La fiesta de los panes sin levadura
En todas las Escrituras, la fiesta de los panes sin levadura está íntimamente ligada a la Pascua. No se podría creer en el Señor Jesús y seguir viviendo como antes. “Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta… con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” (1 Corintios 5:7-8). Mediante una vida de separación del mal, el creyente es exhortado a manifestar que pertenece a Cristo. No solo la Pascua debía ser comida con panes sin levadura, sino que durante la semana siguiente (figura de toda la vida del rescatado), la levadura debía ser quitada del “territorio” de Israel: vida individual, familia, colectividad (Éxodo 13:7; Deuteronomio 16:4). Finalmente, si bien la Pascua se celebraba “en el lugar que Jehová escogiere para que habite allí su nombre”, la fiesta de los panes sin levadura debía ser observada en las casas.
Podemos considerar esta fiesta bajo un doble aspecto:
- Cristo, el único sin pecado,
- o el andar de separación del rescatado.
Cristo, el único sin pecado
En efecto, los panes sin levadura nos hablan de Cristo, de su humanidad y de su vida perfecta. El apóstol Pablo dice: “No conoció pecado” (2 Corintios 5:21); Pedro afirma: “El cual no hizo pecado” (1 Pedro 2:22); y Juan subraya: “No hay pecado en él” (1 Juan 3:5). En él todo fue perfecto, no hubo ninguna apariencia que sobrepasase la realidad; nada que estuviera por fuera de la voluntad de Dios. Cuán necesario es nutrirse de un Cristo así. En Éxodo 12:15-20, siete veces la institución de la fiesta ordena “comer”.
Pero esa vida perfecta no podía estar disociada de su muerte y de su plena consagración a Dios. Es lo que nos enseña Números 28:17-25: cada día de la fiesta de los panes sin levadura se debía ofrecer un holocausto con su ofrenda de harina acompañada de un sacrificio por el pecado.
El andar de separación del rescatado
En Cristo, el creyente no tiene levadura (1 Corintios 5:7). Se trata de manifestarlo en la práctica, de andar no para volvernos santos, sino “como conviene a santos”, demostrar que realmente hemos “salido de Egipto”.
1 Corintios 5:7-8 nos muestra el principio de ello, sea para el andar individual o para el andar de la asamblea. La levadura en todas sus formas debe ser excluida. “La vieja levadura” es lo que hincha, es el orgullo que eleva al hombre, lo que queda de nuestra manera de ser anterior a la conversión. La vieja naturaleza siempre estará en nosotros mientras estemos en esta tierra:
Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos
(1 Juan 1:8);
pero debemos velar para que, por el poder del Espíritu Santo, los frutos de esa vieja naturaleza no se manifiesten.
“La levadura de malicia” es, en particular, el mal que decimos de los demás, influencia dañina en una asamblea, ya que se extiende con rapidez, contamina toda la masa y causa un mal considerable. La levadura “de maldad” es el mal o el daño que hacemos a otros.
En los evangelios, el Señor Jesús habla de “la levadura de los fariseos” (Mateo 16:6): orgullo religioso, individual o colectivo (“te doy gracias porque no soy como los otros hombres”, Lucas 18:11), y también la hipocresía. La levadura “de los saduceos” es la incredulidad, el hecho de poner en duda la Palabra de Dios, el racionalismo, pues ellos no creían en la resurrección, ni en los ángeles ni en los espíritus (Hechos 23:8). “La levadura de Herodes” (Marcos 8:15) consiste en querer agradar al mundo para prosperar y obtener el favor de los eminentes. Un poco de levadura de esas diversas clases, ¡cuán rápidamente hace leudar toda la masa, más pronto de lo que se cree!
Por eso repetidas veces la Palabra nos exhorta a purificarnos de toda inmundicia de carne y de espíritu, a hacer morir nuestros miembros que están en la tierra, a renunciar a todas estas cosas: ira, enojo, malicia, maledicencias, palabras deshonestas, etc. Juzgarnos a nosotros mismos –cuando nos damos cuenta de que la carne produjo esos frutos– es mirar a Dios, sin demora, confesarle nuestras faltas y, de acuerdo con él contra nosotros mismos, recobrar el gozo de su comunión.
Sin embargo, no se trata de estar siempre ocupados con el mal, ni siquiera para juzgarlo. El verdadero recurso es volverse hacia el bien, buscar las cosas de arriba y depositar en ellas nuestros afectos. La ociosidad es peligrosa para el cristiano; si disponemos de tiempo libre, procuremos no dejar que el enemigo lo aproveche para corromper nuestros pensamientos; busquemos la presencia del Señor, estudiemos su Palabra, cumplamos el servicio que él nos señale.
La fiesta de los panes sin levadura, aplicada a nuestra vida cristiana, es en cierto modo su lado negativo. Ahora bien, contentarnos con lo negativo nos lleva al legalismo: no tomes, no gustes, no toques, no vayas, no leas… El pensamiento de Dios, en cambio, es que dediquemos nuestro tiempo al bien, a su Hijo, a la luz. Es precisamente lo que hallaremos en la fiesta de la gavilla.