Nehemías

Nehemías 1

Misión de Nehemías

Nehemías estaba en Susa en la corte del mismo Artajerjes, rey de Persia, quien protegió a Esdras cuando subió de Babilonia a Jerusalén. Fue allí donde recibió de uno de sus hermanos y de algunos hombres que habían venido con él de Judá, noticias concernientes al “remanente” domiciliado en la “provincia” más allá del río, es decir, en la tierra de Israel, con detalles sobre la miserable condición de la ciudad santa. Estas noticias sobre la miseria y el oprobio del pueblo, las ruinas de la ciudad con las murallas destruidas, lo llenaron de una profunda aflicción. Después de haber sido restaurado, este débil remanente se hallaba continuamente amenazado por sus enemigos, confabulados para destruirle. Aún no había establecido nada duradero, y esto por su culpa. ¿Qué habían hecho los hombres de Judá después de tantos años? Su energía, avivada durante un tiempo para purificarse del mal, les faltaba ahora. ¿Y qué pasaría después?

Esdras había previsto que la reconstrucción de las murallas de Jerusalén debía ser la continuación necesaria de la edificación del templo, si el pueblo perseveraba en el espíritu del avivamiento (Esdras 9:9), pero no fue así. Largos años pasaron sin ningún acontecimiento que marcara la actividad o la energía; nada, sino la miseria y el oprobio crecientes.

Cuando Nehemías oyó estas cosas, como Esdras y como todos los hombres de Dios en los días de ruina, se humilló profundamente: “Me senté y lloré, e hice duelo por algunos días, y ayuné y oré delante del Dios de los cielos” (v. 4). Sin embargo, no lo hizo por un pecado concreto, como Esdras (cap. 9), sino a causa de la miseria que el pueblo había ocasionado por su falta de perseverancia y confianza en Dios. Nehemías comenzó por reconocer la fidelidad de Dios hacia aquellos que le obedecen, luego confesó los pecados de Israel contra Dios, sin excluir en ninguna manera sus propios pecados, los de la casa de su padre y la desobediencia colectiva a su Palabra (v. 5-7). Pero si Dios había hecho amenazas y las había cumplido, según lo que había dicho a Moisés (Deuteronomio 28:64), también había hecho promesas para su pueblo, si este se arrepentía de su pecado y obedecía, diciéndole que los reuniría y restauraría. Esto ya había tenido lugar (Deuteronomio 30:1-6), y Nehemías intercede entonces por el pueblo restaurado: ahora ellos eran siervos del Señor. ¿Los desconocería Dios? Imposible. Él también era siervo del Señor. ¿Cómo no lo escucharía Dios? Nehemías identifica al pueblo consigo mismo en el servicio que conscientemente desea continuar; este era su ardiente deseo en pro de la obra, sabiendo que estaba en comunión con la voluntad de Dios, desde el momento en que Él restauró a estos redimidos de su pueblo. Pero, al mismo tiempo (y esto es lo que se encuentra en medio de la ruina del pueblo, entre todos los hombres de fe: Zorobabel, Esdras, Daniel y otros), Nehemías no trata de sustraerse al yugo de las naciones, porque esto sería no tener en cuenta la infidelidad del pueblo ante Dios. Solo pide a Dios darle “gracia delante de aquel varón” (v. 11). Cuando habla a Dios, nombra al rey de esta manera porque, en efecto, ¿qué es el rey para el Dios soberano, quien forma los corazones de los más altos y poderosos, a fin de hacerles cumplir sus designios? Mas cuando estuvo ante el rey, Nehemías cambió de lenguaje y le honró como convenía (cap. 2:3), pero ante Dios dio honor y soberanía solo a Dios.