo justo que glorificará perfectamente al Señor.
¿Qué debo hacer, pues, ante la expectativa del tribunal? He de realizar por un lado lo que dice el apóstol: “Conociendo, pues, el temor del Señor”, y por el otro: “a Dios le es manifiesto lo que somos” (v. 11). Precisamos estar desde ahora a la luz del tribunal, y no esperar a estarlo en el cielo para presentamos ante ella. Es lo que hallamos aquí. Pablo vivía su vida a la luz plena del tribunal de Cristo. Sin hacerse ilusión alguna, veía y conocía que en él no habitaba el bien, es decir, en su carne; se juzgaba a fondo continuamente. Como no tenía confianza alguna en él, no se apoyaba en cosa alguna que pudiera tener en sí, pero una cosa quería: ser manifiesto a Dios. Como dice el Salmo 139: “¡Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón!” Imaginaba al tribunal aquí abajo y deseaba saber, antes de presentarse en el cielo, si había en el fondo de su corazón algún “camino malo” a fin de ser guiado “en el camino eterno”. Su alma se hallaba continuamente en la presencia de Dios y quería ser conocido por Él, no deseando otra cosa sino que Dios continuara teniéndola, a cada instante, bajo la plena luz de su rostro a fin de hacerle descubrir todo lo que pudiera ser una trampa que le alejara de Dios y también de todo lo que pudiera hacerle perder la recompensa del testimonio cristiano.
Notad bien esto: el apóstol podía adjudicarse este testimonio: “A Dios le es manifiesto lo que somos y espero que también lo sea a vuestras conciencias”.
¿Es éste nuestro caso? ¿Vivimos ante Dios y ante los hombres de forma tal que no ocultamos nada ni al Uno ni a los otros? El apóstol lo hacía; tenía conciencia de la seriedad del tribunal de Cristo, pero este pensamiento le dejaba perfectamente tranquilo y gozoso y al acabar su carrera podía decir con seguridad:
Por lo demás me está guardada la corona de justicia
(2 Timoteo 4:8).
Ahora vuelve de nuevo al tema de su ministerio. El pensamiento del tribunal ¿qué ha producido en Pablo como ministro de Cristo? Si bien a él no le inspira temor alguno, sabe que es algo terrible para los pecadores comparecer ante el trono del juicio. Este pensamiento le impulsa a emplear toda la potencia de persuasión que Dios le ha dado, para mostrar a los hombres cuánto debe ser temido el Señor y convencerles de no dejar para más tarde la comparecencia ante Dios. Pero no todo lo es el temor; en el versículo 14 añade: “Porque el amor de Cristo nos constriñe”. El temor del Señor y el amor por Cristo son los dos grandes motivos para aquel que presenta el Evangelio. Podemos hablar de este amor, puesto que nosotros somos los objetos de él, y podemos hablar de este temor puesto que lo experimentamos. Pero el temor, para nosotros, no es el miedo de hallar al Dios justo, sino el temor de desagradarle. Si el resultado del tribunal fuera reproducido actualmente en nuestras almas, cuán impulsados nos sentiríamos de dirigirnos a los hombres para decirles: «Huid de la ira que vendrá». Dios nos ha enseñado a huir de ella y nos ha librado de ella. Haced como nosotros; aprended, mientras hay tiempo aún, a juzgaros a vosotros mismos, para que no seáis entregados a juicio. El apóstol hablaba así; él persuadía a los hombres. El amor de Cristo le acuciaba sin tregua ni reposo. Toda su vida la pasó dirigiéndose a los pecadores, a fin de conducirlos a recibir la salvación gratuita que Dios les ofrecía por medio de Cristo.
“El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (v. 14-15). Hallamos aquí, de nuevo, a creyentes y no creyentes comprendidos en la misma categoría. Si Cristo ha muerto por todos, convertidos e inconversos, es prueba de que todos están muertos. Si un solo hombre hubiese podido ser exceptuado de esta muerte moral de todos los hombres, Cristo no habría tenido que morir por todos. ¿Han escapado algunos de las consecuencias de esta muerte moral?
Sí: los que han aceptado, por la fe, el sacrificio de Cristo, éstos viven. Pero, si el Señor ha muerto por todos, ¿por qué no viven todos? ¿Cuál es, pues, el obstáculo que se opone a la salvación de todos los hombres? El único obstáculo es la voluntad del hombre.
La vida cristiana consiste, queridos amigos, en no vivir para sí mismo. Si esa vida es bien comprendida, el egoísmo del corazón natural del hombre pecador no tiene más lugar en ella. El fin que Dios se ha propuesto al darnos la vida eterna por la fe en Cristo es que no vivamos para nosotros mismos. Dios nos ha dado, en la persona de Cristo, un objeto para nuestros corazones: Aquel que murió y resucitó por nosotros. ¿No vale la pena vivir para tal hombre?
Hemos considerado cuál es la actitud del mundo y cuál la de los cristianos en relación con tres cosas: el pecado, la muerte y el juicio. Cuando el pecador es situado ante estas tres cuestiones, su estado es absolutamente desesperante y no debe aguardar otra cosa más que la miseria eterna. Para el creyente es distinto. ¿Dónde están sus pecados? ¡Borrados!, pues el problema del pecado ha sido resuelto para nosotros en la cruz, donde Cristo fue hecho pecado en lugar de nosotros. Si se trata de la muerte, para nosotros es la antecámara de la resurrección o, aun mejor, la muerte es como un accidente en nuestro camino, pues la realidad es la resurrección. El apóstol sabía estas cosas: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”. El poder de la muerte está tan abolido para nosotros como el poder del pecado. Queda aún el juicio. El tribunal de Cristo es una cosa infinitamente bendita para el creyente, el cual sabe que la gracia lo ha acompañado ante ese tribunal. Allá, todo lo que él hizo, en sus más pequeños detalles, está colocado como un cuadro ante los ojos de los santos glorificados, ante los ojos de los ángeles, ante los de Dios y ante los de Cristo. Dios lo pone todo en plena luz, no para hacemos llevar el juicio de nuestras faltas, sino para glorificar su gracia.
Sin embargo, hay otra cosa que no debemos olvidar: nuestra conducta en este mundo tendrá efectos eternos cuando estemos en la gloria; no para nuestra condenación, sino porque el tribunal de Cristo es el lugar de las coronas y las recompensas. El apóstol sabía, al fin de su larga carrera, que había una recompensa, pues dice: “por lo demás me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día” (2 Timoteo 4:8). No hay duda de que no somos llamados a servir al Señor como mercenarios, por una recompensa, sino a serle agradables con nuestra conducta, de manera que ante su tribunal podamos oír las palabras de su boca: “Bien, buen siervo y fiel… entra en el gozo de tu señor”, en lugar de oír otras: Tú has sido infiel; te había preparado una corona, pero no puedo dártela; la doy a otro en tu lugar y tú te verás privado de ella.
El apóstol Pablo estaba seguro de tener una hermosa corona de gloria: debían formarla todos aquellos a quienes había conducido a Cristo. Otros creyentes que vivieron para sí, o para el mundo, acomodándose a sus ideas, a sus planes y a su conducta en lugar de cuidar las almas con las cuales el Señor les relacionó, ¿qué corona podrán obtener en la gloria? Por ello el Señor se sirve de esta perspectiva para animamos o hacemos conscientes de nuestra responsabilidad. No basta saber que el tribunal de Cristo no es un lugar de condenación eterna; es solemne pensar que al final de nuestra carrera terrenal podremos comparecer ante el tribunal sin recibir ningún testimonio de la satisfacción de nuestro amado Salvador respecto de lo que hayamos hecho por El.
Versículos 13-21: El ministerio de la evangelización
Después de esta recapitulación, consideremos el texto que acabamos de leer: “Porque si estamos locos, es para Dios; y si somos cuerdos, es para vosotros” (v. 13). Tal vez os sorprenderá si os digo que esto debería caracterizarnos. No se trata de que seamos llamados a “estar locos” (o “estar fuera de sí”, según otras versiones), tal como el apóstol Pablo; Dios le dio este ánimo en su carrera tan laboriosa y sembrada de dificultades; pero tenemos aquí el ejemplo de un hombre en el cual el yo, el egoísmo del corazón natural, no desempeñó ningún papel. Cuando estuvo en éxtasis, no fue para él sino para Dios; si tenía sensatez, no era para él sino para sus hijos en la fe. Así, la vida del apóstol estaba dividida entre Dios, a quien podía visitar en el cielo, y sus queridos corintios, no pensando más que en ellos cuando era sensato. ¿Cómo podía tener lugar semejante cosa? El amor de Cristo le apremiaba y se había apoderado de él. Tal era la causa y el resorte que movía esta vida. Pero dos motivos llenaban el corazón de Pablo en cuanto a su actitud hacia el mundo. Cuando pensaba en el tribunal, pensaba primeramente en los hombres. ¿Qué les sucedería cuando tuvieran que presentarse ante el trono del juicio? Sabía cuánto debía ser temido el Señor y qué efecto ejercerá sobre los pecadores. Entonces les dice: ¡Cuidado con el tribunal! Pero, por otra parte, tenía que hablarles de un amor que conocía a fondo, pues sabía cuál era el amor de Cristo hacia él.
Todo el final de este capítulo continúa el gran tema del ministerio. En los capítulos precedentes hemos visto cómo el apóstol ejercía su ministerio a favor del pueblo de Dios; pero tal no es su único carácter. Aquí el ministerio se proyecta hacia afuera, hacia el mundo, y dice a los hombres estas pocas palabras: Tened cuidado con el juicio de Dios, pues es una cosa seria cuyas consecuencias son eternas. Abrid los ojos y los oídos para ver y oír lo que es el amor de Cristo. “El amor de Cristo nos constriñe”. No se trataba de su amor por Cristo que llenaba su corazón, sino del amor de Cristo mismo. Mi amor por Cristo es un sentimiento tan incompleto que no alcanzará jamás a llenar mi corazón. Cuanto más avanzamos en la vida cristiana, tanto más vemos cuán restringido es nuestro afecto hacia El, comparado con su amor, el cual fue mostrado en la cruz, el que Él muestra diariamente por medio de sus cuidados de Pastor y Sacerdote y el qué ha de mostrar también en el porvenir, cuando tenga lugar su coronación en la gloria, donde estaremos con Él, tales como Él, para siempre.
“Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron”. Tal es, en una palabra, la base, el asiento de todo el Evangelio. Todos son muertos a los ojos de Dios (pues a nuestros propios ojos no lo somos jamás) y esto es probado por el hecho de que el Señor Jesús vino a morir por todos. No existe ni una chispa de la vida de Dios en el corazón del hombre pecador; está muerto. Pero Cristo vino para someterse a la muerte por todos y, al resucitar de entre los muertos, nos franqueó el camino de la vida, dándonos su propio lugar en una vida nueva, en una vida de resurrección, “para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”. Permitidme volver al asunto que ocupó nuestra atención anteriormente. ¿Cómo hemos de vivir en lo sucesivo nuestra vida aquí, en la tierra? ¿Qué haremos? Notad, queridos amigos, que aquí hallamos la característica absoluta del cristiano, según los pensamientos de Dios. ¡No vivir ya para sí, sino para Cristo! ¿Puede hacer esto el hombre pecador ¡Jamás! Leed en Oseas 10:1: “Israel es una frondosa viña, que da abundante fruto para sí mismo”. Así es el hombre. En otro pasaje se dice:
los que gorjean al son de la flauta, e inventan instrumentos musicales como David
(Amos 6:5).
El profeta evoca a David, el gran inventor de instrumentos para acompañar la alabanza a Jehová. El hombre puede inventar, lo mismo que David, instrumentos para el canto, pero se sirve de ellos para sí.
¿Queremos tener este carácter? ¿Nuestras conciencias no nos dicen, acaso, que, como objetos de tal amor, todo lo deberíamos sacrificar por Cristo y no vivir en lo sucesivo para nosotros mismos? ¿No es cierto que cada uno de nosotros puede aplicarse esta palabra? Si entre nosotros exhorto a mis hermanos y hermanas para que lo hagan, estad ciertos de que yo me exhorto a mí mismo y no me reconozco derecho alguno para ofrecerme como ejemplo a los demás. Y, sin embargo, en este mundo hallaréis tales ejemplos. Cuántos de ellos conozco; creyentes muy sencillos y muy consagrados, de los cuales Dios ha dado testimonio de que no habían vivido para sí, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó.
Es bueno que hagamos una pausa para que todos, sin excepción, examinemos nuestra conciencia a la luz de la presencia del Señor. ¿Hemos comprendido con qué finalidad murió y resucitó por nosotros, con qué objeto nos comunicó una vida nueva, capaz de amar, de consagrarse y de servirle? Tenemos necesidad de que Él nos exhorte a ello, pues sabe muy bien cuán débiles y tornadizos son nuestros corazones. No olvidemos estas palabras: “para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”.
Como lo hemos hecho notar, el capítulo 5:13-21 nos presenta un nuevo aspecto del ministerio: la evangelización. Si algún pasaje del Nuevo Testamento puede damos luz sobre la inmensa importancia de la predicación del Evangelio, éste es, sin duda, uno de los más importantes. Hemos visto también que la cuestión de la muerte es como la base misma del Evangelio. No puede presentarse una salvación completa, con toda su fuerza y poder, sin presentar lo que le sirve de punto de partida: la muerte del pecador1 , que es en lo que falla gravemente la evangelización actual. Si hablo de la gracia de Dios en Cristo, sin establecer el gran hecho de que a los ojos de Dios el hombre está enteramente muerto en sus faltas y pecados, debilito la fuerza del Evangelio mismo. Uno puede haber recibido la verdad de que es un pecador y que tiene necesidad de perdón y, pese a ello, tener un evangelio muy incompleto. Por cierto, no digo que un alma no se salva de esta manera –ya que toda alma que recibió el perdón de sus pecados es salva– pero está aún lejos de la realidad del Evangelio tal como era predicado por el apóstol Pablo. Como lo hemos visto, si la base del Evangelio es la ruina irremediable del hombre, la fuente de todo es el amor de Dios en Cristo. El apóstol conocía este amor maravilloso y su alma lo había captado y comprendido de tal manera que se sentía impulsado a hablar de él a los hombres. Juntaba estas dos grandes verdades del Evangelio, la muerte y el amor: “uno murió por todos, luego todos murieron”. Ésa era la prueba evidente de que en el alma de cualquier pecador no hay ni un destello de la vida de Dios, pero que su amor ha hallado el medio de sustituimos a todos por un solo hombre, venido a situarse en la posición en que estábamos y a llevar todas las consecuencias de ese acto. Así es que murió. ¿Por quién? Por todos. Su amor lo hizo descender aquí y sustituimos bajo la sentencia de muerte. Pero Dios no podía dejar en la muerte a su Hijo amado, al cual esa obra le había costado todo, incluida su propia vida. Entonces, así como Dios lo había dado por nosotros, lo resucitó también por nosotros. “Aquel que murió y resucitó por ellos”. Ahora sé que poseo una vida nueva, una vida de resurrección, porque Cristo resucitó por mí, así como también sé que yo estaba muerto en mis delitos y pecados, porque Cristo murió por mí –no porque, notadlo bien, yo me sienta muerto (al contrario, me siento muy vivo)–, pero, al ver a Cristo, he aprendido lo que yo era y lo que he venido a ser en virtud de su obra. Tal es la sustancia del Evangelio. Nos muestra que el amor de Dios ha situado a su Hijo donde nosotros estábamos y que este amor resucitó a nuestro Sustituto, dándole una vida de resurrección, a fin de que seres tales como nosotros puedan poseer esta vida. Y ahora el apóstol añade: “para que los que viven, ya no vivan para sí”. Hemos insistido mucho sobre esta verdad. Desde el momento en que comprendo todo el valor de la obra de Cristo, soy introducido en una esfera en la que el egoísmo está excluido. El hombre pecador se hace siempre el centro. A menudo se le ha comparado a una piedra tirada al agua; los círculos se forman a su alrededor cada vez más extendidos, cada vez más alejados, pero la piedra permanece como centro. Cuando al recibir una vida nueva fui liberado de ese estado, hallé otro centro que no soy yo, un objeto para mi corazón, el cual es Cristo. Ello caracteriza, por así decirlo –si es que él está consustanciado con su cristianismo– al cristiano ideal a los ojos de Dios: un hombre apartado de sí mismo que ha hallado para su corazón un objeto fuera de él, otro centro, alrededor del cual todos sus pensamientos pueden converger en lo sucesivo. En la epístola a los Gálatas, el apóstol se expresa así: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí”. El creyente ha hallado un objeto digno de ocupar todo su corazón, Jesús, el cual le ha revelado el amor, y con qué gozo es liberado de sí para pertenecerle.
Estos pensamientos en los cuales no podemos detenemos más extensamente, nos conducen a los versículos que hemos leído: “De manera que nosotros de aquí en adelante, a nadie conocemos según la carne”. Un cambio completo se ha operado en mi vida. He sido introducido en relaciones completamente nuevas o, para hablar más exactamente, las relaciones en las cuales me hallaba han tomado un nuevo carácter. El cristianismo no me ha hecho salir de mis antiguas relaciones según la naturaleza, entre padre e hijo, entre marido y mujer, etc., pero ellas han cambiado de carácter por completo, de suerte que puedo decir: “A nadie conocemos según la carne”. Halláis en la epístola a los Efesios: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres”. A esto se debe que el carácter de la relación sea otro. Es importante que nos demos cuenta de ello. Nuestras relaciones, y no solamente las familiares –es muy sencillo que las de la familia cristiana sean diferentes de las de la mundana– sino también las que tenemos diariamente con los hombres del mundo han cambiado completamente. ¿Cómo las consideraremos? ¿Podemos decir: “A nadie conocemos según la carne”? ¿Es que los lazos no existen más, tales como en otro tiempo, porque ahora los conocemos sólo a la luz de Cristo? Y cuando tenemos que tratar con nuestros amigos de otro tiempo ¿decimos, como el apóstol: “El amor de Cristo nos constriñe”? En este pasaje él habla precisamente de sus relaciones con los hombres. Como ha juzgado que son muertos, como nosotros lo estábamos en otro tiempo, podemos presentarles ahora la verdad del Evangelio, por la cual hemos recibido una vida nueva.
- 1El autor se refiere a la muerte moral.
Nueva creación en Cristo
El apóstol añade: “y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así”. Notad estas palabras: “ya no”. Antes, los discípulos judíos habían conocido a Cristo según la carne. Era el Mesías, el Rey prometido, venido al mundo para ser presentado a su pueblo según la carne. Pero había sido rechazado y el apóstol no lo conocía más como objeto de la esperanza judía. Lo mismo ocurría en sus relaciones con los de su nación, sus “parientes según la carne” (Romanos 9:3), aunque él amaba tiernamente a ese pueblo, no los conocía más así. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (o como dice el texto griego original: “De modo que si alguien está en Cristo, es nueva creación”). Estar en Cristo: todo el secreto del cambio operado en nosotros reside en eso ¡ya no estoy más en Adam sino en Cristo! Una nueva creación fundada sobre una vida nueva, por la resurrección de Cristo de entre los muertos: “las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas”. ¿Es verdaderamente nuestro caso, en la práctica? ¿En todas las relaciones con el mundo que nos rodea nos consideraremos como no estando en la carne, sino como pertenecientes a un nuevo orden de cosas? “He aquí todas son hechas nuevas”; la escena en la cual vivo en lo sucesivo no es el mundo. Estoy en el mundo, pero no pertenezco a él; soy introducido en otra escena; mi vida ya no es más la de la antigua creación. Sin duda, como todos los demás hombres, tengo mi inteligencia, mi alma, mi actividad en la tierra, pero, en Cristo, las cosas viejas pasaron; el creyente ya no es más un hombre animal, sino un hombre espiritual. ¿Dónde están nuestros afectos ¡Ay!, mis queridos amigos, en la práctica muestro la mayor parte del tiempo que las cosas viejas no han pasado, y esto me humilla; pero yo hablo de la posición que Dios nos ha dado para elevamos por encima de los miserables pensamientos que nos rebajan al nivel de las cosas terrestres. ¿Nuestros pensamientos están fijos en las cosas de lo alto? ¿Nuestros deseos no tienen nada que ver con las cosas de la tierra? ¿Nuestra esperanza está totalmente dirigida hacia el momento bendito en que estemos con el Señor? Todo se ha hecho nuevo. “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo”. Debemos humillamos al ver que, habiéndonos dado Dios tal posición, apenas la conocemos. El apóstol sí podía decir:
Conozco a un hombre en Cristo
(cap. 12:2);
las cosas viejas pasaron ya, he aquí que todo se ha hecho nuevo. Mi vida no pertenece ya a este mundo; mi esperanza no tiene que ver con las esperanzas terrestres, sino con el cielo.
Y añade: “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo”. Notad esta palabra que hallamos a menudo en este pasaje y nos da la significación más elevada del contenido del Evangelio: la reconciliación. Como lo hemos dicho ya, no lo es todo tener el perdón de los pecados. Un alma que ha recibido este perdón está liberada del peso que gravitaba sobre ella; sabe que el Salvador expió sus pecados y que Dios no se acuerda más de ellos, pero esto no es todo el Evangelio. “(Dios) por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (v. 21). La liberación del pecado es una cosa infinitamente dichosa y bendita. Dios me declara justo, absolutamente justo según su propia justicia, porque en Cristo me ve sin pecado. Esto conduce a la reconciliación. Quien dice reconciliación, dice nuevas relaciones entre nosotros y Dios. El pecado nos había alejado de Él. Pero Dios halló el medio de abolir esta escisión, de manera que ya no haya nada más que nos separe. Al haberme justificado, Dios me asocia a Sí. Tomad un ejemplo de los negocios. Un hombre ha defraudado la confianza de su protector y lo ha perjudicado y comprometido profundamente. La falta del culpable es la consecuencia de ello. El protector examina las cuentas, registra los errores… y paga las deudas. Podría decir: He pagado tus deudas, pero en lo sucesivo no tendré más relaciones contigo. En lugar de esto le justifica y le rehabilita y, para probar el alcance de esta rehabilitación, le asocia con él. El culpable de otro tiempo es poseedor ahora de los mismos negocios, los mismos intereses, las mismas relaciones que aquel a quien tan gravemente había ofendido. No hay ninguna diferencia entre ellos; la comunión es completa. Tal es la gran obra que Dios hizo por nosotros; el resultado de la obra de Cristo no es solamente habernos logrado la justificación, sino habernos reconciliado con Dios, haber restablecido las relaciones que nosotros, culpables, habíamos roto, habernos dado los mismos intereses, los mismos objetos y habernos asociado con Él desde ahora y por la eternidad.
Estas relaciones solamente podían restablecerse por medio de Jesucristo: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (v. 19). Tal era el carácter de Dios cuando Jesucristo se presentó entre los hombres. El mundo no aceptó esta invitación; por lo contrario, se desembarazó de Aquel en quien Dios mismo estaba, para reconciliar el mundo a Sí. Pero, en su ausencia, Dios envía embajadores en las personas de sus ministros: “Así que somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos, en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (v. 20). Esta reconciliación no está por hacerse como cuando Dios estaba en Cristo, en este mundo; ya está hecha; el fundamento fue puesto en la cruz, donde Aquel que no conoció pecado fue hecho pecado por nosotros. Tal es el mensaje del embajador. Podéis venir ahora con toda confianza: Sed reconciliados con Dios. A su propio Hijo lo hizo pecado por nosotros, a fin de que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él (Romanos 5:10-11; Colosenses 1:21-22).
Si hemos sido los objetos de tal amor y de tal reconciliación ¿no debemos acaso ir al mundo para anunciarlos? Esta buena nueva no sólo fue proclamada en el mundo por los apóstoles; los evangelistas la publican; pero recordemos bien que este servicio incumbe también a cada uno de nosotros. A menudo, Dios cruza un alma en nuestro camino para que reciba el mensaje de la reconciliación. No olvidemos que esta alma está destinada a formar parte de nuestra “corona… delante de nuestro Señor Jesús, en su venida” (1 Tesalonicenses 2:19).