Obstáculos de dentro
En el capítulo 4 vimos la necesidad de estar armados para cumplir la obra del Señor, porque a cada instante podemos ser llamados a combatir al enemigo.
El capítulo 5 nos presenta una escena muy humillante. Si el testimonio del pueblo hacia el exterior estaba acompañado de una actividad digna de elogios, su testimonio interior dejaba mucho que desear y era estorbado por hechos tristes. ¿Dónde estaban las relaciones fraternales entre los miembros del pueblo de Dios? ¿Había abnegación, piedad, simpatía para con los pobres, se manifestaba el verdadero amor? No. “Entonces hubo gran clamor del pueblo y de sus mujeres contra sus hermanos judíos” (v. 1). ¡Un gran clamor, quejas y recriminaciones perfectamente justificadas!
Los pobres pedían trigo para vivir (v. 2). ¿Dónde estaba el amor? Cuando hubiera sido necesario que los ricos de entonces dieran sus vidas por sus hermanos, según el ejemplo de Cristo, ¿les ayudaban en las cosas ordinarias de la vida?
El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?
(1 Juan 3:17),
o también: “Si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:15-17).
Otros decían: “Hemos empeñado nuestras tierras, nuestras viñas y nuestras casas, para comprar grano, a causa del hambre” (v. 3). ¿Quién había abusado de ellos cuando, sufriendo hambre, necesitaban pan? Sus propios hermanos, aunque la ley de Moisés lo prohibía. El israelita podía prestar a los extranjeros, pero no podía exigir interés de su hermano (Deuteronomio 23:19-20; Éxodo 22:25). Así el amor al lucro les había hecho cometer este gran pecado.
“Había quienes decían: Hemos tomado prestado dinero para el tributo del rey, sobre nuestras tierras y viñas. Ahora bien, nuestra carne es como la carne de nuestros hermanos, nuestros hijos como sus hijos; y he aquí que nosotros dimos nuestros hijos y nuestras hijas a servidumbre, y algunas de nuestras hijas lo están ya, y no tenemos posibilidad de rescatarlas, porque nuestras tierras y nuestras viñas son de otros” (v. 4-5). Este tributo del rey (Esdras 6:8; 4:20) les era exigido. Por eso algunos se vieron obligados a pedir prestado a sus hermanos, empeñando sus campos y sus viñas; luego, al no poder pagar su deuda, no solamente perdían la tierra, sino que debía empeñar a sus hijos como esclavos, sin poder rescatarlos, porque los campos estaban en manos de sus hermanos. ¡Qué suerte tan miserable! Esto nos demuestra que un testimonio exterior correcto no es una seguridad para nosotros, porque podría convertirse en una enorme trampa en nuestra vida práctica, puesto que la satisfacción de ocupar una posición de separación del mundo puede alimentar nuestro orgullo espiritual y hacernos pasar ligeramente sobre nuestra relajación moral en el trato con nuestros hermanos. Jeremías también puso al pueblo en guardia contra este peligro: “No fieis en palabras de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es este. Pero si mejorareis cumplidamente vuestros caminos y vuestras obras; si con verdad hiciereis justicia entre el hombre y su prójimo, y no oprimiereis al extranjero, al huérfano y a la viuda… os haré morar en este lugar” (Jeremías 7:4-7).
Ante este desorden Nehemías se irritó mucho. No pidió consejo a nadie sobre lo que debía hacer, como tampoco lo había hecho la noche en que recorrió los muros de Jerusalén. Sabía cuál era su deber tanto en lo concerniente al testimonio público como en cuanto a la vida moral del pueblo. No temió desenmascarar a los principales frente a una gran congregación; el respeto humano no lo frenaba cuando se trataba de la verdad. Fue así como Pablo reprendió a Pedro delante de todos en Antioquía, y le resistió “cara a cara, porque era de condenar” (Gálatas 2:11, 14). Aquí Nehemías muestra a los nobles y a los jefes que sus hermanos, quienes moraban entre las naciones, obraban de otra forma y mucho mejor que ellos. Aquellos habían rescatado a sus hermanos, vendidos como esclavos a los gentiles, ¡y aquí ellos querían venderlos! ¿Y se venderían a nosotros? ¡Qué vergüenza!
De estas cosas también podemos sacar una enseñanza para nosotros. Hay hermanos que aunque todavía están ligados al mundo de muchas maneras, a menudo se conducen mucho mejor, por su abnegación para con sus hermanos, que otros que insisten fuertemente sobre la separación exterior. Si estas dos cosas no concuerdan, el testimonio cristiano carece de valor real. Pero no olvidemos que el mundo se impresionará más por un testimonio dado bajo la forma del amor fraternal, que bajo la de la separación exterior. Por eso Nehemías dijo a los principales: “No es bueno lo que hacéis. ¿No andaréis en el temor de nuestro Dios, para no ser oprobio de las naciones enemigas nuestras?” (v. 9).
Su propia posición, la abnegación sin reserva para su pueblo, el renunciamiento a sus propios intereses, permitían a Nehemías hablar así. Su conducta privada estaba de acuerdo con su conducta pública. Por eso podía decir: “Pero yo no hice así, a causa del temor de Dios. También en la obra de este muro restauré mi parte, y no compramos heredad; y todos mis criados juntos estaban allí en la obra” (v. 15-16). Él también tenía el derecho del gobernador, es decir, de ser alimentado a costa del pueblo, pero renunció a ello. Lo mismo hizo el apóstol Pablo en Corinto. El que sirve al altar, tiene derecho a vivir del altar, y esto es para todos los ministerios, pero Pablo no aceptó nada de los corintios, para servir de ejemplo a esta querida asamblea que peligraba por causa de los que la despojaban. Nehemías utilizaba su propio haber para alimentar cada día 150 judíos y jefes, sin contar los huéspedes ocasionales. Estaba, pues, calificado para exhortar, y aún más para exigir que esta situación cesase.
Gracias a Dios tuvo el gozo de recibir una respuesta. Sus exhortaciones, ¿alcanzaron profundamente la conciencia de los culpables? No sabríamos decirlo. En todo caso, sus palabras parecen algo frías para personas humilladas y contritas: “Lo devolveremos, y nada les demandaremos; haremos así como tú dices” (v. 12). Sea como sea, obedecieron, y este simple acto de obediencia produjo el gozo en Israel: “Respondió toda la congregación: ¡Amén! y alabaron a Jehová. Y el pueblo hizo conforme a esto” (v. 13).
Nehemías se volvió entonces hacia Dios, como lo haría frecuentemente en lo sucesivo: “Acuérdate de mí para bien, Dios mío, y de todo lo que hice por este pueblo” (v. 19). Su humilde corazón estaba seguro de que Dios lo aprobaba; pudo presentarse delante de Dios y de los hombres con una buena conciencia. Había abandonado todos los derechos de gobernador (Tirsatha) por el servicio del Señor y de su pueblo, y no dudaba de que era agradable a Dios. Lo que daba tal autoridad a sus exhortaciones era que podía decir con toda verdad: Marchad según el modelo que habéis visto en mí.