Nehemías

Nehemías 8

El libro de la ley y la fiesta de los tabernáculos

Los capítulos 8 al 10 hablan del estado religioso del pueblo y forman una especie de paréntesis, ya que el capítulo 11 se vincula directamente al capítulo 7.

Se había establecido un orden relativo: el muro había sido terminado y los hombres del pueblo habitaban cada uno en su ciudad. Ahora los vemos reunirse “como un solo hombre” (lo mismo vemos en Esdras 3 cuando el altar fue establecido) en la plaza, ante la puerta de las Aguas, cerca del templo, con el único deseo de escuchar la Palabra de Dios. Este pensamiento había nacido en su propio corazón, nadie se los había sugerido. Y “dijeron a Esdras el escriba que trajese el libro de la ley de Moisés, la cual Jehová había dado a Israel” (v. 1). Esto sucedió en el séptimo mes, el primer día del mes, que correspondía a la fiesta de la nueva luna o de las trompetas (Levítico 23:23-25; Números 10:3-10; Salmo 81:3), figura de la renovación de la luz de Israel, que había desaparecido por un tiempo. En Esdras 3, durante esta misma fiesta, el altar (el culto) había sido restablecido. Ahora, en esta misma fecha, todo el pueblo siente la necesidad de recibir las instrucciones de las Escrituras. Estas dos cosas, el culto y el interés por la Palabra, siempre caracterizarán un avivamiento duradero según Dios. La necesidad de fundarse sobre los libros de Moisés llena todos estos capítulos de Nehemías (véase cap. 8:1, 14, 18; 9:3; 10:34; 13:1). Cuando se trata de la Palabra, vemos reaparecer a Esdras, porque su don y su misión eran enseñarla y contribuir así al desarrollo religioso del pueblo. Nehemías, aunque revestido de la alta dignidad de gobernador, cede inmediatamente el puesto a Esdras. ¡Qué hermoso ver ejercer los dones en mutua comunión, sin ninguna envidia, sin que unos busquen invadir el campo de otros! Nehemías ejerce el gobierno por parte de Dios; Esdras, por su parte, enseña y aplica la ley de Moisés.

Toda la congregación se reunió para escuchar la lectura de la ley, hombres, mujeres y todos los que tenían inteligencia, es decir, los niños en estado de comprender lo que era leído. Dios proveía así, de una manera cuidadosa, para que aun los niños pudieran aprovechar su Palabra.

Esdras estaba sobre un púlpito de madera, y junto a él, a su derecha y a su izquierda, estaban los ancianos o jefes de los padres. Con un gesto solemne abrió el libro delante de todo el pueblo, por encima de sus cabezas, dando así a la ley el lugar de autoridad que le correspondía. Entonces bendijo al Señor, el gran Dios. Ciertamente en el libro estaba escrito que Dios se había revelado y reclamaba la obediencia. Todos añadieron su amén a la oración de Esdras; alzaron sus manos, se humillaron y adoraron a Dios.

Los levitas, que ya no tenían la responsabilidad de llevar los utensilios sagrados (1 Crónicas 23:26), cumplían las funciones de siervos de la Palabra enseñando la ley al pueblo, y lo hacían con gran cuidado (v. 8). Leían claramente para ser entendidos por todos, lo cual no carece de importancia. ¡Cuántas veces vemos a los obreros del Señor leer la Palabra en voz baja, aprisa o con negligencia! Y después se apresuran a hablar ellos mismos, como si no fuera más importante escuchar la Palabra de Dios que la suya. Aquí, al contrario, en primer lugar se pone al pueblo en relación directa con la ley, luego se trata de darle su sentido y, por último, de hacerla comprender (v. 8). Aquí los levitas tenían el papel de instructores en las escuelas; y es sorprendente ver que los niños tomaban parte en esta instrucción, cosa que no debiera olvidarse nunca. Un buen maestro no descansa hasta que los alumnos hayan comprendido lo que él les quiere enseñar.

El día que Esdras hizo este gesto y lo que siguió, con acierto puede ser llamado «el día de la Biblia abierta». Esta se dirigía a la conciencia y al corazón del pueblo, y es reconfortante ver los resultados obtenidos. Todos se afligieron y lloraron al escuchar las palabras de la ley, pero Esdras les dijo: “Día santo es a Jehová nuestro Dios; no os entristezcáis, ni lloréis”. Y añade:

No os entristezcáis, porque el gozo de Jehová es vuestra fuerza (v. 9-10).

¡Nunca olvidemos esta gran palabra! La humillación, por más preciosa y necesaria que sea, no nos da la fuerza. Cuando se trata de hacer frente a las dificultades, encontramos esta fuerza ocupándonos del Señor, revelado en la Palabra. Esta meditación es una fuente de indecible gozo para nuestras almas, y el gozo del Señor es nuestra fuerza. Esto era también lo que el apóstol, afligido y asediado por muchos males, recomendaba a los filipenses, tras haberlo experimentado él mismo. “Regocijaos en el Señor siempre”.

En Isaías 30:15 encontramos una segunda verdad respecto a esto: “En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza”. ¡Cuántas veces lo hemos experimentado! Dejando al enemigo agitarse y redoblar sus ataques, el cristiano descansa con la plena conciencia de que toda actividad humana no hará sino debilitar la obra de Dios, y con la entera certeza de que Dios puede obrar sin él.

En Nehemías, el pueblo obedeció la palabra que le era dirigida; dejó de llorar y se regocijó grandemente. ¡Había comprendido! ¡Que esta también sea nuestra parte!

Como en Esdras 3 (y hemos indicado la razón estudiando este libro), Nehemías guarda silencio sobre el gran día de las expiaciones que tenía lugar en el décimo día del séptimo mes. Pero los cabezas de las familias, los levitas y sacerdotes, se habían reunido con Esdras el segundo día del mes, “para entender las palabras de la ley” (v. 13). Ellos, que acababan de enseñar al pueblo, se reunían para ser enseñados por Dios ellos mismos. Siempre debiera ser lo mismo para los obreros del Señor: no basta con que instruyan a los otros. Ellos también son débiles y solo conocen en parte; es necesario que encuentren, para su propio uso, nuevas luces en la Palabra, a fin de entenderla mejor. Es lo que vemos producirse aquí: buscando la instrucción en las Escrituras, aprendieron algo que no conocían: “Y hallaron escrito en la ley que Jehová había mandado por mano de Moisés, que habitasen los hijos de Israel en tabernáculos en la fiesta solemne del mes séptimo; y que hiciesen saber, y pasar pregón por todas sus ciudades y por Jerusalén, diciendo: Salid al monte, y traed ramas de olivo, de olivo silvestre, de arrayán, de palmeras y de todo árbol frondoso, para hacer tabernáculos, como está escrito” (v. 14-15; comp. Levítico 23:33-34).

Después de haber aprendido estas cosas, las comunicaron al pueblo, el cual se apresuró a hacerlas. Todos supieron entonces cómo debía ser celebrada la fiesta de los tabernáculos. Los techos, los patios de las casas, los atrios del templo, las plazas de la puerta de las Aguas y de la puerta de Efraín que estaban fuera del recinto fueron cubiertos de tabernáculos (v. 16). Esta fiesta no había sido celebrada así desde los días de Josué, cuando el pueblo entró en Canaán (v. 17). La misma fiesta había sido celebrada en Esdras 3, pero no según los detalles de la ordenanza. Allí solo significaba que el país nuevamente estaba abierto al pueblo, desde que la cautividad le había impedido el acceso. En el libro de Nehemías esta fiesta es celebrada según las prescripciones de la ley, y este hecho es el feliz resultado del ardiente celo de todos por recibir la instrucción de la Palabra.

Podría parecer extraordinario que un pasaje tan claro y explícito hubiera pasado desapercibido hasta entonces para los sacerdotes y levitas, pero es un fenómeno que se encuentra en todos los tiempos en la historia del pueblo de Dios. Verdades mucho más importantes como, por ejemplo, la venida del Señor pudieron estar escondidas durante dieciocho siglos, aunque el Nuevo Testamento rebosa de ellas. Para descubrir estas cosas se necesita la acción del Espíritu de Dios, pues incluso la más extraordinaria inteligencia humana es incapaz de discernirlas.

En Nehemías y Esdras encontramos la fiesta de los tabernáculos como una anticipación de la resurrección nacional venidera. Esta misma fiesta también fue como esbozada con los ramos y las palmas cuando Jesús entró en Jerusalén (Mateo 21:8; Marcos 11:8; Juan 12:12-13) y las multitudes lo reconocieron como hijo de David y rey de Israel. En Lucas 19 no encontramos palmas ni ramos; sin duda los discípulos bendecían al rey que venía en el nombre del Señor, pero decían: “Paz en el cielo” (v. 38), y no: “En la tierra paz”, como en Lucas 2:14, y se ve a Jesús llorar sobre Jerusalén (v. 41). La verdadera fiesta de los tabernáculos, la fiesta definitiva, será celebrada en un tiempo futuro, según Zacarías 14:16, pero entonces será precedida por el gran día de las expiaciones (Zacarías 12:10-14) que no encontramos en Esdras, en Nehemías ni en los evangelios.

En cierto modo, nosotros los cristianos podemos celebrar la fiesta de los tabernáculos como siendo el gozo anticipado de la gloria, una “alegría muy grande” (v. 17), o como dice el apóstol Pedro: un “gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).

Desde el primer día hasta el último de la fiesta (v. 18), la palabra de Dios fue leída al pueblo; solo ella podía mantener el gozo en los corazones de todos.