El pan de la tierra
En el desierto los israelitas se alimentaban del maná. Cada mañana tenían que levantarse muy temprano a fin de recoger la cantidad que necesitaban para el consumo del día (esto se repite seis veces en Éxodo 16). Era imposible hacer provisiones para más de un día, ya que el maná criaba gusanos.
En Juan 6, cuando la multitud increpaba a Jesús, diciendo: “Nuestros padres comieron el maná en el desierto”, él les respondió: “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (v. 31, 35). Cada mañana tenemos el gozo de hallar en las Escrituras la figura de un Cristo descendido a la tierra, Hombre entre los hombres, enviado por el Padre para darnos vida eterna. De él no solo se nos habla en los evangelios, sino también en el Antiguo Testamento: “He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel” (Isaías 7:14). “He aquí mi siervo, yo le sostendré” (Isaías 42:1). “Y será aquel varón como escondedero contra el viento” (Isaías 32:2), etc.
Cuando Israel llegó a Canaán, la escena cambió: “Comieron del fruto de la tierra, los panes sin levadura, y en el mismo día espigas nuevas tostadas” (Josué 5:11). El pueblo acababa de atravesar el Jordán; allí doce piedras fueron levantadas como monumento conmemorativo de aquel hecho memorable, símbolo de nuestra identificación con Cristo en su muerte. Otras doce piedras sacadas del fondo del río fueron erigidas en Gilgal, y son figura de nuestra unión con Cristo en su resurrección. Introducidos de esta manera en la tierra prometida, los israelitas gozaban de una nueva relación con Dios; entonces era necesario que combatieran para conquistar lo que Dios les había dado:
Yo os he entregado, como lo había dicho a Moisés, todo lugar que pisare la planta de vuestro pie
(Josué 1:3).
En la experiencia cristiana esto corresponde a la enseñanza a los colosenses y, sobre todo, a los efesios: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Colosenses 3:1). “Y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:6). Se relaciona, además, con la lucha que debemos sostener según Efesios 6:10-18. A partir de aquel momento el maná dejó de ser el alimento, pues Cristo descendió del cielo, y tenemos “el fruto de la tierra, los panes sin levadura” y las “espigas nuevas tostadas”.
“El fruto de la tierra” nos habla de Cristo en los consejos de Dios: “Padre… me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24). “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7).
Los panes sin levadura y las espigas tostadas eran el producto de la cosecha “del país”. El alma se alimenta de Cristo, víctima sin defecto y sin mancha, quien padeció, murió y resucitó; ya no le puede buscar en la cruz (“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”), pero le ve en la gloria. Es la gavilla de las primicias (Levítico 23), la avecilla que vuela hacia el cielo (Levítico 14) y el pan de la tierra (Números 15). Para nosotros es el Señor, quien el día de su resurrección se apareció a los discípulos que estaban reunidos; Jesús, a quien ahora vemos coronado de gloria y honor; el Cordero en medio del trono.
La vida cristiana se desarrolla tanto en “el desierto” como en “la tierra”. Rescatados por medio de la muerte de Cristo (pascua de Egipto), librados del poder del enemigo (mar Rojo), atravesamos este mundo semejante a un desierto, pero al mismo tiempo experimentamos los cuidados del Señor, y nuestra alma se renueva interiormente cada día por medio de la Palabra que leemos y meditamos, en la cual debemos buscar ante todo la Persona del Señor Jesús (maná). Pero, si bien por la fe sabemos que hemos muerto y resucitado con Cristo, también vivimos en “la tierra”, de manera que debemos conquistar y apropiarnos personalmente de todas las bendiciones espirituales que Dios nos da por medio de Cristo, para lo cual es preciso alimentarnos cada día del Señor Jesús resucitado y glorificado, y buscar
las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios
(Colosenses 3:1).
La Palabra de Dios va más lejos aún: “Cuando hayáis entrado en la tierra a la cual yo os llevo, cuando comencéis a comer del pan de la tierra, ofreceréis ofrenda a Dios… De las primicias de vuestra masa daréis a Dios ofrenda por vuestras generaciones” (Números 15:18-19, 21). En el desierto, dentro del tabernáculo, se conservaba una urna que contenía maná, figura de Cristo en su carácter de pan de vida descendido del cielo. Sin embargo, en la tierra prometida era necesario ofrecer al Señor “las primicias de vuestra masa”.
El alma, alimentada del Cristo resucitado, podrá presentarse delante de Dios y ofrecerle el “fruto de labios que confiesan su nombre”; los sacrificios de alabanza no solo expresan agradecimiento por haber sido salvos, sino que presentan al Padre lo que su Hijo es para él (Salmo 50:14, 23; Hebreos 13:15). Durante la siega, la primera gavilla era ofrecida a Dios (Levítico 23:10). Una vez terminada la cosecha, cuando el trigo ya había sido trillado, molido y preparado, las primicias eran ofrecidas nuevamente al Señor.
¡Quiera Dios que podamos ser alimentados así de Cristo, tanto en su vida como en su muerte, su resurrección y su ascensión a la gloria, a fin de que nuestros corazones, llenos de él, puedan rendir verdaderamente al Padre el culto que él espera de sus adoradores!