Conmemoración al son de trompetas
La Pascua tenía lugar el decimocuarto día del primer mes. La gavilla por primicia probablemente era ofrecida el día después del primer sábado que seguía a la Pascua. Pentecostés, cincuenta días más tarde, debía tener lugar, pues, en la primera mitad del tercer mes. Luego venía una larga interrupción hasta el séptimo mes, en el cual tres fiestas se sucedían rápidamente.
Proféticamente hemos visto a la Iglesia en los dos panes de Pentecostés, pero en Levítico 23:22 la siega aún no está terminada. Simbólicamente la Iglesia ha sido alzada; queda una bendición para el pobre (esto es, el residuo de Israel) y para el extranjero (las naciones que atravesarán la gran tribulación). En el séptimo mes, Dios reanuda (en figura) sus relaciones con Israel suscitando un despertar anunciado en Isaías 18, el que debe conducir a la humillación descrita en Zacarías 12, para poder introducir al pueblo en las bendiciones milenarias simbolizadas por los siete días de la fiesta de los Tabernáculos. De manera que, proféticamente, el séptimo mes es el fin del año de Dios, la culminación de sus planes.
Esta fiesta también tiene una aplicación para nosotros. El creyente, después de haber sido llevado al Señor Jesús y haber puesto su confianza en Su sangre que purifica de todo pecado, aprendió a caminar en separación del mal, en vida nueva, y a gozar por la fe de las bendiciones dadas por el Espíritu. El tiempo pasa, los años transcurren, las espinas de la parábola crecen, tal vez, e impiden que el buen grano se desarrolle como convendría; un cierto cansancio espiritual se apodera del creyente, se adoptan hábitos malsanos, y tras la pereza viene el sueño. Es preciso que Dios nos despierte. Incluso si no hay decadencia, puede ser que Dios quiera suscitar progresos espirituales en la vida del cristiano.
Sea lo que fuere, por medios que Dios conoce, él nos despierta mediante un toque de trompeta de su Palabra para volver a colocarnos en la luz. La conmemoración de las trompetas es la única fiesta que tiene lugar el primer día de la nueva luna (Salmo 81:3). Empieza un nuevo ciclo, un nuevo enfoque de la luz de Cristo:
Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo
(Efesios 5:14).
“Conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño… La noche está avanzada, y se acerca el día” (Romanos 13:11-12). El hombre que duerme corre el peligro de ser confundido con los muertos, pero no por eso tiene menos vida; solo necesita ser despertado. ¿Cuál será entonces la actitud divina? Nada de reproches, aunque serían justificados, mas dice: “te alumbrará Cristo”.
El despertar puede ser individual y también colectivo, como en el caso de la Iglesia cuando el clamor de medianoche despertó a las diez vírgenes; o más tarde, cuando Israel se preparará para recibir a su Mesías. Por lo general, como se ve durante los reinados de Ezequías y Josías, o en los tiempos de Zorobabel, de Esdras o de Nehemías, el despertar comienza individualmente. No se trata de criticar a los demás o al testimonio de la asamblea, sino de un arrepentimiento personal y de tomar sobre sí la humillación que requiere el estado de cosas en el cual se está mezclado (Nehemías 1:7; Daniel 9:15). Joel también precisa:
Por eso pues, ahora, dice Jehová, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento
(Joel 2:12).
Si notamos un descenso en el nivel espiritual de nuestras reuniones, un retroceso de la piedad, consideremos primero nuestras propias faltas y el estado de nuestra propia casa. ¿Qué pasa con la lectura de la Palabra en familia y aun con la lectura matutina individual? Mientras a nuestro alrededor Dios trabaja manifiestamente despertando almas en la cristiandad ¿permaneceremos somnolientos? Gracias a Dios existen felices excepciones, personas y reuniones a las cuales el Señor otorga la gracia de manifestar el fruto de la vida divina de una manera particular. Sin embargo, no es menos cierto que, sin un espíritu de humildad, no habrá ningún despertar real en nosotros, ni en nuestras casas ni en el testimonio colectivo.
Al principio un verdadero despertar no conduce a la alegría, sino a la aflicción, así como la conmemoración al son de trompetas era seguida por el día de la expiación.