Humillación, separación, confesión
La última celebración en la serie de las fiestas judías era la de los tabernáculos (Levítico 23). Ahora bien, el capítulo que se abre ante nosotros no tiene nada que ver con las ordenanzas levíticas. Solo el día veinticuatro –es decir, después del gran día de la fiesta de los tabernáculos que terminaba el día veintitrés– los hijos de Israel se reunieron en la aflicción y la humillación (v. 1). Este acto no tenía nada que ver con el gran día de las expiaciones, el cual debía haber tenido lugar el décimo día del mes, y que Esdras y Nehemías omiten con buena razón, como ya hemos visto.
Este capítulo 9 es como un complemento del capítulo 10 de Esdras, cuando el pueblo se había separado de las alianzas hechas mediante matrimonios con las naciones, alianzas que hacían a la familia de Israel solidaria con los enemigos de Dios y de su pueblo. Pero la purificación realizada en Esdras no bastaba. El pueblo tenía que juzgar un mal más sutil; y si este mal no era confesado, los redimidos recaerían necesariamente en las alianzas profanas que acababan de abandonar. Queremos hablar de la mezcla que ellos habían favorecido dejando que las naciones tomaran parte en la vida del pueblo. Para ser realmente liberado de esta mezcla con el mundo se necesitaba más que separarse de tal o cual pecado notable, como las alianzas profanas de otros tiempos; era necesario un juicio verdadero del estado del corazón que había producido tales circunstancias. A este juicio asistimos en el capítulo 9.
Estos hechos son profundamente instructivos para nosotros los cristianos. Tenemos que juzgar no solamente tal o cual falta cometida, sino también la mundanalidad, a la cual hemos dado cabida entre nosotros, y que es la causa de nuestras faltas. Necesitamos una verdadera separación del mundo, porque solo ella nos preservará de pecados groseros, que son la triste consecuencia de esta mezcla.
Para que el pueblo pudiera efectuar esta separación, eran necesarias la humillación y la confesión. En nuestros días, ¡cuán difícil es encontrar estas dos actitudes entre los creyentes o en las asambleas que han pecado! Cuando necesitamos juzgar un mal evidente, sin mucha dificultad aceptamos humillarnos en común, siempre que este acto no nos obligue a confesar nuestros pecados cada uno individualmente. Se aceptará más bien cualquier solución intermedia en lugar de esto. ¡Cuán cierto es que el pueblo de Dios es un pueblo de dura cerviz, que no sabe doblegarse ante él!
En este capítulo no sucedió así. El pueblo se humilló verdaderamente, todos ayunaron vestidos de cilicio y con tierra sobre sus cabezas (v. 1). Es el duelo, la aflicción, el arrepentimiento. Pero su humillación no se mostró solo mediante estas señales exteriores, sino que se tradujo en hechos concretos: la descendencia de Israel se apartó “de todos los extranjeros” (v. 2).
¿Dónde habían encontrado la fuerza para hacerlo? En el mismo manantial donde habían bebido antes. En la fiesta de los tabernáculos el pueblo había realizado que el gozo del Señor era su fuerza. Y con esta fuerza podía humillarse, separarse inmediatamente del mal y confesar su estado. La verdadera humillación, la verdadera confesión no sufre retrasos; el hecho acompaña las palabras. “Ya se había apartado la descendencia de Israel de todos los extranjeros; y estando en pie, confesaron sus pecados y las iniquidades de sus padres” (v. 2).
En el versículo 3 todavía encontramos otro poderoso agente de bendición: “Puestos de pie en su lugar, leyeron el libro de la ley de Jehová su Dios la cuarta parte del día, y la cuarta parte confesaron sus pecados y adoraron a Jehová su Dios”. Sin la Palabra, ninguna confesión puede ser completa, porque solo a través de ella aprendemos a conocer a Dios, las cosas que son incompatibles con su carácter y lo que nosotros mismos hemos sido. Por otro lado, vemos que la confesión del pueblo tuvo proporción directa con lo que la Palabra les revelaba: dedicaron la cuarta parte del día para la lectura de la ley, y la cuarta parte del día para confesar sus pecados. En el libro de la ley (cap. 8:3, 12) aprendieron a conocer la fuente de su fuerza, y en este mismo libro aprendieron a juzgar su estado para confesarlo sin restricción.
Los levitas desempeñaron un precioso papel en todo esto. Habían enseñado al pueblo (cap. 8:8) y, después de haber cumplido fielmente su servicio, llegaron a entender los detalles de la ley (cap. 8:13), entrando así en un conocimiento más exacto de las cosas ya reveladas. Entonces los vemos levantarse sobre la grada y clamar “en voz alta a Jehová su Dios” (v. 4). Su fidelidad y su comunión con Dios los calificaba para ser la boca de la asamblea en público, cuando se trató de reconocer su pecado.
Esta confesión que, del versículo 5 al 38 llena el capítulo 9, es muy notable. Los levitas empezaron por bendecir. No es posible situarse realmente ante el Señor, como perteneciéndole, sin reconocer el carácter paciente y misericordioso de Dios, a quien se ha deshonrado.
Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado
(Salmo 130:4).
Tal fue también el sentimiento de David cuando dijo: “Contra ti, contra ti solo he pecado” (Salmo 51:4).
Las bendiciones dirigidas a Dios consisten en esto: en los versículos 5 al 7, los hijios de Israel bendicen al Dios creador y preservador de todas las cosas, quien es el Mismo, el Eterno. En los versículos 7 y 8 lo reconocen como el Dios de las promesas, quien llamó y escogió a Abraham. En los versículos 9 al 11 lo celebran como el Dios redentor y vencedor del enemigo, el que ha sacado a su pueblo de Egipto.
En los versículos 12 al 15 mencionan su responsabilidad. Después de conducirles por su gracia hasta el Sinaí, Dios les había dado la ley, la cual debían obedecer; pero aun después del Sinaí (v. 15) había desplegado sus recursos para alimentarlos en el desierto, invitándoles a entrar en posesión de Canaán.
En los versículos 16 al 21 reconocen de qué manera habían respondido a todas estas gracias: “Mas ellos y nuestros padres fueron soberbios y endurecieron su cerviz, y no escucharon tus mandamientos. No quisieron oír, ni se acordaron de tus maravillas que habías hecho con ellos; antes endurecieron su cerviz, y en su rebelión pensaron poner caudillo para volverse a su servidumbre”. Por último coronaron su desprecio a Dios con el becerro de oro, haciéndole grandes ultrajes. Entonces fueron condenados a pasar cuarenta años en el desierto, y pese a todo, Dios fue para ellos un Dios de bondad, en la medida en que su santa ley le permitía manifestar este carácter (v. 17). Su rebelión había cerrado todas las vías de la gracia de Dios hacia ellos; con todo, él veló sobre ellos (v. 21).
Versículos 22-27. Tomaron posesión, por pura gracia, del país de la promesa, como se ve en los últimos capítulos de Números; y por la gran bondad divina “se deleitaron en tu gran bondad” (v. 25). Sin embargo, apenas entraron en la tierra prometida se rebelaron, a pesar de todos los juicios anteriores, y nuevamente “hicieron grandes abominaciones” (v. 26). Entonces Dios los entregó en mano de sus adversarios y, no obstante, los liberó todavía en parte por medio de los jueces.
Versículos 28-31. Las rebeliones se renovaron durante la realeza. Los profetas les advertían sin éxito; con todo, Dios no los consumió (v. 31).
Versículos 32-38. Por último todos, desde los más grandes hasta los más pequeños, reconocieron la perfección de todas las vías de Dios para con ellos: “Pero tú eres justo en todo lo que ha venido sobre nosotros; porque rectamente has hecho, mas nosotros hemos hecho lo malo” (v. 33). No trataron de justificarse ni de librarse de las consecuencias de su pecado: “He aquí que hoy somos siervos; henos aquí, siervos en la tierra que diste a nuestros padres para que comiesen su fruto y su bien. Y se multiplica su fruto para los reyes que has puesto sobre nosotros por nuestros pecados, quienes se enseñorean sobre nuestros cuerpos, y sobre nuestros ganados, conforme a su voluntad, y estamos en gran angustia” (v. 36-37).
Así fue esta confesión simple, completa, verdadera, sin excusas ni disculpas. Reconoce las faltas de todos, desde el principio; aprueba el juicio en consecuencia, pero también proclama la misericordia y la gracia inagotables de Dios, quien les había conducido hasta allí.
Añadamos una observación, importante en todos los tiempos para el pueblo de Dios cuando ha pecado. Tres cosas le son necesarias:
1. la humillación,
2. la separación del mal,
3. la confesión.
Deben realizarse en el orden que nos es indicado al comienzo de este capítulo. La humillación, sin separación ni confesión, es sin valor. La separación sin humillación ni confesión es un acto de orgullo espiritual y solo denota un espíritu sectario. La confesión pública y sin restricción necesariamente comprende las otras dos; por eso nuestros orgullosos corazones, desesperadamente malignos, siempre se resisten a ella. Si la confesión no tiene lugar, la separación carece de realidad y en breve será seguida por una recaída, tanto si se trata de individuos como de asambleas. ¡Sigamos el ejemplo de este pobre pueblo humillado que clamaba en “voz alta” al Señor su Dios!
En el versículo 38 se ve al pueblo, como pueblo bajo la ley, renovar su pacto: “A causa, pues, de todo esto, nosotros hacemos fiel promesa, y la escribimos, firmada por nuestros príncipes, por nuestros levitas y por nuestros sacerdotes”. Sabemos que, como pueblo en la carne y bajo la ley, no pudieron cumplirla. Sin embargo, en esta renovación del pacto también podemos aprender una seria lección para nosotros. Tras la confesión de nuestro pecado, nuestra marcha debe recomenzar sobre una base nueva: una separación mucho más real y efectiva del mundo que nos había atraído al mal y en medio del cual tenemos que andar en adelante como extranjeros que buscan otra patria.