Capítulo 7
El corazón del apóstol para los corintios
El capítulo 6 nos ha mostrado lo que caracteriza al apóstol como ministro de Cristo. En el capítulo 7 no hallamos ya estos rasgos, pero, si es posible, hacemos un hallazgo más precioso todavía: el corazón del apóstol. Él le hace decir en el versículo 3: “No lo digo para condenaros; pues ya he dicho antes que estáis en nuestro corazón, para morir y para vivir juntamente”. Su corazón iba por entero ante sus hijos en la fe. Éstos sentían estrechados sus propios corazones, como está dicho en el capítulo precedente; no los tenían lo suficientemente amplios como para contener todo el amor que el apóstol les había testificado, en tanto que él representaba en la práctica este amor en medio de ellos. Su corazón tan amplio respecto de ellos deseaba despertar sus corazones de forma tal que no tuviesen juntos más que una mente, un fin, una senda y un objetivo. El apóstol sí que no tenía más que un solo objetivo, como lo vemos en la epístola a los Filipenses. Obraba y no deseaba más que una sola cosa. Y ahora, por medio de su ministerio, quiere guardar a los corintios no sólo en el camino de la santidad, como en el capítulo 6, sino también en el camino del amor, de un amor que une a los hijos de Dios los unos a los otros y los liga a todos juntos a Cristo. Este apóstol amado ¡cuán poco estimado era por sus hijos en la fe! Él, que desbordaba de amor, se veía obligado a decirles: “Admitidnos: a nadie hemos agraviado, a nadie hemos corrompido, a nadie hemos engañado” (v. 2). ¿En qué estado se hallaban, pues –ya que en esta epístola les encontramos restaurados–, para que semejantes cosas debieran serles dichas? Ocurría que entre ellos había personas que procuraban despreciar al apóstol, presentándole como un hombre interesado, él, quien después de haber dejado todo para servirles, seguía fielmente el camino de su Señor y Salvador, no teniendo nada.
Y añade: “No lo digo para condenaros”; no penséis que vengo a vosotros con la vara. Si le estaba confiada una autoridad en la Iglesia de Cristo, no usaba de ella aquí, porque la exhortación de la primera epístola había empezado a dar frutos. Así es que, lejos de usar contra ellos la autoridad que le había sido dada, les abre su corazón y despliega ante sus ojos todo el afecto que sentía por ellos, sus hijos en la fe. Se gloriaba de ellos ante Tito y estaba contento de que éste hubiera hallado las cosas como él se las había presentado. Les había escrito su primera epístola inspirada y, como ya no estaba bajo esta influencia, podría haberse arrepentido; pero ahora no le pesa ya, y les dice: Mi corazón ha hallado entre vosotros algo que responde a mi afecto.
Después de haberlos exhortado a andar en santidad, procura unir sus corazones en uno, a fin de que pudiesen estar en comunión con él y con el Señor Jesús, del cual el apóstol era representante. Pero les adelanta otra cosa: su ministerio había producido frutos: “¡Qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y ¡qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto” (v. 11). Al leer este pasaje podríamos preguntamos: ¿Por qué el apóstol se había mostrado severo para con los corintios, si quedaba demostrado ahora que en nada estaban implicados en relación con el odioso pecado que se había producido entre ellos? Es que, a pesar de esta no culpabilidad relativa, tenían gran necesidad de arrepentimiento. En el versículo 10, dice: “Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación”. ¿Qué arrepentimiento si no eran cómplices del acto criminal, y habían demostrado que estaban limpios en este asunto? ¿Qué había pasado? La primera epístola les había probado que, en lugar de ser cristianos espirituales, eran camales; permanecían en el estado de niños en Cristo. Los motivos de su actividad no eran otra cosa que la satisfacción de su orgullo; se servían de sus dones para exaltarse a sí mismos. Tal era el estado de esta brillante asamblea de Corinto, en la cual todo aquel que entraba tenía que decir: “¡Verdaderamente Dios está en vosotros!”. Pero, cuando ante la palabra del apóstol se reconsideran a sí mismos, entonces se hunden en la tristeza, preguntándose cómo han podido dejar que entre ellos se desarrollara un mal tan escandaloso. ¡Ah! –dicen– ¡cuán lejos de Dios estábamos en nuestros pensamientos, sin comunión real con Él; buscábamos mucho la ciencia, la solución de toda suerte de problemas intelectuales, los signos exteriores de fuerza y de poder que exaltan al hombre, pero, en cambio, nuestras conciencias no estaban en juego en estas cosas!
Queridos amigos, cuán importante es esto para todos nosotros. Cuando vemos producirse un mal en la asamblea, estamos dispuestos a quitar prontamente al malo de entre nosotros, pero ¿nos detenemos allí y no vamos más lejos? Este asunto debería trabajar nuestras conciencias. La existencia de un mal cualquiera, en una asamblea de Dios, no solamente proviene del individuo que ha hecho el mal, sino de la asamblea que se halla en un estado no juzgado. Cuando el mal se manifiesta, estemos ciertos de que no hay solamente un culpable, sino que es la asamblea de Dios la culpable.
Los corintios no se habían limitado a sentir tristeza: “Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse”. Es un juicio completo de sí mismo en la presencia de Dios. Cuando el apóstol les escribía estas líneas, toda idea de hacerse valer había desaparecido en medio de las lágrimas que habían tenido que derramar; todos los asuntos de inteligencia que tanto los habían absorbido estaban puestos de lado; el arrepentimiento se había producido.
El final de este capítulo nos muestra un tercer resultado del ministerio del apóstol para con los corintios. El primero era ligar sus corazones en el amor fraternal con el de Pablo; el segundo, producir un arrepentimiento saludable; el tercero lo hallamos en los últimos versículos de este capítulo: “Su cariño para con vosotros es aun más abundante, cuando se acuerda de la obediencia de todos vosotros, de cómo lo recibisteis con temor y temblor” (v. 15). Por eso el ministerio según Dios que se ejerce entre los creyentes, si bien los inclina al juicio de sí mismos, también los impele a la obediencia. Un creyente desobediente se halla expuesto a caer bajo la disciplina o el juicio de Dios. Lo mismo ocurre con una asamblea desobediente, ya que el apóstol dice aquí “la obediencia de todos vosotros”. Nadie quedaba excluido. En esta disciplina había ganado el amor, el arrepentimiento y la obediencia. Ahora estaban unánimes en cuanto al camino en el que debían andar para servir al Señor y glorificarle. El apóstol añade: “cómo lo recibisteis con temor y temblor”. Esta frase la hallamos a menudo en el Antiguo Testamento y designa siempre la completa falta de confianza en uno mismo. En la primera epístola, Pablo les dice cómo había estado entre ellos “con debilidad, y mucho temor y temblor” (cap. 2:3). El temor no es el miedo, sino el sentimiento de que no tenemos ninguna fuerza en nosotros mismos para hacer la obra de Dios. Había sido precisa la vara para que los corintios aprendieran a realizar lo que, desde el principio de su ministerio entre ellos, el apóstol en persona les había enseñado. En Filipenses 2:12 está escrito: “Ocupaos en vuestra salvación, con temor y temblor”. Para llegar a la salvación, a la victoria final, los filipenses debían trabajar sin ninguna confianza en sí mismos y con el sentimiento del terrible poder que se oponía a su trabajo. En Efesios 6:5 los siervos deben obedecer a sus amos según la carne “con temor y temblor”, también sin confianza alguna en sí mismos, lo que implica la sola confianza en Dios y en los recursos de su gracia. A esto, en efecto, conduce siempre la falta de confianza en uno mismo; el cristiano se apoya en Aquel en quien está la fuerza, quien no cambia jamás, quien permanecerá hasta el final a su lado y le hará esperar la salvación final, cuya coronación es la gloria.