Las siete fiestas de Jehová

Levítico 23:15-22 – Números 28:26-31 – Deuteronomio 16:9-12

Pentecostés

Pentecostés se ubica en el centro de las siete fiestas, es el desenlace de las tres primeras. En cierto sentido las fiestas habrían podido terminar allí si el Espíritu de Dios no hubiera tenido en vista la restauración futura de Israel, tipificada por las tres últimas. Asimismo, en la vida del creyente, la restauración a veces es tan necesaria.

Pentecostés, o fiesta de las Semanas, era celebrada cincuenta días después de la fiesta de las primicias. Se puede pensar que la gavilla era presentada al día siguiente del sábado posterior a la Pascua. De manera que Pentecostés tenía lugar en la primera mitad del tercer mes lunar.

Este intervalo de cincuenta días está lleno de enseñanzas para nosotros. Entre su resurrección, su ascensión y el descenso del Espíritu Santo, el Señor preparó a sus discípulos para ese gran acontecimiento. Esto no significa que, para el creyente que recibió plenamente el Evangelio, transcurra un tiempo entre el momento en que cree en el Señor Jesús y el momento en que recibe al Espíritu Santo (Efesios 1:13). Pero en la experiencia espiritual, las enseñanzas del Señor a los discípulos también conservan todo su valor para nosotros. Ellos debían aprender a conocer a un Cristo resucitado, lo que no tuvo lugar sin dificultad. Él los alimentó en Emaús y a orillas del mar de Galilea. Dos veces, el primer día de la semana, se les presentó como centro de su reunión. Les constituyó testigos suyos: el epílogo de cada evangelio y el principio de los Hechos –bajo formas diferentes– repiten la misma designación. Finalmente fue alzado en gloria, y desde entonces sus pensamientos le buscarían en lo alto, sus afectos ya no se orientarían más hacia la tierra sino hacia el lugar donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. En el aposento alto perseverarían en la oración de común acuerdo. Tal es la posición cristiana que se relaciona no con un Cristo muerto, ni siquiera con un Cristo resucitado, sino con un Cristo ensalzado en la gloria y que va a volver.

En ese día de Pentecostés debía ser presentada a Dios una ofrenda vegetal nueva; no una ofrenda que representara a Cristo, sino dos panes cocidos con levadura, figura de la Iglesia aquí en la tierra, sacada de entre los judíos y de en medio de los gentiles. La levadura, aunque sin principio activo, subsiste en los panes; en contrapartida, es ofrecido un sacrificio por el pecado, sacrificio que no acompañaba, y con razón, a la gavilla por primicia mecida delante de Dios. El Espíritu Santo no quita el pecado en nosotros. Él es el poder que nos libera de la ley del pecado:

Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne.

La carne produce sus obras (Gálatas 5:19); en cambio, el Espíritu produce un fruto.

Deuteronomio 16:9-12 nos muestra en figura los efectos de la presencia del Espíritu Santo. El primero de ellos es traer al Señor una ofrenda voluntaria dada conforme a la bendición recibida. ¡Cuán lejos estamos de la ley! Dios no es un déspota que obliga a sus súbditos a postrarse ante él; al contrario, es un Padre y busca adoradores que le traigan, mediante Jesús, voluntariamente y de corazón, en agradecimiento por toda la bendición que han recibido (y no para obtenerla), el fruto de labios que bendigan su nombre. Luego viene el gozo: “Te alegrarás delante de Jehová tu Dios”, gozo compartido por toda la familia, por la servidumbre, por el levita, el extranjero, el huérfano y la viuda en su aflicción. ¡Cuántas veces el Espíritu subraya esta comunión de los santos en el libro de los Hechos, donde muy a menudo encontramos el gozo de los creyentes! Finalmente exhorta: “Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto” (Deuteronomio 5:15). No debemos olvidar de dónde fuimos sacados (Efesios 2:11), y también debemos ser conscientes de que ya no somos esclavos, sino hijos (Gálatas 4:7). El Espíritu Santo producirá la obediencia mediante la sumisión a la Palabra: “Guardarás y cumplirás estos estatutos”.

Ante todo, lo que llama la atención en Levítico 23 es el amplio lugar que ocupan los sacrificios ofrecidos con relación a la ofrenda nueva de los dos panes. Ninguna fiesta de este capítulo presenta un sacrificio con tantos detalles. Volvemos a encontrar el holocausto, el presente de flor de harina, el sacrificio de paces, el sacrificio por el pecado, es decir, los distintos aspectos de la obra de Cristo desarrollados en los primeros capítulos del Levítico. En ninguna dispensación ha habido ni habrá una posibilidad de apreciar la obra de Cristo en favor de los rescatados como la que es dada ahora a la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo (Juan 4:23).

El culto cristiano es el más elevado que los hombres puedan rendir a Dios en la tierra. ¡Cuán conveniente es que ese culto le sea dado verdaderamente bajo la dependencia del Espíritu y no según nuestros propios pensamientos, bajo el impulso de sentimientos humanos o simplemente según la tradición! Para ser verdaderamente la boca de la asamblea en el culto, el Espíritu Santo no debe ser impedido ni debe haber impedimentos en nuestra conciencia. Una amplia y activa participación de los que han venido a traer las canastas al santuario (Deuteronomio 26:1-11) está en su lugar, en la libertad del Espíritu, pero también bajo su continua dependencia.

Pentecostés está vinculada con la siega a tal punto que en Éxodo 23:16 es llamada “la fiesta de la siega” de los primeros frutos. ¡Qué magnífico comienzo tuvo la siega para el Señor el día que el Espíritu Santo vino y tres mil almas fueron convertidas! Esa cosecha no se termina con el recogimiento de la Iglesia: “No segaréis hasta el último rincón de ella (la tierra), ni espigarás tu siega”; otros serán salvados todavía: el residuo de Israel, la muchedumbre innumerable de la gran tribulación, en fin, todos aquellos que de corazón reconocerán al Rey y participarán de la bendición milenaria.

Notemos todavía algunas de las acciones del Espíritu Santo en la dispensación actual. Recuerda todas las cosas que el Señor Jesús dijo a sus discípulos: son los evangelios (Juan 14:26). Da testimonio del Señor Jesús, testimonio que los discípulos darían a su vez: son los Hechos de los Apóstoles (Juan 15:27). Durante su vida en la tierra, el Señor Jesús no pudo revelarlo todo a los suyos, pues no lo hubieran podido sobrellevar (Juan 16:12); cuando el Espíritu viniera, les conduciría a toda la verdad: son las epístolas, las cuales vendrían a complementar la revelación de los evangelios, y no a contradecirla, como se opina en ciertos medios. Luego anunciaría las cosas que han de venir: es el Apocalipsis y las partes proféticas de las epístolas. Y sobre todo: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber”, dijo el Señor. El Espíritu nos revela a Cristo en todas las Escrituras y le hace cada vez más precioso a nuestros corazones.

La acción del Espíritu quita el temor, da libertad ante Dios; su voluntad es vida y paz (Romanos 8:6-15); él es el Espíritu de adopción por el cual gozamos de nuestra posición de hijos de Dios; es también quien intercede por nosotros. Habita en el creyente, cuyo cuerpo es templo del Espíritu Santo. Habita en la Iglesia, y por él esta es constituida cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:13).

El Espíritu y la Esposa dicen: Ven
(Apocalipsis 22:17).

Él estará con vosotros eternamente, dice el Señor en Juan 14:16. En el cielo el Espíritu aún glorificará a Aquel que será el centro de todos los corazones.

Mientras esperamos ese glorioso día, somos exhortados a andar en el Espíritu (Gálatas 5:16, 25), a ser guiados por el Espíritu (Romanos 8:14), a vivir por el Espíritu (Gálatas 5:25), a orar por el Espíritu Santo (Judas 20), a rendir culto por el Espíritu (Filipenses 3:3; Juan 4:24).

Cuán preciso es estar atentos para no contristar a ese Huésped divino (Efesios 4:30), ni apagarlo (1 Tesalonicenses 5:19). Como unción derramada sobre el joven creyente (rey y sacerdote), le enseña (1 Juan 2:27). Como arras de nuestra herencia celestial, nos la asegura y anticipa (Efesios 1:14). Como sello, imprime sobre el rescatado las marcas de su Amo (Efesios 1:13). Lo recibimos por la fe (Gálatas 3:2) y no como resultado de nuestro andar. Por otra parte, se nos exhorta a ser llenos del Espíritu (Efesios 5:18), para lo cual es preciso que nuestro ser interior sea vaciado de todo lo que le estorba y que, conscientes del amor de Dios, le presentemos nuestros cuerpos en sacrificio vivo y agradable (Romanos 12:1; 6:13), permitiendo así que el Señor tome posesión, por su Espíritu, de lo que le pertenece por haberlo adquirido a tan gran precio.