Capítulo 6
Cualidades morales que recomiendan a un servidor
El capítulo 5 nos ha permitido considerar la evangelización, una parte del servicio dirigido a todos los hombres; el pasaje del capítulo 6 que acabamos de leer nos muestra que este mismo Evangelio contiene una exhortación particular para las naciones. Por eso el apóstol dice: “Así, pues, nosotros, como colaboradores suyos, os exhortamos también a que no recibáis en vano la gracia de Dios”. Este pasaje, mal comprendido, confunde a menudo a las almas. Unos quieren ver en él que el creyente puede perder su salvación después de haberla recibido; otros procuran probar que recibir la gracia de Dios en vano no es la pérdida absoluta de la gracia para el que la recibió. Tanto unos como otros yerran. De hecho, recibir la gracia de Dios en vano sólo puede significar una cosa, es decir, perder todo el beneficio de esta gracia. Dios no ha disimulado nunca la responsabilidad del hombre ni tampoco la del creyente, ni la atenúa con el pensamiento de la gracia; pero, por otra parte, sólo la gracia puede salvamos de las consecuencias de nuestro fracaso en cuanto a nuestra responsabilidad. Desde el comienzo de la historia del hombre, estos dos principios son mantenidos paralelamente con todo su rigor. Adam como responsable, hallado desnudo delante de Dios, muere y sufre las consecuencias de su desobediencia; pero la gracia reviste a este mismo Adam y lo introduce en la vida, así como su desobediencia lo había introducido en la muerte.
El pasaje siguiente es un paréntesis: “porque dice: En tiempo aceptable te he oído, y en día de salvación te he socorrido…” (v. 2). Esta cita está sacada de Isaías 49, cuyos tres primeros versículos nos muestran a Israel –sobre el cual Jehová había intentado apoyarse como sobre un siervo– completamente infiel a lo que Dios esperaba de él. Entonces, en el versículo 4, Cristo, el fiel servidor, dice: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas”. El Señor vino a reemplazar a Israel ante Dios, mas aquellos por los cuales había venido malograron por completo la gracia que les había sido concedida en su Persona. Habían recibido la gracia de Dios en vano. Entonces el Señor dice en el versículo 5: “Ahora pues, dice Jehová, el que me formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver a él a Jacob y para congregarle a Israel (porque estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza)”. Dios le responde (v. 6): “Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también de di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra”. De manera que su trabajo no se malogró y el fruto del mismo es llevado hasta los límites del mundo habitable. Pero incluso para Israel este trabajo no estará perdido en el futuro. Dios dice a Cristo, su servidor: “En tiempo aceptable te oí, y en el día de salvación te ayudé” (v. 8). Todo lo que has hecho por Israel ha sido en vano, pero yo te daré más tarde para ser una alianza del pueblo, y, en los versículos 9 al 13, describe esta maravillosa restauración.
Pero “he aquí” –dice el apóstol–
Ahora es el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación
(cap. 6:2).
Ahora tú eres la luz de las naciones. Cuando se ha comprendido esto, el pasaje se toma muy sencillo. El apóstol exhorta a los gentiles (o naciones) a no hacer como Israel, a no recibir la gracia de Dios en vano. Como somos parte de estas naciones, debemos cuidar cómo recibimos la gracia de Dios y debemos andar de modo tal que guarde relación con ella. Esto formaba parte del ministerio de Pablo.
A continuación, él muestra que, en lo que le atañe personalmente, no ha recibido la gracia de Dios en vano (v. 3-10). Se presenta, como su Señor, con el carácter de servidor de Dios. En medio de los judíos y de las naciones, no daba “a nadie ninguna ocasión de tropiezo, para que nuestro ministerio no sea vituperado; antes bien, nos recomendamos en todo como ministros de Dios”. Entonces señala cuáles son las cualidades morales que recomiendan a un servidor. Para saber lo que Dios espera de nosotros, observemos lo que el apóstol fue: “En mucha paciencia”. Una cosa caracteriza en primer lugar al servidor: la paciencia que todo lo soporta. “En tribulaciones, en necesidades, en angustias”. Estas tres palabras cayeron sobre otros y no me alcanzaron a mí. Las tribulaciones son dificultades que ofrecen más de un camino para atravesarlas, pero, como todos ellos son difíciles, debemos remitimos a Dios para que nos enseñe cuál debemos escoger. Las necesidades son dificultades que sólo tienen una salida. ¿Podremos procurarla sin perder la vida? Por eso no hay más que un pensamiento: esperar en el Señor. Las angustias son las peores dificultades. La palabra “angustia” colma los Salmos y los libros proféticos, porque tiene una significación particular: la de la gran tribulación, la de la angustia de Jacob que el Residuo judío habrá de atravesar en el tiempo del fin. Para este camino no hay salida, por lo que el fiel dice: «¿Hasta cuándo?» y su confianza está depositada sólo en Dios. David había sufrido las tribulaciones, las necesidades, las angustias cuando para él no había salida posible, pero Dios había abierto un camino a su ungido, ante Saúl y Absalom. Tal como David, el apóstol también había atravesado todas estas cosas con gran paciencia.
Hallamos a continuación “en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos”. Al final de esta epístola vemos cuántas veces Pablo atravesó por estas cosas, cuyo relato en los Hechos no nos da, por así decirlo, nada más que una muestra, pues Dios no nos ha revelado todos los detalles de la vida de Pablo, aunque nos da los necesarios para presentarnos en su conjunto la carrera de consagración de un ministro de Dios en la tierra. En esto también el apóstol seguía, aunque de lejos sin duda, el ejemplo de su divino Maestro, del cual “el discípulo que Jesús amaba” decía:
Hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir
(San Juan 21:25).
“En pureza, en ciencia, en longanimidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en amor sincero, en palabra de verdad, en poder de Dios con armas de justicia a diestra y a siniestra” (v. 6-7). Tales cosas no podían faltar en este ministerio: el Espíritu Santo, un amor sin hipocresía, la palabra de verdad. Roguemos por que nos sea permitido poseer estas cosas. Por su gracia, Dios nos ha apegado a su Palabra y nos ha convencido de que, sin ella, no podemos dar un paso, pero comprendemos bien que la Palabra de verdad es la base de nuestra vida; no solamente la Palabra de Dios, sino la Palabra en la cual la mente de Dios es enteramente revelada, y era ésta la que el apóstol tomaba en su mano para hacer la obra de Dios en este mundo. Ahora bien, esta obra es una lucha; por ello el apóstol añade: “en poder de Dios con armas de justicia a diestra y a siniestra”. Ya sabéis que el arma de la diestra es la Palabra de Dios y que la de la siniestra es el escudo de la fe. Por un lado hemos de combatir con la Palabra, y por el otro, resistir al Enemigo. Estas armas son armas de justicia, pues la Palabra sólo es eficaz cuando la presentamos teniendo en nosotros mismos un carácter de justicia práctica y sólo armados con esta justicia podemos desviar los dardos de fuego del maligno. Un cristiano tiene todo el poder para resistir, todo el poder para combatir en el mundo, pero, para vencer, es preciso que se guarde del pecado en sus caminos. Es lo que dice la oveja del Salmo 23, no en relación con la lucha, sin duda, pero sí con la marcha: “me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre”. Si seguimos el camino de Cristo, jamás encontraremos el pecado bajo nuestros pasos y, cuando lo hallemos, será para combatirlo. El mismo Señor ha sido para nosotros el modelo perfecto.
“Como engañadores, pero veraces; como desconocidos, pero bien conocidos”. Estas palabras me hacen pensar en la vida de un hermano al que estimábamos por sus dones y su piedad. Había realizado estas palabras andando tras las pisadas del apóstol. Pese a ser acusado por los hombres de ser un falso doctor y un seductor, era un hombre con “palabra de verdad” a los ojos de Dios. Su nombre era un oprobio para los que lo pronunciaban y a su alrededor todos se conjuraban para guardar silencio; lo ignoraban; pero para Dios era bien conocido. Lo mismo debemos buscar para nosotros. Si no pensamos en nuestras personas y andamos en este mundo como servidores de Cristo, poco importa que el mundo no nos conozca. Dios nos conoce. Nuestro sendero es muy sencillo, pues sólo hemos de mirar a un lado. ¡Qué nos importa ser desconocidos por el mundo si Dios dice de nosotros como decía de Abraham: “Yo le conozco”!
“Como moribundos, más he aquí vivimos; como castigados, mas no muertos; como entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, más poseyéndolo todo” (v. 9-10). Siempre estaba muriendo, bajo sentencia de muerte de parte del mundo, y he aquí que Dios le mantenía con vida. Era castigado, y Dios se servía de la vara, en manos del mundo, para la prosperidad moral de su apóstol amado. Dios detenía a tiempo –como en el caso de Job– la mano de Satanás que había querido darle muerte para desembarazarse de su testimonio. Estaba entristecido, pero tenía el corazón lleno de gozo porque sus ojos no reparaban en las circunstancias, sino que los tenía fijos en la persona de Cristo. Era pobre, pero enriquecía a muchos; no tenía nada y lo poseía todo. Tales son los últimos rasgos de ese cuadro. ¿De quién es la imagen? De Pablo, sin duda alguna,
pero de Pablo conformándose a su Maestro. ¿Quién, mejor que Éste, era pobre pero enriquecía a muchos? Está escrito de Él que se hizo pobre a fin de enriquecemos. Como no teniendo nada, pero poseyéndolo todo: ¿no es también Él? No tenía nada en este mundo; si se trataba de pagar los medios siclos, no los tenía y, sin embargo, todo era de Él y lo disponía a favor de todos.
Así, de un extremo al otro de su carrera, el apóstol llega a reproducir los caracteres de su Salvador y se sentía perfectamente feliz; pues, aunque no había hallado nada en este mundo, había conseguido poseer un objeto que había llegado a convertirse en su único Modelo, en el cual se concentraban todos sus afectos.
Meditemos a menudo este pasaje, pues bien merece la pena llevar a cabo el servicio que el Señor nos ha confiado. Pidámosle con instancia que podamos mostrar esos caracteres. Son factibles y el ejemplo de Pablo está destinado aprobárnoslo y a impedir que perdamos ánimo al considerar la excelencia del servicio tal como fue cumplido por nuestro Señor y Maestro, el perfecto Servidor.
Todo el problema consiste en esto: ¿Qué lugar ocupa el Señor en mi corazón y en mis pensamientos? Si ocupa todo el lugar, entonces seré capaz de honrarle al seguir sus pasos.
Así termina la primera parte de esta epístola. La segunda contiene exhortaciones también importantes para nuestra vida práctica.
La santidad práctica
El versículo 11, por el cual comienza nuestra lectura de este día, se enlaza, por así decirlo, al versículo 1, por medio del cual el apóstol exhorta a los corintios a no hacer vana la recepción de la gracia de Dios. El resultado práctico de la recepción de la gracia se resume en una sola palabra: la santidad. En efecto, la santidad práctica comprende toda la vida cristiana como testimonio en este mundo. En la Pascua, los israelitas estaban al abrigo del juicio de Dios merced a la sangre del cordero. Otro tipo de la muerte de Cristo nos es ofrecido por el mar Rojo, donde el pueblo no solamente es puesto al abrigo del juicio, sino que es conducido a Dios. Pero, desde que hubieron ofrecido la Pascua, los israelitas no tenían más que una cosa que hacer: la Fiesta, que era la celebración de la Fiesta de los panes sin levadura, tipo de una vida de santidad práctica, partiendo del sacrificio y continuando sin interrupción durante siete días. El número siete es el número de la plenitud, imagen del curso completo de nuestra vida terrenal.
Es importante para nosotros comprender en qué consiste, en este pasaje, la exhortación del apóstol a practicar la santidad. La santidad práctica tiene tres caracteres: el primero es la santidad en cuanto a nuestras asociaciones con el mundo; el segundo, la santidad en cuanto a nuestras asociaciones religiosas; el tercero, la santidad individual. Si hemos comprendido bien estos tres puntos, notaremos que la santidad práctica penetra, digámoslo así, toda nuestra vida cristiana. El capítulo 19 del Levítico, en el versículo 19, nos lo muestra claramente:
- “No harás ayuntar tu ganado con animales de otra especie”. Es la asociación con el mundo, de la cual habla nuestro pasaje en los versículos 14 y 15.
- “Tu campo no sembrarás con mezcla de semillas”. Es el tipo de asociación religiosa del cual nos habla el versículo 16. No podemos emplear simientes diversas en el campo de Dios; es preciso que sembremos una sola clase de simiente.
- “No te pondrás vestidos con mezcla de hilos”. Es el tipo de santidad individual de la que nos habla el capítulo 7, versículo 1.
Como acabamos de decirlo, hallamos estos tres puntos en nuestro capítulo. Pero el apóstol dice, antes de abordarlos: “Nuestro corazón se ha ensanchado”. Había visto los frutos del Espíritu producidos en ellos a continuación de su primera epístola y, en lugar de tener sus sentimientos inhibidos en el corazón, se sentía ahora en libertad respecto a ellos. Y añade: “Ensanchaos también vosotros”. ¿En qué habían de ensancharse? Se precisaba que en lo sucesivo su marcha fuera una marcha santa.
En primer lugar (v. 14), no debían juntarse en yugo desigual con los incrédulos. Es una alusión a lo que hemos leído en el Levítico. “Porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia?”. No hay ni un solo vínculo entre el mundo y los hijos de Dios. Son dos especies diferentes; y, aunque lo digan los hombres, no ha habido jamás transformación de especies. ¡Cuán oportuna es esta palabra para el tiempo presente! Cuando el actual testimonio de Dios empezó a ser conocido entre nosotros, ¿no había una separación más completa con el mundo que en estos tiempos? ¿En qué medida somos fieles a este testimonio? Hacer negocios con el mundo, emplear a éste para negocios propios, ¿no es acaso lo que caracteriza a muchos de nosotros, sobre todo entre los jóvenes? Si hubiese más fidelidad, no dudo que esta palabra del apóstol produciría los mismos frutos que en otro tiempo. Hemos de encorvar la cabeza con humillación, pensando que en las nuevas generaciones esto se encuentra muy poco. “¿Qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial?”. Es un contraste total, una oposición absoluta entre el elemento cristiano y el elemento del mundo. Del lado cristiano está la luz. No se trata solamente de que la luz brilló sobre nosotros, sino que se nos dice: “sois luz en el Señor”. Si el Señor es “la luz del mundo”, sus discípulos, en su ausencia, son también la “luz del mundo” (Efesios 5:8; Juan 9:5; Mateo 5:14). ¿Qué es lo que las tinieblas han hecho de la luz? Si en una habitación completamente a oscuras encendéis una simple cerilla, disiparéis las tinieblas en cierta medida; pero, desde el punto de vista moral, cuando la luz del mundo vino aquí abajo, las tinieblas no la comprendieron o captaron, y de ninguna manera fueron impregnadas por ella. Esto hace resaltar el estado incurable del hombre, y este estado sigue siendo hoy el mismo en presencia de los que son la luz del mundo desde la partida de su Salvador.
“¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?” (v. 15). ¡Cómo habla esto a nuestras conciencias! Cristo de un lado, el diablo del otro. ¿Puede haber acuerdo entre los dos, entre el Enemigo de Cristo y los que representan a Cristo en este mundo? Está la fe de un lado, y la incredulidad del otro; no hay ningún punto de contacto posible entre estos dos polos opuestos.
El apóstol pasa ahora a la segunda cuestión, mencionada figuradamente en el capítulo 19 del Levítico: “¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? porque vosotros sois el templo del Dios viviente” (v. 16). Cosa inaudita ¿no es cierto?, que nosotros, los cristianos, la Asamblea de Dios, ¡seamos el templo del Dios vivo! En el capítulo 26 del Levítico, Dios dice: “Si anduviereis en mis decretos y guardareis mis mandamientos… pondré mi morada en medio de vosotros… andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (v. 3-12); es decir que hace depender de la conducta de ellos el hecho de que sean el lugar en el cual Dios habite. Para nosotros es todo lo contrario. Somos ese templo en virtud del don del Espíritu Santo y, por el hecho de serlo, somos llamados a ser santos, prácticamente separados para Dios en este mundo. No nos asociemos en manera alguna con la religión del mundo que nos rodea. Este principio no ha cambiado desde que la idolatría desapareció del mundo cristiano, no habiéndose revestido el alejamiento de Dios más que de una forma menos grosera, de manera que asociarse con él sería perder el verdadero carácter del pueblo de Dios: “Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré…” (v. 17). Es una cita del capítulo 52 de Isaías. Allí se trata, para el pueblo de Dios que va a ser introducido en la tierra prometida, de dejar toda asociación con Babilonia, madre de la idolatría, a fin de tener parte en las bendiciones de la tierra de Israel. Para nosotros, la separación tiene lugar actualmente respecto de “la grande Babilonia”, la cristiandad apóstata, para entrar en nuestra Canaán celestial. La separación es la base del testimonio cristiano, pero no es suficiente decir: “la separación”, pues ésta puede revestir un carácter pésimo. La santidad consiste en la separación para Dios, y no en otra cosa. He aquí lo que nos separa de la religión del mundo; nuestra santidad es para Dios. A esto queda ligada una gran bendición. Dice: “y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (v. 18). Esto no significa que si no salimos de en medio de ellos no seremos hijos de Dios, pero el gozo de las relaciones familiares con el Padre, como para Israel las relaciones con Jehová y el Todopoderoso, provienen del grado de separación para Dios. Si, como la familia de Coat, somos empleados para llevar los utensilios del santuario, ¿podemos asociar al mundo con nosotros para hacerlo? ¿Alguna vez estuvo permitido a un extranjero llevar el arca, el propiciatorio, el incensario, el candelero, el altar de oro o aun el altar de bronce? Nadie podía tocar estas cosas si no formaba parte de la tribu de Leví, a la cual le habían sido asignadas estas funciones santas en Israel.
Una vez que hubo dicho estas cosas, el apóstol llega a la santidad individual, al vestido de mezclas diversas de Levítico 19. Es algo muy serio que considerar: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (cap. 7:1). Pienso que estas dos frases: “contaminación de carne y de espíritu” indican, por un lado, la santidad en cuanto a la conducta individual, tal como se muestra exteriormente en nuestra marcha; y por el otro, la santidad en cuanto al estado de nuestros propios corazones. Uno puede estar separado de la inmundicia en cuanto a su testimonio exterior, de forma tal que en apariencia sea irreprochable, pero, si alguien pudiera ver el interior de nuestros corazones, ¿cuántas cosas contrarias a la pureza descubriría? Hemos de poner de acuerdo estos dos aspectos de nuestra santificación personal, tener equilibrados estos platillos de la balanza. Como individuos, nuestra marcha exterior, nuestros actos, nuestras palabras, deben corresponder a lo que hay en nuestros corazones, a fin de que podamos repetir con nuestro Salvador amado: “Mi pensamiento no va más lejos de mi palabra” (Salmo 17:3, versión Darby).
Si los tres caracteres de santidad práctica que hemos enumerado son hallados en los hijos de Dios, es prueba de que han estado atentos a las exhortaciones de la Palabra. Andar contrariamente a estos principios, es haber recibido la gracia de Dios en vano.
Roguemos que Dios nos conceda a todos tener en nuestras vidas cristianas mucho más realidad de la que tenemos. Que nos conceda, en cuanto a nosotros mismos, un espíritu de humildad y de arrepentimiento para que vengamos a ser testigos más fieles de Aquel cuya gracia ha hecho todo por nosotros y nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha introducido en el reino del Hijo de su amor.