El día de la expiación (ver nota al final del libro)
Entrar mucho más profundamente en lo que le costó a Cristo quitar el pecado de delante de Dios es el preludio de toda restauración. Reconocer la ruina (Levítico 16:1), individual o colectiva, conduce a una apreciación mucho más grande de la obra de Cristo y de su eficacia ante Dios.
Sin examinar todos los detalles del capítulo 16 de Levítico, el corazón del Pentateuco, trataremos de profundizar tres cosas:
- El pecado.
- Los sufrimientos de Cristo.
- El propiciatorio.
El pecado
Las hierbas amargas de la Pascua simbolizan la contrición del alma que siente la amargura de haber causado, con sus pecados, el sufrimiento de Cristo. En relación con la Cena, somos exhortados a juzgarnos a nosotros mismos. Pero aquí se trata de un ejercicio más profundo todavía. Para Israel, este ejercicio está predicho y detallado en Zacarías 12:10-14 e Isaías 53. Para el cristiano, es ante todo la contemplación de los sufrimientos de Cristo –con la seguridad de que todo está cumplido– lo que le lleva a una apreciación más profunda de la seriedad del pecado. Al contemplar la cruz nos damos cuenta de la gravedad que el mal tiene ante los ojos de Dios, lo cual hace que nos pongamos en manos de él, quien aceptó la ofrenda.
Varias veces en Levítico 16 y 23 el Señor ordena: “Afligiréis vuestras almas”. El Salmo 51 muestra lo que esta aflicción fue para David. En nuestra vida, ¿no se presentan ocasiones en las cuales, a raíz de una falta o por la acción poderosa de la Palabra aplicada por el Espíritu a la conciencia, experimentamos –mucho más profundamente que hasta ese momento– lo horrendo que es el pecado? Si fue necesario que el mismo Hijo de Dios, Aquel que no conoció pecado, fuese hecho pecado por nosotros, a fin de que fuésemos hechos justicia de Dios en él, ¡cuán grave era ese pecado, cuán incompatible con la naturaleza divina!
Los sufrimientos de Cristo
Levítico 16 nos presenta dos categorías de sacrificios: los que Aarón ofrecía por sí mismo y por su casa, a saber, un novillo por el pecado y un carnero como holocausto, y los que ofrecía por el pueblo: dos machos cabríos por el pecado y un carnero como holocausto. En la ofrenda por Aarón y su casa podemos ver la obra de Cristo a favor de su Iglesia, mientras que el sacrificio ofrecido por el pueblo sugiere más bien la obra de la cruz a favor de Israel. Sea como fuere, no es el momento ni el lugar para distinguir estos diversos aspectos, sino que lo son más bien para considerar lo que este capítulo nos presenta acerca de los sufrimientos de Cristo.
De los dos machos cabríos ofrecidos por el pueblo, el de Azazel era presentado vivo delante de Dios y el otro era inmolado. Sobre la cabeza del primero, el sacerdote debía confesar todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones, todos sus pecados; luego era enviado al desierto, llevando todo a esa tierra inhabitada donde iba a morir bajo el juicio. Azazel es una figura extraordinaria de Cristo cuando llevó sobre sí nuestros pecados bajo el juicio de Dios, castigado en lugar de los culpables: “Todos nosotros nos descarriamos… mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero
(1 Pedro 2:24).
Para que esta obra sea una realidad para cada uno de nosotros, es preciso haber confesado nuestros pecados y haber aceptado que Cristo tuvo que morir por ellos.
El segundo macho cabrío ofrecido por el pecado del pueblo debía ser degollado y su sangre llevada “detrás del velo adentro”; el sacerdote estaba solo para cumplir este acto (v. 17), pues nadie podía compartir con Cristo la obra propiciatoria de la cruz; él no halló consoladores; cuando clamó al cielo, no obtuvo respuesta.
El incienso –figura de las perfecciones de Cristo– debía ser puesto en el incensario sobre el fuego del altar; la nube del incienso llenaba el santuario: el fuego del juicio, todos los sufrimientos de la cruz en ese momento de angustia inefable, no hicieron sino manifestar más plenamente sus perfecciones. Todo lo que emanaba de su corazón cuando estuvo bajo el juicio de Dios –afectos, sentimientos, sumisión, confianza, tal como lo vemos en los salmos particularmente– se elevaba hacia el cielo cual perfume de grato olor (véase los Salmos 22, 40, 69, etc.).
Si la sangre y el incienso solo podían ser presentados en el santuario, el cuerpo de la víctima era quemado fuera del campamento. El juicio de Dios cayó completamente sobre Cristo cuando él sufrió fuera de la puerta, abandonado por Dios, privado de toda relación con su pueblo; nada le fue evitado. Israel no tenía el derecho de comer de tal sacrificio; nosotros lo podemos hacer (Hebreos 13:10-11), ya que no tenemos más conciencia de pecado. Tenemos comunión con tal obra.
El propiciatorio
En la Pascua, la sangre que estaba en las puertas era el fundamento de la salvación. Dios veía la sangre y podía salvar al pueblo. En el día de la expiación, la sangre llevada al santuario permitía a Dios mantener las relaciones con su pueblo. Pero la sangre de animales jamás podía quitar los pecados (Hebreos 10:1-4). En realidad, la palabra propiciación tiene el sentido de cubrir los pecados y no de quitarlos: Ha “pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Romanos 3:25). Pero venido Cristo, con su propia sangre entró una vez para siempre en los lugares santos de la presencia de Dios, habiendo obtenido eterna redención.
De la cubierta de oro del arca (el propiciatorio) se elevaban dos querubines, ejecutores del juicio de Dios. Sus rostros estaban vueltos hacia el propiciatorio. ¿Qué veían allí? La sangre de la víctima derramada. El propiciatorio, en vez de ser el trono del juicio de Dios, se convertía así en el lugar de su encuentro con el creyente (Éxodo 25:22). Cristo es la propiciación por nuestros pecados (1 Juan 2:2), pero al mismo tiempo es el propiciatorio (Romanos 3:25).
La propiciación por el pecado ha sido hecha; Dios es glorificado y es justo al justificar a aquel que es de la fe de Jesús. Dios quería salvar (no es un Dios vengador apaciguado por la sangre), pero no podía salvar con justicia sin que el castigo hubiera sido sufrido por una víctima.
Los capítulos 9 y 10 de Hebreos subrayan el valor de la obra de Cristo: no es la sangre de machos cabríos, sino Su propia sangre; no es un acto recordatorio de pecado, sino una redención eterna; no son holocaustos y sacrificios por el pecado, sino la ofrenda del cuerpo de Jesucristo; no son los mismos sacrificios constantemente repetidos, los cuales nunca pueden quitar el pecado, sino una Víctima perfecta que se ofreció a sí misma:
Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios
(Hebreos 10:12).
¿Cuáles son los resultados? “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”; Dios no se acordará más de sus iniquidades ni de sus pecados. Ahora ellos tienen plena libertad para entrar en los lugares santos del cielo, en paz, purificados de una mala conciencia, el cuerpo lavado con agua pura. Se acercan a Dios no por obligación, sino porque desean encontrarse en el santuario con Aquel a quien aman, su Sumo Sacerdote, allí donde él está.
El día de la expiación no concluía con el sacrificio por el pecado, sino que le seguía un holocausto (Levítico 16:24). Si bien Cristo lo hizo todo por nosotros, para borrar nuestras faltas y llevarnos a Dios, su motivo supremo fue la gloria de Dios y el cumplimiento de su voluntad.
Como el pecado ha sido quitado, las culpas confesadas, el perdón obtenido y el holocausto ofrecido, el camino está abierto para gozar de la fiesta de los Tabernáculos.