Las siete fiestas de Jehová

Etapas de la vida cristiana

Introducción

El sábado es mencionado a la cabeza de las fiestas solemnes (Levítico 23:2-3) sin que por ello forme parte de las siete fiestas (v. 4). «El primer pensamiento de Dios es el reposo (Génesis 2:2-3), no la inactividad, sino la satisfacción profunda que él experimenta al ver cumplida su obra. Dios desea hacer participar a los suyos de ese reposo, pero, para gozarlo en común, no debe haber ni un solo pensamiento que no se pueda compartir con él» (J. N. Darby).

El reposo, si bien es el primer pensamiento de Dios, en realidad es el resultado final, la meta, el fin de todos sus planes. Es preciso todo el ciclo espiritual de las siete fiestas para que su pueblo sea llevado a su propio reposo, no ya a un reposo posterior a la creación, sino al de la redención, a toda la satisfacción que Dios encontró en la persona y la obra de su amado Hijo, reposo de la Iglesia y del propio rescatado en el cielo, reposo de Israel en la tierra durante el milenio, reposo de la creación, la cual gozará de la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Romanos 8:21).

El pecado hizo imposible que el hombre gozara de ese reposo sin que mediara la redención; de allí la necesidad de la primera fiesta, la Pascua, fundamento de las demás. Dios halló su reposo absoluto en la obra de Cristo. Él vio la sangre del cordero “en los dos postes y en el dintel de las casas” (Éxodo 12:7 – El dintel es la pieza horizontal superior de una puerta). Para nosotros, la base de todo reposo es que Dios aprecie la obra de Cristo. Sin duda, para ser salvo, cada uno debe apropiarse de esa obra por la fe, así como cada familia israelita debía elegir un cordero, guardarlo, degollarlo, poner la sangre sobre las puertas, confiando en la promesa hecha a Moisés en cuanto a que de ese modo el primogénito estaría protegido del juicio. Esta es la responsabilidad del hombre; pero el fundamento de todo reposo está en el hecho de que Dios halló su plena satisfacción en la obra cumplida en la cruz.

El cordero pascual fue, además, el alimento de aquellos que estuvieron al abrigo que ofrecía su sangre. Para Israel la Pascua se transformó luego en memorial celebrado cada año en recuerdo de la maravillosa liberación efectuada una vez para siempre. Así es la Cena para el cristiano. La Pascua anticipaba la cruz; la Cena la conmemora.

A la Pascua se hallaba íntimamente ligada la fiesta de los panes sin levadura, la cual duraba siete días. En la propia Pascua se encuentran ya los panes sin levadura; solo el Señor Jesús no tuvo ningún pecado; al abrigo de la sangre, el redimido se nutre de él, Cordero de Dios ofrecido en sacrificio, pero también hombre perfecto que glorificó plenamente a Dios al estar absolutamente separado de todo mal. Además, unido a Cristo, el creyente es exhortado a realizar en su andar práctico, a lo largo de toda su vida, esta separación del mal, tan perfectamente manifestada en Cristo. De hecho, la fiesta de la Pascua y la de los panes sin levadura formaban una sola (Lucas 22:1). No se puede decir: «Creí en el Señor Jesús, soy salvo», y luego caminar como la gente del mundo.

La tercera fiesta, que consistía en ofrecer a Dios la “gavilla por primicia de los primeros frutos”, solo podía celebrarse “en la tierra”, es decir, en Canaán (v. 10). Egipto es figura del mundo, del cual el pueblo de Dios es sacado; el desierto es lo que ese mismo mundo ha venido a ser para el creyente: lugar de combates y pruebas, pero también de numerosas experiencias de la gracia divina. Para entrar en el país, es decir, en la plenitud de las bendiciones que tenemos en Cristo, se necesita cruzar el Jordán o, en otras palabras, haber experimentado que hemos muerto y resucitado con él (Colosenses 3:1-3). Al llegar la cosecha se debía cortar una primera gavilla y ofrendarla a Dios el día después del primer sábado de la semana de Pascua (v. 11), llamativa figura de Cristo resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron (1 Corintios 15:20), como así también de quienes, unidos a un Cristo resucitado, somos llamados a andar en vida nueva. Es el lado positivo de la vida cristiana.

Cincuenta días más tarde tenía lugar la fiesta de Pentecostés (o fiesta de las Semanas), en la cual se presentaba una nueva ofrenda a Dios, al día siguiente del séptimo sábado. Ese primer día de una nueva semana presagiaba ya el descenso del Espíritu Santo (Hechos 2:1-4), poder del andar del creyente.

Un largo período transcurría sin fiestas hasta el séptimo mes. A menudo, ¿no ocurre así en la vida cristiana? Hemos sido llevados al Señor Jesús, en cierta medida hemos practicado la separación del mundo en nuestro andar y hemos gozado de una nueva vida conducida por el Espíritu Santo. Pero luego estas cosas tan preciadas fueron perdiendo lentamente su atractivo; las descuidamos un poco, y tal vez sin darnos cuenta, nos dormimos. Es necesario que Dios nos despierte.

El primer día del séptimo mes, el sonido de las trompetas anunciaba la proximidad de otras solemnidades. Mediante una poderosa acción de su Palabra, por una prueba u otros medios, Dios quiere llevar al alma a una comunión más profunda con él.

Pero si la gracia restablece y restaura, ello no puede tener lugar sin un trabajo de conciencia, del cual nos habla el anunciado día de la expiación (v. 27). Es imprescindible ser llevado, en la medida en que podamos, a una apreciación mucho más profunda de lo que el pecado es a los ojos de Dios, de los sufrimientos de Cristo para expiarlo y del valor de su sangre presentada en el santuario. Entonces el alma se encomienda a Dios, descansando en el sacrificio cumplido hace tanto tiempo, pero de virtud invariable.

Pocos días después de la aflicción de la fiesta de la expiación, venía el gozo de la fiesta de los Tabernáculos. Gozo y comunión del creyente que mora en Cristo, gozo y bendición de Israel bajo el cetro del Mesías. Pero el octavo día de la fiesta también es un maravilloso anticipo del cielo y del gozo eterno de todos los redimidos.

En todas estas fiestas se debían ofrecer sacrificios, en particular holocaustos, como lo vemos en Números 28 y 29, durante la mayor parte de los días solemnes. Ningún progreso espiritual verdadero se puede producir sin la convicción de que Cristo se ofreció a Dios, de que cumplió la voluntad del Padre y se propuso glorificarle en todo. Sin duda apreciamos lo que fue hecho a nuestro favor, pero es preciso ir más lejos y más profundo para captar lo que es debido a Dios de parte de los beneficiarios de lo que representan las fiestas: “Mi ofrenda, mi pan con mis ofrendas encendidas en olor grato a mí, guardaréis, ofreciéndomelo a su tiempo” (Números 28:2).

Por último, Deuteronomio 16 menciona las tres grandes fiestas: la de la Pascua y de los panes sin levadura, la de Pentecostés (o de las Semanas) y la de los Tabernáculos. Este capítulo, escrito para el tiempo en que Israel estuviera “en la tierra”, subraya la reunión del pueblo en el lugar donde Dios hubiese puesto su nombre. La Pascua estaba marcada por la aflicción; Pentecostés por el gozo compartido con los gentiles (los dos panes), y los Tabernáculos por el gozo completo: “Estarás verdaderamente alegre”. El israelita –como el cristiano ahora– no se presentaba ante Dios para obtener una bendición o ganarse un mérito, sino para dar gracias por la bendición recibida.

En el curso de la larga historia de Israel, a menudo estas fiestas fueron olvidadas, descuidadas o mal observadas; pero el Espíritu de Dios se complace en subrayar las ocasiones en que la Pascua o la fiesta de los Tabernáculos fueron celebradas según la ordenanza y con el gozo de una reencontrada comunión con Dios. A menudo, ¿no ocurre así en nuestra vida? Y si hay momentos particulares en los cuales Dios quiere hablarnos o restaurar nuestras almas para hacernos progresar espiritualmente, sepamos escuchar, humillarnos delante de él; contemplando a Cristo y su obra, “procuremos, pues, entrar en aquel reposo” (Hebreos 4:11) adquirido para nosotros a tan gran precio.