Nehemías

Nehemías 13

La energía individual de la fe

Como hemos visto, el pueblo había mostrado su interés y su respeto por la Palabra de Dios en diversas circunstancias; el principio de este capítulo nos lo muestra nuevamente atento a la lectura del libro de Moisés. Ese día se percataron de que habían descuidado una prescripción de este libro, porque “aquel día se leyó en el libro de Moisés, oyéndolo el pueblo, y fue hallado escrito en él que los amonitas y moabitas no debían entrar jamás en la congregación de Dios, por cuanto no salieron a recibir a los hijos de Israel con pan y agua, sino que dieron dinero a Balaam para que los maldijera; mas nuestro Dios volvió la maldición en bendición. Cuando oyeron, pues, la ley, separaron de Israel a todos los mezclados con extranjeros” (v. 1-3).

No es sorprendente que el pensamiento de separarse de Amón y de Moab no viniera espontáneamente al espíritu del pueblo. Estas dos naciones eran hermanas de Israel según la carne, a pesar de su detestable origen, salidas del “justo Lot”, considerado como hermano de Abraham, y, en un sentido, tan emparentadas con Israel como la descendencia del profano Esaú.

Los transportados ya se habían separado de todos los extranjeros (cap. 9:2) y de los pueblos de las tierras (cap. 10:28); sin embargo, hasta ese día no habían tenido en cuenta a este pueblo mezclado, cuya presencia les era tan familiar. Pero he aquí que la Palabra de Dios los menciona expresamente, ¡y ellos no lo habían tenido en cuenta! En efecto, Deuteronomio 23:3-6 dice: “No entrará amonita ni moabita en la congregación de Jehová, ni hasta la décima generación de ellos; no entrarán en la congregación de Jehová para siempre, por cuanto no os salieron a recibir con pan y agua al camino, cuando salisteis de Egipto, y porque alquilaron contra ti a Balaam hijo de Beor, de Petor en Mesopotamia, para maldecirte. Mas no quiso Jehová tu Dios oír a Balaam; y Jehová tu Dios te convirtió la maldición en bendición, porque Jehová tu Dios te amaba. No procurarás la paz de ellos ni su bien en todos los días para siempre”.

Estas cosas habían ocurrido unos mil años antes, y es importante considerar que el tiempo transcurrido desde entonces no disminuía absolutamente en nada la culpabilidad de Amón y Moab. La sentencia de Dios contra ellos permanecía, porque Dios no cambia, y para él mil años son como un día. A menudo se piensa que, como en los asuntos humanos, hay prescripción respecto a un pecado cometido hace tiempo contra Cristo y contra el pueblo de Dios. Entonces se dice: ¿Por qué recordar estas cosas? Pasaron desde hace tanto tiempo, que nadie se acuerda de ellas. ¿Debemos tenerlas en cuenta todavía? Tales razonamientos siempre encuentran la aprobación de nuestra naturaleza pecadora. La idea de hacer borrón y cuenta nueva sobre el mal nos parece muy recomendable a primera vista; pero olvidamos que la cuestión debe ser considerada bajo el punto de vista de Dios. ¿Qué piensa él de la injuria hecha a Sí mismo y a su pueblo? Desde el comienzo Dios había pronunciado una sentencia definitiva sobre los “mezclados”, y en este caso Israel no debía considerar lo que le parecía conveniente, sino lo que Dios pensaba del deshonor infligido a su Nombre. El tiempo no había cambiado nada del pecado de Moab y Amón, ni la obligación de separarse de ellos. En cuanto a los hijos de las naciones y a los pueblos del país, a todos aquellos que habitaban Canaán en el tiempo de la conquista, Dios no solo había ordenado destruirlos enteramente, sino también no hacer alianza con ellos, no hacerles favores ni emparentar con ellos por medio del matrimonio, a fin de que no condujeran al pueblo a la idolatría (Deuteronomio 7:1-4). Ahora bien, aquí este no era el caso para Amón y Moab; y en cuanto a los matrimonios profanos, el pueblo ya los había condenado y se había purificado de ellos (Esdras 10). Se trataba más bien de no considerar a estos dos pueblos como parte de la congregación del Señor.

Tan pronto como el pueblo oyó las palabras concernientes a Amón y Moab, separó de Israel todo el pueblo mezclado. Pero antes de esto el mismo Eliasib, el sumo sacerdote, había dado un ejemplo de infidelidad; y su posición privilegiada, como su autoridad, hacían que su infracción a la ley fuera más peligrosa. Eliasib era aliado de Tobías, el amonita. Este último era tenido en gran estima por los nobles de Judá que “se habían conjurado con él”. Como lo hemos visto más de una vez, era yerno de Secanías, hijo de Ara, y Johanán, su hijo, era yerno de Mesulam, hijo de Berequías, de la familia sacerdotal (cap. 6:18), quizás el mismo que, en Esdras 10:15, se había opuesto a la expulsión de las mujeres extranjeras. Por otra parte vemos que un nieto de Eliasib era yerno de Sanbalat, el horonita, un moabita (v. 28). Así, por ambos lados, el jefe espiritual del pueblo había violado el mandamiento de Moisés, sea mediante alianza política con Amón (pues no está dicho que era aliado de Tobías por matrimonio) o por alianza matrimonial con Moab.

La alianza con Tobías había comprometido a Eliasib a darle no solo un lugar en la congregación de Israel, ¡sino una morada en la casa de Dios! Le había preparado la cámara de los diezmos, “en la cual guardaban antes las ofrendas, el incienso, los utensilios, el diezmo del grano, del vino y del aceite, que estaba mandado dar a los levitas, a los cantores y a los porteros, y la ofrenda de los sacerdotes” (v. 5).

Si al principio obró por ignorancia, como el pueblo, cosa inexcusable para un sumo sacerdote, después no siguió el ejemplo de la congregación que, al escuchar la ley, inmediatamente separó de Israel al pueblo mezclado. ¡Qué vergüenza para el jefe espiritual del pueblo! ¡Solo él se había puesto por encima de la ley de Dios, por encima de la Palabra escrita, persistiendo en este terrible mal, y el pueblo se lo había permitido!

Fue necesario el retorno de Nehemías para poner fin a este sacrílego abuso. Mientras esto ocurría, Nehemías estaba con el rey de Susa, pues su permiso había terminado (v. 6; comp. 2:6). Pero a su regreso, semejante situación no se le podía escapar. Tolerada por todos, era imposible que lo fuese por Nehemías. Este hombre de Dios no admitió ninguna excusa al mal; no tuvo en cuenta la posición de quien lo había cometido, y no lo perdonó; purificó inmediatamente la casa de Dios, las cámaras manchadas por la presencia de este amonita, y las devolvió para su uso inicial, después de haber echado fuera todos los enseres de Tobías.

Pero el pecado de Eliasib, de un solo hombre tan prominente, ¡cuántas consecuencias había traído a todo lo que tenía que ver con el santuario! Los diezmos habían sido descuidados, pues no había donde guardarlos; y como a los levitas y a los cantores les faltaban las cosas necesarias para su subsistencia, habían huido cada uno a su campo. Sin los levitas, el servicio de la casa de Dios había sufrido. Este único pecado había acarreado consecuencias incalculables para el centro mismo de la vida religiosa del pueblo.

Al ver este desorden, Nehemías no vaciló, como tampoco lo había hecho respecto a la cámara de Tobías. La casa de Dios estaba abandonada; no había por qué transigir. Un primer acto de energía debía ser seguido por otro. Nehemías reunió a los jefes y los hizo permanecer en sus puestos (v. 11). Confió la repartición de los diezmos a algunos sacerdotes, escribas y levitas, es decir, aquellos cuyas funciones tenían relación inmediata con la casa de Dios, y al lado de ellos a hombres “tenidos por fieles”.

Todavía quedaban otras consecuencias de la infidelidad cometida en las altas esferas; al menos podemos pensar que el hecho relatado del versículo 15 al 18 se debía al relajamiento respecto al culto. El sábado ya no se observaba más. Si rápidamente el pueblo había abandonado lo que en días más felices, motivado por el primer amor, había hecho respecto a los levitas (cap. 12:47), también había olvidado –cosa más grave todavía– su solemne compromiso respecto al sábado, ¡hecho en el momento de la renovación del pacto! (cap. 10:31).

El sábado era la ordenanza esencial de la ley. Era el único mandamiento, entre los diez, que no estaba basado en una cuestión moral. Era simplemente la expresión de la voluntad de Dios y de su Palabra, quien había instituido este mandamiento. Servía de “señal” entre Dios y los hijos de Israel “para siempre” (Éxodo 31:17). Observarlo era una cuestión de simple obediencia, sin que se pudieran invocar razones basadas sobre la conciencia; en esto precisamente consistía su importancia capital.

Ahora bien, ¿qué vio Nehemías? “En aquellos días vi en Judá a algunos que pisaban en lagares en el día de reposo, y que acarreaban haces, y cargaban asnos con vino, y también de uvas, de higos y toda suerte de carga, y que traían a Jerusalén en día de reposo; y los amonesté acerca del día en que vendían las provisiones. También había en la ciudad tirios que traían pescado y toda mercadería, y vendían en día de reposo a los hijos de Judá en Jerusalén” (v. 15-16).

Sus negocios personales, el deseo de ganar, habían desviado a los judíos de este gran mandamiento; y también permitían que los extranjeros, los tirios, hicieran lo mismo. Su bienestar, las comodidades de la vida, se adaptaban a estas transgresiones. Profanaban el sábado, y para su propio beneficio permitían que los tirios también lo profanaran.

Nehemías se enfrentó a los líderes y obró con ellos como lo había hecho anteriormente con el jefe de los sacerdotes. “Reprendí a los señores de Judá y les dije: ¿Qué mala cosa es esta que vosotros hacéis, profanando así el día de reposo? ¿No hicieron así vuestros padres, y trajo nuestro Dios todo este mal sobre nosotros y sobre esta ciudad? ¿Y vosotros añadís ira sobre Israel profanando el día de reposo?” (v. 17-18). Pero no se limitó a hacerles esta reprensión: cerró las puertas de Jerusalén antes del sábado (v. 19). ¿Para qué servían, pues, las puertas, para cuyo restablecimiento había puesto tanta perseverancia, si permanecían abiertas al mal y a la transgresión? Trató el mal sin ninguna consideración. Así procede la autoridad de Dios cuando nos dejamos dirigir por ella. Cuando se trata de respetar la Palabra, no se toman medidas a medias.

En los versículos 23 al 28 encontramos otra consecuencia de la infidelidad de Eliasib. Mientras la mayoría del pueblo se había purificado, cierto número de entre ellos había permanecido rebelde. Los ojos del celoso siervo, a quien nada escapaba, los descubrieron rápidamente. Si el amonita y el moabita ya no eran tolerados en la congregación, ciertos individuos apoyados por la familia de Eliasib (v. 28) no habían roto las alianzas matrimoniales con Amón y Moab. Tenían hijos mayores que no conocían la lengua hebrea y hablaban la de Asdod –porque a estas dos naciones se había añadido otra, los filisteos, al territorio de los cuales pertenecía Asdod–. Así, los tres enemigos permanentes del pueblo de Dios (sin hablar de Edom) eran recibidos en las familias y allí engendraban hijos a su imagen, puesto que la alianza con el mundo nunca beneficia al pueblo de Dios; aquí no se ve que los hijos de los asdodeos hubiesen aprendido a hablar hebreo.

Nehemías no mostró piedad con estos hombres que, luego de una alianza solemne, podían obrar así: “Reñí con ellos, y los maldije, y herí a algunos de ellos, y les arranqué los cabellos, y les hice jurar, diciendo: No daréis vuestras hijas a sus hijos, y no tomaréis de sus hijas para vuestros hijos, ni para vosotros mismos” (v. 25). Les mostró a lo que estas alianzas habían conducido a Salomón, el más grande de los reyes de Israel. Era precisamente entre las moabitas y amonitas que él había buscado mujeres, y se había vuelto hacia sus dioses (1 Reyes 11:1-8).

¿Qué faltaba por hacer todavía? ¡Alejar al hijo de Joiada, nieto de Eliasib! “Acuérdate de ellos, Dios mío, contra los que contaminan el sacerdocio, y el pacto del sacerdocio y de los levitas” (v. 29).

De esta manera, en ese momento, el pueblo fue limpio “de todo extranjero” (v. 30).

Esta fidelidad debía tener su recompensa, y Nehemías lo sabía. Él no hacía estas cosas para obtenerla, pero sabía que Dios es fiel y se acordaría de su siervo. Sin duda no tenía derecho a nada de parte de Dios, pero sabía que el Señor tiene en cuenta la fidelidad de los suyos, y que cuando el momento de la retribución ha llegado, se complace en decirles: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21, 23). Con el mismo espíritu Pablo podía decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día” (2 Timoteo 4:7-8).

Que nosotros también podamos decir, al final de nuestra carrera, como el fiel Nehemías:

Acuérdate de mí, Dios mío, para bien (v. 14, 22, 31).

El estado de purificación relatado en este capítulo, ¿perduró largo tiempo? ¡Cuán humillante es tener que reconocer que fue de corta duración! Malaquías, quien sin duda profetizó poco tiempo después de estos acontecimientos contados por Nehemías, nos muestra que a la indiferencia del sacerdocio para con Dios se había añadido el desprecio al matrimonio instituido por Dios, lo que provocaba la indignación de Nehemías. Todo esto nos presenta una seria enseñanza: el mayor peligro que puede amenazar a la Asamblea de Dios en este mundo es precisamente la tolerancia para con los “mezclados” y, de hecho, es la causa principal de la ruina del testimonio de la Iglesia. Es relativamente fácil separarse de los “hijos de los extranjeros”, del mundo propiamente dicho, y el peligro de seguirles es menos grande que el de caminar con aquellos que tienen una misma profesión y, en apariencia, un mismo origen, pero sin tener la fe. Aquellos reivindican el derecho de trabajar en común en la obra de Dios, y bajo el manto de la profesión cristiana, seducen a los verdaderos creyentes con alianzas que parecen muy ventajosas.

¡Que el Señor nos guarde de este espíritu y nos libre de dichas asociaciones! Estas provocan siempre un debilitamiento espiritual que va mucho más allá de los límites de la familia donde se han introducido: trasciende necesariamente a la vida de la Asamblea, atenta contra la gloria de Dios y la pureza de su casa en este mundo.

El libro de Nehemías nos enseña lo que debe ser el creyente en estos días difíciles, cuando la decadencia es irremediable, y cuando se trata de glorificar a Dios en una esfera que la ruina ha hecho diferente de lo que era al principio, pero donde, rasgo característico, la autoridad de la Palabra de Dios es reconocida y proclamada. En efecto, después de la llegada de Esdras el escriba a Jerusalén, siempre vemos la Palabra de Dios desempeñar un gran papel: es escuchada y apreciada.

En el libro de Nehemías, el pueblo recurre a esta Palabra y se somete a ella. El “como está escrito en la ley” tiene en estos libros una importancia capital. El deseo de “entender las palabras de la ley” llevó a los jefes a escucharla. El mismo pueblo pidió que se le leyera, y puso toda su atención en ella. Esdras y los levitas la leyeron delante de todos. Esdras, representante de la Palabra escrita, condujo la dedicación del muro. En el capítulo que acabamos de considerar, el pueblo conoció su deber por medio del libro de la ley.

Las «Escrituras abiertas» son, pues, uno de los caracteres del libro de Nehemías, y fueron de ayuda a este hombre de Dios en toda su actividad, aunque su trabajo principal no consistía en presentarlas, ya que esto correspondía más bien al oficio de Esdras. Este último podría ser llamado el hombre de la humillación, humillación que no excluye en manera alguna el firme deseo de llevar al pueblo a separarse del mal. Esdras es, por otra parte, el hombre por quien la Palabra de Dios es vuelta a su lugar de honor, y este papel de las Escrituras continúa, sea por medio de él o por la aceptación espontánea del pueblo, a través de todo el libro de Nehemías.

En lo concerniente a la persona de Nehemías, desde el principio lo vemos desplegar una actividad incesante para la restauración y defensa de este pobre pueblo. El inmenso trabajo de la reedificación de los muros dependió enteramente de su iniciativa. Pero su celo era tan ardoroso contra el mal como para el bien. Amonestó a los nobles y a los jefes que acosaban a sus hermanos, y dio personalmente ejemplo de abnegación, porque el celo sin renunciamiento de sí mismo es de poco valor. Fue la cabeza de los que firmaron el pacto, al que se sometió fielmente. En la dedicación, tomó el último lugar para dar el primero a Esdras. En fin, mostró una energía sin igual, cuando vio el mal introducirse en la congregación, bajo los auspicios del mismo sumo sacerdote. Echó fuera sin vacilar, sin consideración hacia Eliasib, todo lo que pertenecía a Tobías. Reprendió a los jefes sobre el trato a los levitas, como ya lo había hecho antes respecto a su manera de tratar a sus hermanos. Protestó por lo del sábado y riñó a los nobles de Judá; regañó a los comerciantes que, en ese día, traían sus mercancías a Jerusalén. Reconvino, maldijo y aun hirió a algunos de los que, contra su juramento, no repudiaron a las mujeres extranjeras. Se puede decir de Nehemías lo que fue dicho de uno más grande que él, del cual no era digno de desatar la correa de sus sandalias:

El celo de tu casa me consume
(Juan 2:17).

Él también, como el Divino Maestro, supo hacer un látigo de cuerdas para arrojar del templo a los vendedores y a los que habían profanado el sacerdocio.

Semejante celo es necesario en los tiempos en que vivimos. ¡Cuántas veces se oye decir: Soportemos el mal, no lo juzguemos y esperemos que Dios lo juzgue! ¡Palabras tan peligrosas como engañosas! ¿Qué hubiera sido de la congregación si Nehemías se hubiera apoyado en tales principios? Tomémosle por modelo, pero ante todas las cosas, sigamos las pisadas de Cristo. La energía del Espíritu es tan necesaria como el amor y la gracia. Una no debe ceder el lugar a la otra; las dos son igualmente útiles para la prosperidad del pueblo de Dios. Estas cualidades están más bien disociadas en los libros de Esdras y Nehemías, porque generalmente los hombres de Dios muestran una u otra de estas características de manera preeminente: por ejemplo la energía de Pedro y la dulzura de Juan.

Solo en Cristo todas las cualidades del siervo de Dios fueron indisolublemente unidas y perfectamente equilibradas. ¡Su alma era como un teclado de piano. Cada tecla resonaba en el momento deseado, de manera que resultara una armonía perfecta bajo los dedos del Soberano Maestro, quien obtenía acordes maravillosos y divinos!