Las siete fiestas de Jehová

Éxodo 12:1-13 – Levítico 23:5 – Números 9:1-5 – Deuteronomio 16:1-8

La pascua

Dios quiere reunir un pueblo alrededor de sí mismo en su reposo para que publique Su alabanza (Isaías 43:21). Para que ello sea posible, todo debe estar en orden no solamente en gracia, sino también en justicia, porque Dios es tanto luz como amor. En figura, la Pascua echa los fundamentos de esta obra.

“Este mes os será principio de los meses”. Algo completamente nuevo iba a comenzar; lo que había precedido no contaba más para Dios. El año civil seguiría su curso, pero un nuevo año empezaría, marcado por nuevas relaciones con Dios sobre una base completamente distinta. ¿No ocurre lo mismo para nosotros en el momento de la conversión y del nuevo nacimiento? Pudimos ser llevados al Señor a los doce años de edad, tal vez a los veinte o a los sesenta, pero solamente los años de la vida nueva contarán para Dios: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).

Vamos a considerar cuatro aspectos de la Pascua:

  • El lado de Dios.
  • El lado del rescatado.
  • La Pascua como alimento.
  • La Pascua como memorial.

El lado de Dios

Desde la caída, el pecado impide todo reposo al hombre, como lo dice el Señor Jesús: “Mi Padre… trabaja, y yo trabajo” (Juan 5:17). No hay reposo sin la redención, sin la Pascua, figura de la obra perfectamente cumplida en la cruz.

Dios tenía ante sí su Cordero: un cordero preparado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado a su tiempo; por eso Éxodo 12 no habla de muchos corderos, aun cuando cada familia debía sacrificar uno. Para Dios hay un solo Cordero: su Hijo amado.

El cordero debía estar guardado durante cuatro días para manifestar que no tenía defecto.

Tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado
(Hebreos 4:15),

el Cordero de Dios no manifestó sino perfección durante su vida en la tierra. Los cuatro evangelios lo testifican.

Incluso un cordero sin tacha, objeto de cariño por parte de los que vivían con él, no los podía salvar: “La misma sangre hará expiación1  de la persona” (Levítico 17:11). Este cordero, al que se le había tomado cariño, debía ser degollado, y su sangre debía ser puesta en el dintel y los dos postes de la puerta. ¡Con cuánta ansiedad el hijo mayor debió haber seguido todos los movimientos del padre de familia, para estar seguro de que todo se hiciera según la ordenanza divina, ya que solo así escaparía de la muerte!

Pero no nos corresponde a nosotros apreciar el valor de la sangre, es Dios quien lo hace: “Veré la sangre y pasaré de vosotros…”. No permitiré que el destructor entre en vuestra casa para herir de muerte. De hecho, ¿qué sangre veía Dios allí? No la del cordero inmolado aquella tarde en cada hogar israelita –sangre que no podía quitar el pecado–, sino la de su Hijo amado, la que sería vertida en la cruz del Calvario.

La justicia de Dios debía herir a los egipcios que desechaban su Palabra y sus obras, pero esa misma justicia también debía salvar a toda casa en la cual la sangre del cordero hubiese sido puesta. Dios no habría sido justo si hubiese castigado allí donde una víctima ya había sido inmolada. Dios no solo es amor al perdonar, no solo somos salvos por gracia, sino que él es

el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús
(Romanos 3:26).

Pedro agrega: “Fuisteis rescatados… con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19). Sangre preciosa no tanto para nosotros –por más que sea cierto–, sino ante todo para Dios, el único que puede estimar el valor de ese sacrificio en el cual halló su pleno reposo.

  • 1Ver la explicación de esta palabra al final del libro.

El lado del rescatado

Si bien es cierto que Dios hizo todo, que dio el cordero, también es cierto que, para ser salvo, todo hombre debe apropiarse personalmente de la obra de Cristo: “Tómese cada uno un cordero”. Tomar el cordero, guardarlo, inmolarlo, poner su sangre en la puerta y luego permanecer dentro de la casa era responsabilidad de la familia. La seguridad del hijo mayor dependía de la sangre puesta en el exterior; sus sentimientos no podían cambiar nada; la certeza de escapar del juicio provenía de la fe en la palabra de Dios transmitida por Moisés. Hoy en día muchas personas, a pesar de que están a salvo desde que aceptaron la muerte del Señor Jesús a su favor, aun permanecen temerosas, porque no han depositado toda su fe en la Palabra de Dios, la cual declara terminantemente: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna…”. Y el Señor Jesús afirma: “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 3:36; 5:24). La seguridad de la salvación, la paz, provienen de la fe en la Palabra de Dios; la seguridad eterna de nuestras almas está fundada en la obra que Cristo cumplió en la cruz.

“Todo primogénito… mío es”, declaró el Señor (Éxodo 13:2). “Cristo… por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15). Para el rescatado, una vida nueva comenzó en la cruz; es feliz de ser salvo, lavado, purificado, justificado; pero no debe olvidar que ya no se pertenece a sí mismo, sino a Aquel que lo rescató a tan alto precio.

La Pascua como alimento

El cordero fue introducido en una familia sobre la cual se cernía la muerte; todo cambió y hubo seguridad y paz. La noche en que el destructor pasó, la familia se alimentó de la víctima asada al fuego, de panes sin levadura y de hierbas amargas.

En la institución de la Pascua (Éxodo 12:1-11) muchas veces se menciona el verbo “comer”. Creer en el Señor Jesús no es simplemente una adhesión intelectual a lo que la Palabra nos dice de él, ni una fórmula mágica que se repite, como algunos lo pretenden. Después de declarar: “El que cree en mí, tiene vida eterna”, el Señor Jesús agrega:

Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros
(Juan 6:47, 53).

Por cierto, no se trata de comer y beber físicamente su carne y su sangre (tampoco se trata de la celebración de la Cena), pues “las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63).

Pero, para tener la vida es necesario –espiritualmente, en nuestras almas y de todo corazón– apropiarnos de ese cuerpo dado y de esa sangre derramada por el Señor Jesús, los únicos que quitan los pecados. Comer su carne y beber su sangre no es un acto ritual; así como los alimentos que tomamos se vuelven parte integrante de nuestro cuerpo y finalmente lo constituyen, así nuestra alma debe –por la fe, la inteligencia y el corazón– captar lo que significa la obra de la cruz y aceptarla completamente. Si bien es un acto cumplido una vez para siempre en la conversión (Juan 6:53, pretérito indefinido de la conjugación griega) para tener la vida, también es una acción continua (v. 56, presente) para permanecer en él.

El cordero no debía estar medio cocido o cocido en agua, sino asado al fuego. Gedeón no lo comprendió, pues trajo la carne en un canastillo y el caldo en una olla. ¿Qué le ordenó el ángel del Señor? “Toma la carne y los panes sin levadura, y ponlos sobre esta peña, y vierte el caldo… Y extendiendo el ángel de Jehová el báculo que tenía en su mano, tocó con la punta la carne y los panes sin levadura; y subió fuego de la peña, el cual consumió la carne y los panes sin levadura” (Jueces 6:20-21). Cristo debió pasar por todo el juicio de Dios. Nada le fue evitado. “Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí” (Salmo 42:7). La cabeza, las piernas, el interior, es decir, la inteligencia, el andar y los sentimientos, todo debió sufrir el fuego; a través del juicio brillaron tanto más sus perfecciones.

Hierbas amargas y panes sin levadura acompañaban la comida, “pan de aflicción”, dice Deuteronomio 16:3. Al gozo de la salvación se mezcla el sentimiento amargo de lo que nuestros pecados costaron al Señor Jesús.

Todos participaban del cordero; había una porción completa para cada uno; nadie podía decir que su parte no había sido prevista. Sin embargo, más tarde, en la parábola del hijo perdido (Lucas 15), el hijo mayor rehusó entrar en la casa y participar del festín preparado por el amor del padre.

Cualquiera que hubiese entrado en la morada de un israelita aquella noche, habría podido comprobar que la familia se hallaba a punto de partir; todos sus miembros debían abandonar Egipto; sus lomos estaban ceñidos, las sandalias en sus pies, el bordón en la mano. Todo rescatado del Señor Jesús viene a ser, en este mundo, un extranjero cuya patria está en el cielo.

De Jesús en la senda de amor,
Un tesoro nuestra alma encontró,
Bien eterno que por su valor
Extranjeros aquí nos volvió.
Himnos & Cánticos Nº 114

No todas las familias podían comerse un cordero, por ello Dios permitía que si la familia era pequeña, dos familias vecinas tomaran un cordero, según el comer de cada uno, pero todos tenían parte en el cordero: en “las casas en que lo han de comer” (v. 7). La unidad del pueblo de Dios se expresa participando todos de un solo Cordero, que ha venido a ser el centro de todos sus afectos y de su reunión.

La Pascua como memorial

La salida de Egipto tuvo lugar de una vez para siempre. La primera Pascua no se debía repetir; la sangre tampoco sería puesta nuevamente sobre las puertas; pero enseguida Dios había declarado: “Este día os será en memoria… fiesta solemne para Jehová… estatuto perpetuo” (Éxodo 12:14). De año en año, la Pascua recordaría al pueblo que él había “salido” de Egipto, expresión repetida varias veces en Deuteronomio 16:1-8. Cada año, el cordero asado al fuego los congregaría y les recordaría el precio pagado por su liberación.

Números 9:1-14 presenta la Pascua como memorial celebrado en el desierto. El primer mes del primer año el pueblo había salido de Egipto. El primer día del primer mes del segundo año el tabernáculo había sido erigido, seguido por la dedicación del altar durante doce días (Números 7), las lámparas del santuario habían sido encendidas y los levitas habían sido ofrecidos (según cap. 8:13, 18). Por primera vez el pueblo, después de haber sido librado del juicio de Dios que había caído sobre Egipto y del poder del Faraón cuyo ejército había perecido en el mar Rojo, estaba congregado en torno al santuario, e iba a celebrar el memorial de la Pascua.

Algunos hombres se hallaban inmundos; si bien eran conscientes de su estado, tenían el deseo de comer la Pascua. ¿Serían excluidos de ella? La gracia iba a proveer. Purificados según Números 19, podrían celebrar la fiesta el segundo mes. De igual manera el que estuviere de viaje el primer mes –figura de un creyente que se ha alejado del Señor–, podría volver sin tardar y en el segundo mes tener parte en el cordero. Incluso el extranjero deseoso de celebrar la Pascua podría hacerlo con la condición de ser circuncidado, señalando así su integración al pueblo de Dios. Por el contrario, qué solemne juicio es pronunciado contra aquel que, estando limpio y no hallándose de viaje, se abstuviera de celebrar la Pascua: “No ofreció a su tiempo la ofrenda de Jehová, el tal hombre llevará su pecado”. La Pascua no se tomaba para sí mismo, sino para Dios, porque él lo había pedido.

Deuteronomio 16:1-8 imparte las instrucciones para celebrar el memorial de la Pascua en la tierra de Israel. Este pasaje hace énfasis sobre el lugar “que Jehová escogiere” para poner allí su nombre, único sitio donde se podría celebrar la fiesta.

Josué 5:10-12 describe la celebración de la Pascua en Canaán, después de la travesía por el Jordán y la circuncisión. Está acompañada de alimentos nuevos: el trigo del país de años pasados (Cristo en los consejos de Dios), panes sin levadura (perfección de su andar), espigas nuevas tostadas (recuerdo de sus sufrimientos). ¡Qué bendición haber salido del mundo, ser libres de toda esclavitud, entrar en la realidad de las bendiciones divinas!

A través de los siglos, sin duda la Pascua fue celebrada numerosas veces, aunque la Palabra se limita a mencionar solo siete ocasiones, entre ellas las que celebraron Ezequías y Josías, cuando la energía de la fe de un hombre provocó un despertar, un anhelo de celebrar el memorial (2 Crónicas 30 y 35).

Pero debía llegar el día en que el sacrificio –del cual la pascua era una figura– fuera ofrecido. La noche en que iba a ser entregado, oímos la voz del Señor Jesús hablando al corazón de sus discípulos: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!”. Al final de la comida, el Señor instituyó otro memorial: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo… esta copa es el nuevo pacto en mi sangre”. Para el cristiano, la Cena dominical reemplazó la Pascua. ¿Hablará con menos elocuencia a nuestro corazón? ¿Nos abstendremos de ella cuando la voz del Señor repite: “Haced esto en memoria de mí”? (Mateo 26:26-29; Marcos 14:22-25; Lucas 22:15-20). ¿No queremos decir con el profeta:

Tu nombre y tu memoria son el deseo de nuestra alma?
(Isaías 26:8).

Jóvenes padres de familia que participan del memorial de la muerte del Señor: un día oirán una voz infantil que preguntará: “¿Qué es este rito vuestro?” (Éxodo 12:26). Y con emoción, con afecto, ustedes tendrán la inolvidable oportunidad de hacer vibrar las cuerdas del joven corazón de su hijo, o hija, para Aquel que nos amó hasta la muerte.