Obstáculos de fuera
En el capítulo 3 vimos un resumen completo e ininterrumpido de la reconstrucción de los muros de Jerusalén. El capítulo 4 nos muestra lo que ocurrió durante el desarrollo de esta obra. “Cuando oyó Sanbalat que nosotros edificábamos el muro, se enojó y se enfureció en gran manera, e hizo escarnio de los judíos. Y habló delante de sus hermanos y del ejército de Samaria, y dijo: ¿Qué hacen estos débiles judíos? ¿Se les permitirá volver a ofrecer sus sacrificios? ¿Acabarán en un día? ¿Resucitarán de los montones del polvo las piedras que fueron quemadas? Y estaba junto a él Tobías amonita, el cual dijo: Lo que ellos edifican del muro de piedra, si subiere una zorra lo derribará” (v. 1-3).
Estos enemigos encarnizados de los judíos los odiaban tanto más porque ellos mismos tenían algún conocimiento del verdadero Dios. Sanbalat estaba a la cabeza de las fuerzas de Samaria, donde el culto idólatra no estaba completamente separado del culto a Dios. Esto siempre se encontrará. En materia de religión, la mezcla de lo verdadero con lo falso es mucho más hostil al testimonio cristiano que el simple paganismo. El mundo, que ha compuesto su religión de la Biblia y los evangelios, y ha hecho su credo de ciertas verdades bíblicas, frecuentemente encabeza esta oposición. No puede soportar a aquellos que construyen la muralla y las puertas de la ciudad de Dios, porque estas defensas son contra él. Su hostilidad comienza por la burla, que asusta a los tímidos más que el odio. Era una de las armas de Sanbalat (cap. 2:19; 4:1). Todos experimentamos fácilmente la influencia de ella, si nuestros corazones no han roto con las antiguas asociaciones mundanas. En este caso tendremos miedo al ridículo y al desprecio, y retrocederemos ante una asociación o identificación pública con este pueblo humillado, con estos “débiles judíos” que tienen la pretensión de reparar las brechas y ayudar a sus hermanos a rechazar los ataques del adversario.
En los versículos 4 y 5 Nehemías reclama la venganza de Dios sobre estos hombres, “porque se airaron contra los que edificaban”. Nosotros no podemos dirigir a Dios semejante súplica, porque nuestro clamor ante él no es ni puede ser sino el de la gracia. Pero sabemos que Dios siente como un ultraje la enemistad del mundo contra la familia de la fe. “Porque es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan” (2 Tesalonicenses 1:6). Además, de lo que sí estamos seguros es que la oposición del enemigo no impedirá que la obra de Dios se realice. Solo necesitamos la fe que confía en Dios y el Espíritu que fortalece nuestros corazones para la obra. Nehemías añade: “Edificamos, pues, el muro, y toda la muralla fue terminada hasta la mitad de su altura, porque el pueblo tuvo ánimo para trabajar” (v. 6). Trátese de defender Jerusalén o de conquistarla, estos principios permanecen inmutables. Tobías dijo: “Lo que ellos edifican del muro de piedra, si subiere una zorra lo derribará”, pero Nehemías dijo: “Edificamos, pues, el muro”. Los jebuseos decían a David: “Tú no entrarás acá, pues aun los ciegos y los cojos te echarán”; pero David “tomó la fortaleza de Sion” (2 Samuel 5:6-7).
Acabamos de ver la oposición que encontró la edificación de la primera mitad de los muros de Jerusalén (v. 6); pero cuando las brechas comienzan a cerrarse, la ira de los enemigos aumenta. “Y conspiraron todos a una para venir a atacar a Jerusalén y hacerle daño” (v. 8). ¿Qué sería de este pobre pueblo, no frente a la reacción de individuos aislados, sino frente a una coalición animada por un mismo designio asesino? El versículo 9 nos muestra que, ante casos parecidos, dos cosas son necesarias: “Entonces oramos a nuestro Dios, y por causa de ellos pusimos guarda contra ellos de día y de noche”. La primera es la confianza en Dios y la dependencia de él, expresada mediante la oración.
Entonces oramos a nuestro Dios.
Él es el gran recurso. Esta convicción hizo decir a Nehemías un poco más adelante: “No temáis delante de ellos; acordaos del Señor, grande y temible” (v. 14). Y luego: “Nuestro Dios peleará por nosotros” (v. 20). En Dios está nuestra fuerza: ella siempre nos es ofrecida cuando tomamos ante él una posición de dependencia. La segunda es la vigilancia: “Y por causa de ellos pusimos guarda contra ellos de día y de noche”. Estas dos cosas son inseparables: “Sed, pues, sobrios, y velad en oración” (1 Pedro 4:7).
¡A pesar de estas palabras, el desaliento se apoderó de Judá! “Dijo Judá: Las fuerzas de los acarreadores se han debilitado, y el escombro es mucho, y no podemos edificar el muro” (v. 10). ¡Cuántas veces, cuando la tarea es abrumadora y el enemigo poderoso, hemos visto que este desaliento se produce, o lo hemos experimentado personalmente! La carga es demasiado pesada, hay muchos escombros, y no podemos edificar el muro. Sin duda, los que razonaban así no se habían asociado a la oración de Nehemías o al establecimiento de los centinelas. En lugar de mirar a Dios, se miraban a sí mismos y a los obstáculos.
Si Nehemías hubiera escuchado estas quejas, ¿qué habría ocurrido con Judá, puesto que durante ese tiempo el enemigo se aprovechaba de todo? “No sepan, ni vean, hasta que entremos en medio de ellos y los matemos, y hagamos cesar la obra”, decían los adversarios (v. 11).
Otro hecho penoso se añade a esta confusión. Los judíos que “habitaban entre ellos” venían hasta diez veces para avisar a los trabajadores de Jerusalén. Aparentemente estos judíos no tenían malas intenciones, pero sus relaciones con los adversarios no eran el elemento necesario para fortalecer el corazón del pueblo. En días turbios, cuántas veces hemos oído avisos procedentes de esos vecinos: ¡No los quieren, y el enemigo es poderoso! ¡Tengan cuidado, si persisten provocarán un ataque general! Observemos que estos informantes no tenían ningún remedio que proponer, al contrario, aumentaban el miedo de los débiles. Pero en esas advertencias el hombre de Dios, ya convencido del camino que debe seguir, saca nuevas fuerzas y se reanima. Gracias a la energía que encuentra en la comunión con Dios, la escena cambia, y aquellos del pueblo que hasta aquí solo eran trabajadores, se convierten en soldados, prestos a rechazar al enemigo.
Para trabajar eficazmente en la obra de Dios, en los días difíciles que vivimos, nosotros los cristianos también debemos revestirnos de estos dos caracteres: la perseverancia y la energía. Aquí encontramos diversas clases de combatientes. Al comienzo, cuando el ataque es inminente, todos sin distinción toman las armas. “Puse al pueblo por familias, con sus espadas, con sus lanzas y con sus arcos”, dice Nehemías (v. 13). Así todo estaba previsto: la espada para el combate cuerpo a cuerpo, la lanza para mantener al enemigo a distancia, el arco para alcanzarle de lejos. Para nosotros, la Palabra de Dios incluye a la vez todas estas armas, cuyo propósito es combatir por nuestros hermanos (estos se nombran en primer lugar), por nuestros hijos e hijas, por nuestras mujeres y por nuestras casas (v. 14).
Cuando esta actitud decidida desbarató el consejo del enemigo, volvieron “todos al muro, cada uno a su tarea” (v. 15). “Desde aquel día la mitad de mis siervos trabajaba en la obra, y la otra mitad tenía lanzas, escudos, arcos y corazas” (v. 16), es decir, las armas ofensivas y defensivas. Los que acarreaban y los que cargaban, con una mano trabajaban en la obra y en la otra tenían la espada. En fin, cada uno de los que edificaban tenía su espada ceñida a su cintura.
Todos estos hechos contienen una enseñanza para nosotros. Defender la obra de Dios contra el enemigo es, en ciertos peligros apremiantes, deber de todos. En otros momentos esta actitud exclusiva podría tener como resultado un retraso de la obra. La armadura ofensiva y defensiva se confía entonces a determinados hermanos. Pero los que ayudan en el trabajo y los que trabajan tiempo completo jamás deben excluir la vigilancia. Y si no pueden tener el arma en la mano, que ciñan la espada a su cintura. Que ningún hijo de Dios deje enteramente a otros el cuidado de servirse de la Palabra, esta espada de dos filos. Unos pueden estar más calificados que otros para aplicarla en cualquier momento y circunstancia; pero no es menos cierto que todos debemos llevarla por doquier, y que cada miembro de la familia de Dios debe poder utilizarla en cada ocasión.
Evidentemente, tal actitud no convenía al enemigo. En el momento en que los trabajadores se ceñían sus espadas, el enemigo hubiera podido decirles: Confíen sus espadas a otros más calificados para combatir. Ocúpense de su obra y no traten de hacer dos cosas a la vez. No se inquieten por lo demás y todo irá bien. Mas el trabajador responde: No, todo no irá bien si yo me dejo engañar por sus palabras. Dejar al Señor obrar es un privilegio inapreciable, pero yo debo combatir por él. Decir: El Señor obrará, aún cuando yo abandoné la espada del Espíritu, la vigilancia, la oración, la perseverancia, llevará a una derrota segura.
Pero aun esto no era suficiente. Nehemías dijo a los jefes: “La obra es grande y extensa, y nosotros estamos apartados en el muro, lejos unos de otros. En el lugar donde oyereis el sonido de la trompeta, reuníos allí con nosotros; nuestro Dios peleará por nosotros” (v. 19-20). Para que el trabajo sea eficaz, debe realizarse en conjunto. Cuando el enemigo se presente, los fieles no deben estar dispersos, pues si no hay resistencia de conjunto sobre el punto de ataque, seguramente sucumbirán. El adversario aprovecha la dispersión de los hijos de Dios; lo más desfavorable para él es su reagrupamiento, porque sabe que así sus fuerzas se multiplican. Por eso su primer interés cuando los ataca es sembrar la discordia y las divisiones entre ellos. Por lo tanto el llamado divino: “Reuníos allí con nosotros” resuena todavía por todas partes, como en los días de Nehemías. Nosotros tenemos un punto de reunión. Reunámonos alrededor del Jefe. La trompeta ya ha sonado bastante fuerte como para que todos la hayan oído. Apresurémonos y no digamos: Mi obra me basta. No, dice el Jefe, no basta, porque si el enemigo los encuentra aislados, los destruirá junto con su obra. El peligro es amenazador. Agrupémonos en lugar de dispersarnos. Oigamos lo que el Espíritu dice a las asambleas. Es bueno construir enfrente de su casa, pero hay intereses generales del pueblo de Dios que reclaman toda nuestra energía para el bien de nuestros hermanos. Es para esto que la trompeta nos alerta. Pronto, cuando el combate termine, la trompeta nos congregará por última vez allí donde ya no habrá nada que construir, ni defender, donde gozaremos en paz de un reposo eterno.