Corintios II

2 Corintios 3

Capítulo 3

Versículos 1-6: Una carta de Cristo conocida y leída por todos los hombres (cap. 3:2)

Permítanme volver un poco sobre los pensamientos contenidos en los dos primeros capítulos de nuestra epístola. Esta última presenta un tema particular: el ministerio, su funcionamiento, la tarea que le incumbe y las cualidades indispensables para ser ministro de Cristo, principios en los que penetraremos más a medida que profundicemos este tema. Es necesario destacar que el ministerio tiene, en esta epístola, un carácter muy amplio. No es solamente el ministerio apostólico o ministerio de la Palabra, pues lo que aquí es traducido por ministerio en otros lugares se traduce por servicio. En efecto, todos tenemos un ministerio. Si bien no todos tenemos el de la Palabra, a cada cual el Señor le ha confiado un servicio, y a menudo el más ínfimo servicio a los ojos de los hombres tiene una importancia muy grande a los ojos de Dios. Más adelante, en los capítulos 8 y 9, el apóstol se extiende acerca del servicio pecuniario en relación con los santos, muestra cómo debe ejercerse y se considera dichoso de participar en él. Compenetrémonos bien de esta verdad: aunque no tengamos un don del Espíritu en favor de la Asamblea o del mundo, todos tenemos un servicio particular al cual debemos consagramos tan cuidadosamente como si fuera un servicio público. Si este último tiene más apariencia a los ojos de los hombres, ofrece también más peligros para aquel que lo ejerce.

Al considerar el primer capítulo, podemos concluir que nuestro servicio para el Señor, cuando se alía a la confianza en nosotros mismos, siempre se verá aquejado, no por la nulidad –pues no hay ni siquiera uno de nosotros que no tenga que pasar en el transcurso de su servicio por el juicio gradual y minucioso de sí mismo–, pero, al menos, se verá aquejado de debilidad en proporción a la importancia que estemos dispuestos a atribuimos. Como lo hemos visto, el más grande de los apóstoles decía: “para que no confiásemos en nosotros mismos”;

soy menos que el más pequeño de todos los santos
(Efesios 3:8);

y aun “nada soy”. En la medida en que esta verdad es realizada, el ministerio cristiano es bendecido. El apóstol ejercía este juicio absoluto de sí mismo para ejemplo de sus hermanos y para animarlos en el camino.

Al final del capítulo 1 hemos visto que el objeto del ministerio es Cristo, de manera que el apóstol se aboca a resaltar Sus glorias. Muestra a continuación que, para presentar a Cristo, se precisa poder; es necesario estar ungido y sellado con el Espíritu Santo. Nada hay más miserable que presentar a las almas la verdad de Dios como un asunto de inteligencia o como un resultado de nuestros estudios, pues de esta manera la acción de la Palabra sobre las conciencias es anulada, ya que sólo el Espíritu de Dios puede darle eficacia.

En el capítulo 2, el ministerio no tiene solamente por objeto presentar a Cristo, sino también una acción en la Asamblea con miras a la disciplina; pero la disciplina debe ejercerse con amor. Sin amor, no es otra cosa que un juicio legal que no tiene nada que ver con el Espíritu de Dios. Al fin del capítulo, el ministerio es la presentación de la victoria de Cristo a los hombres y la presentación del perfume de Cristo a Dios, lo que constituye una inmensa responsabilidad para nosotros, pero también para los que rechazan nuestro testimonio.

Llegamos así al principio del capítulo 3, donde hallamos una nueva función del ministerio. Éste tiene por fin no solamente presentar el perfume de Cristo en el mundo, sino también dirigirle una carta de Cristo conocida y leída por todos los hombres. Los corintios eran, sin duda, la carta de recomendación del apóstol, mas, para Pablo, esta carta era absolutamente idéntica a la carta de recomendación de Cristo. Pablo no había escrito su propio nombre sobre el corazón de los corintios, sino solamente el de Jesús. ¡Cuántos ministros de Cristo, en lugar de seguir el ejemplo del apóstol, han tenido la triste función de escribir un nombre de hombre, o el nombre de la secta a la cual pertenecen o cualquier otra cosa sobre el corazón de los creyentes!

El Señor había suministrado a Pablo los instrumentos necesarios para escribir la carta de Cristo y había llevado a cabo fielmente su tarea. Sus tablillas eran tablas de carne del corazón y no las tablas de piedra de la ley; su pluma y su tinta, el Espíritu de Dios; su carta, la Iglesia; su tema, Cristo; un solo nombre y ningún otro, un nombre que contiene en sus sílabas los consejos eternos de Dios, todos sus pensamientos y todas sus glorias.

Así como los corintios, también nosotros somos el fruto del ministerio del apóstol, ministerio que está contenido en la Palabra de verdad; y, como ellos, somos llamados a ser la carta de recomendación de Cristo, conocida y leída por todos los hombres; pero, notadlo bien, el ministerio del apóstol es llamado aquí, no a formar individuos, sino un conjunto. El apóstol no les dice: Vosotros sois cartas, sino: Vosotros sois la carta de Cristo, aunque sea perfectamente cierto que todo cristiano, individualmente, debe recomendar a Cristo ante el mundo. Tal era la importancia de la Iglesia, de la Asamblea de Cristo, a los ojos de Pablo.

Al final de este capítulo, confía a los corintios el secreto que les permitirá ser esta epístola de Cristo, secreto sencillo y elemental. Es preciso que todos nosotros –pues aquí se trata siempre del conjunto de cristianos (v. 18)– tengamos por objeto la contemplación del Señor. Esta contemplación nos transforma gradualmente en su imagen gloriosa, de tal manera que el mundo no pueda ver más que a Cristo en su Iglesia.

Versículos 7 a 18: Ministerio de la ley y el del Espíritu

Este mismo capítulo 3 nos presenta otra función importante del ministerio cristiano. Tiene una enseñanza en vista. Por ello el apóstol resume el conjunto de la doctrina cristiana en el paréntesis que se extiende del versículo 7 al 16. Esta doctrina está en absoluto contraste con lo que la ley había enseñado hasta entonces. Ahora bien, entre los cristianos de nuestros días que pretenden conocer la gracia, ¡cuán pocos la comprenden realmente y la separan enteramente de la ley!

Hallamos aquí, pues, la diferencia entre el ministerio de la letra, es decir, de la ley, y el ministerio del Espíritu.

El apóstol empieza por mostrar que el ministerio de la ley es un ministerio de muerte. La ley, sin duda, promete la vida a aquel que le obedezca, pero ¿es capaz el hombre de obtener esta vida prometida? Lo que hace que ello sea imposible es el pecado. Y el pecado no es otra cosa que la voluntad propia y la desobediencia del hombre. Así, la ley, aunque prometa la vida, es un ministerio de muerte. Condena a aquel que no la ha seguido y le convence de pecado. Todo hombre bajo la ley se halla, pues, bajo un ministerio que le mata, pronunciando sobre él la sentencia de muerte. Es el tema del capítulo 7 de Romanos. La ley hacía nulas, de una vez para siempre, todas las pretensiones del hombre en cuanto a ponerse en regla con Dios y obtener la vida de esta manera.

En contraste con el ministerio de muerte, el apóstol habla, no del ministerio de vida, sino del ministerio del Espíritu, porque, cuando el Espíritu Santo obra, trae la vida al alma.

Por otra parte, el ministerio de la ley es un ministerio de condenación, mientras que el ministerio del Espíritu lo es de justicia; pero no se trata de una justicia humana y legal, pues el Espíritu ha venido para anunciamos la justicia de Dios. Tal es el propio contenido del Evangelio, y por ello el apóstol le concede tan grande importancia. Muestra la manera por la cual Dios ha podido reconciliar su odio contra el pecado (una justicia que debe condenar al pecado) con su amor hacia el pecador. La justicia de Dios es así una justicia justificante y no una justicia condenatoria. Esta conciliación de dos cosas inconciliables no se halla sino en la cruz de Cristo, donde “la justicia y la paz se besaron”. No existía otra cosa parecida antes del ministerio cristiano del cual el apóstol era el representante. Este ministerio es el resumen de todos los pensamientos de Dios en relación con los hombres. Por él aprendemos a conocer a Dios en toda su gloria, en toda la perfección de su naturaleza y de su carácter.

El apóstol continúa y dice: “mucho más glorioso será lo que permanece” (v. 11). Lo que permanece es el carácter de Dios. Nada hay que añadir a lo que Dios nos ha revelado de sí. Lo que Dios es, su gloria entera, se ha mostrado en la obra que cumplió en la cruz por nosotros. Esta obra subsiste para siempre jamás con gloria.

Al final de este pasaje se dice (v. 17):

en donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.

La ley era un ministerio de esclavitud que volvía al hombre incapaz de acercarse a Dios; la gracia nos introduce en su presencia y podemos contemplar sin velo la persona del Señor Jesús, quien ha sido hecho justicia de Dios por nosotros. Como ya lo hemos visto, tener plena libertad para entrar ante Él, es poseer el secreto por el cual uno puede ser realmente ante el mundo una carta de Cristo. La consideración de la gloria del Señor nos transforma gradualmente, de gloria en gloria, a su semejanza. Esta transformación es parcial, pues no hemos alcanzado la perfección ni la alcanzaremos jamás aquí abajo.

Todo este pasaje presenta la oposición más completa entre el ministerio de la ley y el del Espíritu. Los dos ministerios no concuerdan en punto alguno. El de la ley es un ministerio de muerte y no puede hacer otra cosa que condenar. La ley, aun en

su carácter menos severo, tal como Dios la hizo conocer a Moisés cuando por segunda vez le dio las tablas de la ley, no podía hacer otra cosa que condenar. Un régimen en el cual la ley está mezclada con misericordia –régimen bajo el cual Israel se hallaba de hecho, pues no se hallaba bajo el régimen de la ley pura– es mortal para aquellos que lo aceptan. Aun ahora, los que no son judíos y, diciéndose cristianos, se sitúan bajo ese régimen mixto, no pueden esperar más que una condenación absoluta, pues la ley no es sólo un ministerio de muerte, sino también de condenación. El hombre se halla bajo la sentencia pronunciada por la ley y esta sentencia es irrevocable.

Todo hombre situado bajo la ley, no halla otra cosa que esto, pero Dios emplea este medio para convencerle de pecado, a fin de instruirlo acerca de su propio estado y conducirlo a reconocer que sólo la gracia de Dios puede proveer un sacrificio que le libre de la maldición de la ley. Por la venida del Señor, que trajo la gracia a los pecadores, todo el sistema de la ley –como medio de justificación– no cuenta.

El Evangelio de la gloria

Si la ley es un ministerio de muerte y de condenación, el ministerio cristiano es, como lo hemos visto, el del Espíritu y el de la justicia. Pero hallamos aun otra cosa en el pasaje que hemos leído: el Evangelio que el apóstol presentaba era el Evangelio de la gloria y traía el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo (cap. 4:4-6). A menudo, en los escritos de Pablo se habla del Evangelio (o buenas nuevas) de la gloria. Muchos ven en ello solamente la idea de que el Señor, después de haber cumplido la obra de la redención, ascendió a la gloria. En efecto, esto es una buena nueva, pero el término va mucho más lejos. La gloria es el conjunto de todas las perfecciones de

Dios, puestas en luz desde la cruz. ¿Quién, pues, las hace conocer? ¿Dónde puedo verlas? En la faz de Jesucristo. En Él, Dios ha manifestado su odio contra el pecado, su justicia que debía condenarlo y lo condenó, en efecto, en la persona del Salvador. Allí manifestó Dios su santidad, una santidad que no puede ver el mal ni soportarlo en su presencia. Allí mostró Dios su majestad, la grandeza del Dios soberano que se digna tener en cuenta a sus criaturas. Allí hizo brillar Dios su amor, el punto culminante de sus perfecciones, un amor que ha tomado a nuestro favor el sublime nombre de la gracia. La gracia fue a buscamos al fondo del abismo en el cual el pecado nos había hundido, a fin de salvamos y conducirnos a Dios. He aquí lo que es el Evangelio de la gloria de Dios. En el capítulo 3:18, el apóstol nos muestra que todos podemos presentamos ante esta gloria y compenetramos de ella. Para nosotros no existe más el miedo delante de esta gloria, pues la justicia de Dios ha sido plenamente satisfecha por el don de Cristo. ¿Cómo podrá esta justicia alcanzarme para condenación si, después de haber alcanzado a mi Salvador, lo ha hecho sentar a la diestra de Dios? Es una cosa pasada; el amor de Dios resplandeció una vez en mi favor. A menudo pienso en la palabra resplandecer. El amor ha sido manifestado y, de pronto, puesto en plena luz, en este lugar sombrío donde el Hijo de Dios, rechazado por los hombres, fue crucificado. ¿Puedo ver un amor más completo que el que fue mostrado en la cruz?

El apóstol compara ahora la gloria, manifestada bajo la ley, con la gloria puesta plenamente en luz bajo el régimen de la gracia. Toma para ello el ejemplo de Moisés (v. 7). Había cierta gloria bajo la ley, pero no la gloria. Podéis daros cuenta leyendo el capítulo 33 del Éxodo (v. 18), donde, después del pecado del becerro de oro, Moisés pide a Dios que le deje ver Su gloria. Jehová responde que esto no es posible (v. 20-23); Moisés no podía ver la faz de Dios; Éste permanecía solo en su propia gloria; la nube era su morada gloriosa y nadie podía penetrar en ella. Sólo bajo el régimen de la gracia los discípulos pueden entrar en la nube y oír al Padre que les habla de su Hijo. A pesar de aquella interdicción, Jehová hace conocer a Moisés todo su bien (Éxodo 33:19), es decir, parte de su gloria, en la medida en que ella podía ser revelada bajo la ley (cap. 34:6-7). Parecería, a primera vista, que aquí entramos bajo el régimen de la gracia. De ninguna manera Dios, quien no puede negarse a sí mismo, consiente en anticipar que Él es un Dios de misericordia, de bondad, de paciencia, pero, al mismo tiempo, un Dios que “de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación”.

Moisés, el mediador de la ley, fue, por así decirlo, el único hombre en Israel que no estuvo bajo la ley. Conocía algunos rasgos preciosos del carácter del Dios de gracia y podía gozar de ellos. En estas condiciones sale de la presencia de Dios y se presenta ante el pueblo (cap. 34:29-35). ¿Qué sucede? ¡Su rostro resplandece! Aquellos pocos rayos de la gloria de Dios que había recibido, brillaban en su rostro. La visión de esta gloria ¿cautivará al pueblo? Todo lo contrario: “tuvieron miedo de acercarse a él”. Temían la gloria porque contenía los elementos del juicio. Entonces Moisés pone un velo sobre su rostro. Este hecho es el punto de partida de todo nuestro pasaje.

Pero Moisés no pone un velo sobre su rostro solamente porque los hijos de Israel no habían podido soportar esta luz; lo pone a fin de que el pueblo no fijase sus ojos en la consumación de las cosas que debían tener fin. No debían ver la gloria. Si la hubiesen visto, tal como nosotros la vemos, habrían salido del régimen bajo el cual Dios los había colocado y habrían visto a Cristo en todas las ordenanzas de la ley. El régimen de la ley hubiese terminado y toda la continuación de los designios de Dios respecto de los hombres se hubiese visto interrumpida. Nosotros sí vemos en Su faz todo el conjunto de la gloria de Dios a nuestro favor y descubrimos en él cosas maravillosas. Dios se vale de estos descubrimientos para hacemos apreciar el tesoro que poseemos en Él y para llenamos del deseo de imitar a nuestro modelo.

El apóstol nos muestra a continuación que este velo que está sobre la faz de Moisés se halla también, para los judíos, sobre las Escrituras. Es un juicio sobre ellos, según Isaías 6. Lo único que debían ver en las Escrituras era a Cristo, y ello era precisamente lo que no veían. Saben cuántas letras y sílabas componen las Escrituras, pero nada conocen de la persona del Salvador. Es lo que hallamos aquí: el velo está sobre el rostro de Moisés, el que habría podido informarles acerca de la gloria de Dios; está sobre las Escrituras, las que les habrían hecho conocer a Cristo y, aun más, el velo está sobre sus propios corazones (v. 15).

En cambio hoy ¡qué diferencia! ¡Podemos considerar a cara descubierta la gloria del Señor! El velo está quitado de la faz de nuestro Moisés, el Señor Jesús; podemos permanecer ante Él para contemplarle con plena libertad. Todo lo que Dios es, toda su gloria ha sido manifestada en el Hijo del hombre y en el Hijo de Dios por la redención. El resultado de esta contemplación es que somos transformados a su misma imagen. ¡Bienaventurados los creyentes que entran con esta plena libertad ante la faz descubierta de Jesucristo y están lo suficientemente interesados en Sus perfecciones para reproducirlas en su marcha aquí abajo. Tomad en cuenta estas palabras: “Nosotros todos, mirando a cara descubierta”. No hay velo alguno sobre la faz de Jesucristo, ni tampoco sobre nuestro rostro. Nuestros ojos están abiertos ahora; los de Israel serán abiertos más tarde, según Isaías 29:18 y según nuestro pasaje (v. 16): “Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará”.

En cambio hoy ¡qué diferencia! ¡Podemos considerar a cara descubierta la gloria del Señor! El velo está quitado de la faz de nuestro Moisés, el Señor Jesús; podemos permanecer ante Él para contemplarle con plena libertad. Todo lo que Dios es, toda su gloria ha sido manifestada en el Hijo del hombre y en el Hijo de Dios por la redención. El resultado de esta contemplación es que somos transformados a su misma imagen. ¡Bienaventurados los creyentes que entran con esta plena libertad ante la faz descubierta de Jesucristo y están lo suficientemente interesados en Sus perfecciones para reproducirlas en su marcha aquí abajo. Tomad en cuenta estas palabras: “Nosotros todos, mirando a cara descubierta”. No hay velo alguno sobre la faz de Jesucristo, ni tampoco sobre nuestro rostro. Nuestros ojos están abiertos ahora; los de Israel serán abiertos más tarde, según Isaías 29:18 y según nuestro pasaje (v. 16): “Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará”.

Amados, Dios nos ha abierto los ojos, pero nosotros debemos tenerlos abiertos. Podríamos cerrarlos fácilmente; entre las manos de Satanás, todo lo que hay en el mundo contribuye a cegamos si no tenemos cuidado. Entonces, perdiendo de vista la gloria de Dios, quedamos frenados y, lo que es peor, retrocedemos en nuestro desarrollo espiritual y el nombre de Cristo pronto es borrado de nuestros corazones para ser reemplazado por las cosas que nos acreditan a los ojos del mundo.