Nehemías sale para Jerusalén e inspecciona los parajes
En el mes de Nisán (que era el primer mes, igual que el mes de Abib cuando la Pascua era celebrada, en el vigésimo año de Artajerjes), Nehemías sirvió el vino al rey, en su calidad de copero.
Su oración (cap. 1:11) fue oída después de haber llevado “duelo por algunos días” (cap. 1:4), es decir, alrededor de cuatro meses. El ayuno y la tristeza habían dejado huellas en su rostro; en aquel tiempo no era permitido presentarse ante el rey con un rostro triste (Daniel 1:10); pero Dios se sirvió de este hecho para poner en la boca del rey las palabras que debían dar ocasión a la súplica de Nehemías. Tales milagros, en respuesta a nuestras oraciones, forman parte de las circunstancias cotidianas de nuestra vida cristiana, aunque a veces no nos percatamos de ello. Considerando las cosas de cerca, todo es milagro en los propósitos de Dios para con nosotros. Él desvía ciertos peligros, nos permite algunos encuentros e impide otros, nos presenta ocasiones, nos cierra determinados caminos; en otras palabras, su mano siempre está presta para cumplir sus designios de gracia para con el creyente fiel o por su medio.
Así sucedió con Nehemías: “No es esto sino quebranto de corazón” (v. 2), le dijo el rey. Nehemías, temeroso, tal vez sin ver aún la respuesta deseada, presentó su súplica, pero no sin orar una vez más, en su corazón, al Dios de los cielos, para que su petición ante el rey estuviera acorde con Sus pensamientos. (“El Dios de los cielos” es el nombre de Dios, mencionado continuamente en Esdras y Nehemías, como Aquel que ha dado el imperio a los gentiles. En ese entonces ya no era conocido como el Dios de la tierra, porque habiendo dado como tal el país a su pueblo, y este último siendo declarado Lo-ammi a causa de su infidelidad, Dios había abandonado este título que solo volverá a tomar más tarde. Véase Esdras; Daniel 2:18-19, 28, 37, 44).
Entonces habló de las ruinas de la ciudad y de sus puertas: “¿Cómo no estará triste mi rostro, cuando la ciudad, casa de los sepulcros de mis padres, está desierta, y sus puertas consumidas por el fuego?” (v. 3). Después pidió ser enviado a Judá para edificar Jerusalén. “¿Cuánto durará tu viaje, y cuándo volverás?”, le preguntó el rey. Nehemías le señaló “tiempo”, probablemente doce años (véase cap. 2:1; 13:6).
Observemos aquí una diferencia importante entre Esdras y Nehemías, lo cual, sin embargo, no significa reprobación para el segundo de estos hombres de Dios. Para el primero, solo la fe estaba en acción: “Porque tuve vergüenza de pedir al rey tropa y gente de a caballo que nos defendiesen del enemigo en el camino” (Esdras 8:22). Nehemías, al contrario, pidió cartas para que los gobernadores le brindaran protección más allá del río, y no se opuso a que el rey enviara jefes del ejército y gente de a caballo para escoltarlo (cap. 2:7, 9). Reconoció el apoyo de la nación protectora a la cual servía; no era que le faltara la fe, sino que en esos tiempos de miseria la fe no se mostraba con la misma simplicidad. Terminada la reconstrucción del templo, Esdras solo tenía que llevar los dones a la casa de Dios. Cuanto más importante era el tesoro que le había sido confiado, más necesitaba mostrar al mundo que su fe estaba en Dios para guardar lo que Le pertenecía. Nada parecido había ocurrido con Nehemías; aquí no se trataba de dones, ni de tesoros, ni siquiera de salvaguardar a algunos fieles confiados a su responsabilidad. Nehemías estaba solo; su misión solo debía comenzar a su llegada a Jerusalén. Hasta allí tenía que reconocer y aceptar su dependencia del poder gentil; únicamente entonces tendría que mostrar su amor por la obra de Dios y su perseverancia para continuarla a través de todas las dificultades, debidas a la extrema debilidad del pueblo y a la fuerza de sus enemigos. A partir de ese momento veremos estas cualidades manifestarse en él a lo largo de todo el relato.
Al llegar a la provincia de Judea, Nehemías se encontró con los jefes hostiles al pueblo de Dios, Sanbalat y Tobías. El nombre de los enemigos había cambiado (comp. Esdras 5:6), pero la enemistad permanecía. De la misma manera, pero bajo otros nombres, el mundo sigue siendo hoy el mismo que crucificó a Cristo hace veinte siglos. A estos enemigos “les disgustó en extremo que viniese alguno para procurar el bien de los hijos de Israel” (v. 10).
En Jerusalén, término de su viaje, Nehemías quiso conocer por sí mismo la amplitud del mal. Había llegado a Judea con los jefes y los jinetes del rey de Persia, pero cuando se trató de la obra, solo usó la única cabalgadura que tenía, es decir, sus propios recursos, y no dependió para nada de lo que el mundo podría ofrecerle. Fue ahí donde su fe se manifestó. Jerusalén estaba sin defensa contra el enemigo, y su ruina era tal que ni siquiera ofrecía un camino por donde la cabalgadura de Nehemías pudiera pasar (v. 13-14). Era, pues, exactamente el lugar donde la fe estaba llamada a mostrarse. Cuando Dios nos ha confiado una obra, solo tenemos que escucharlo a Él, y, como Nehemías, no dependemos del mundo, ni siquiera de los sacerdotes, o de los nobles y oficiales (v. 16); principio muy importante para todos aquellos que el Señor envía. Solo después de haber conocido detalladamente el mal, bajo la mirada de Dios, Nehemías, convencido de su misión, pudo animar al pueblo a actuar para remediar la ruina.
En los versículos 17 y 18 les presenta tres motivos para animarlos a venir y edificar “el muro de Jerusalén”. Primero, la ruina y la miseria extremas en las cuales ellos mismos y la ciudad se encontraban. Segundo, la gracia de Dios que lo había alentado: “La mano de mi Dios había sido buena sobre mí”. Tercero, las palabras del rey y su apoyo, ordenados por Dios, como dice en el versículo 8: “Según la benéfica mano de mi Dios sobre mí”. Por estas palabras vemos que Nehemías era de la familia espiritual de Esdras. Él contaba con Dios, quien respondía plenamente en gracia a su confianza (véase Esdras 7:6, 9, 28; 8:22, 31). Nehemías podía, como más tarde el Señor, dar testimonio de lo que había visto (Juan 3:11). Pero en vez de encontrar, como el Salvador, personas que no recibieran su testimonio, encontró corazones impulsados por su necesidad y el sentimiento de su miseria, y tuvo el gozo de escuchar de su boca estas palabras:
Levantémonos y edifiquemos. Así esforzaron sus manos para bien (v. 18).
Todo había sido preparado por Dios: el instrumento y los corazones para aceptar sus palabras de ánimo y sus exhortaciones.
Los enemigos Sanbalat, Tobías y Gesem se burlaban de este insignificante remanente y lo despreciaban. Estos hombres que no conocían a Dios, ¿cómo podían suponer que seres temerosos y débiles pudieran cumplir una obra juzgada imposible por el espíritu humano? Pero no se limitaron a esto y trataron de intimidar a quienes estaban decididos a ponerse manos a la obra resueltamente: “¿Os rebeláis contra el rey?”, exclamaron ellos. Pero nada de esto inquietó a Nehemías, quien respondió: “El Dios de los cielos, él nos prosperará, y nosotros sus siervos nos levantaremos y edificaremos, porque vosotros no tenéis parte ni derecho ni memoria en Jerusalén” (v. 20). Es el mismo principio que caracteriza al pueblo en Esdras 4:3. En efecto, tanto si se trata de levantar la casa como de edificar las murallas de la ciudad, este principio no cambia. Para hacer la obra de Dios, el pueblo de Dios no puede asociarse al mundo, de ninguna manera, bajo cualquier forma que se presente.
Uno de los caracteres dominantes del libro de Nehemías es que la separación de lo que no era judío está cuidadosamente afirmada y mantenida, a pesar de los principios relajados de algunos. “Vosotros no tenéis parte ni derecho ni memoria en Jerusalén”, está confirmado por la conducta subsiguiente del pueblo; y al no tomar conciencia de ello, sus jefes fueron reprendidos y avergonzados delante de todos (véase cap. 9:2; 10:30; 13:1, 3, 28, 30).