La Iglesia, el cuerpo de Cristo

Hermanos santos

Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús
(Hebreos 3:1).

“Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras” (Hebreos 10:24).

Los dos pasajes guardan entre sí una muy íntima relación. Ello se debe a que el autor inspirado de la epístola emplea en ambos una misma palabra, la que solo se halla en estos dos lugares a lo largo de todo este maravilloso tratado1 .

Somos invitados a considerar a Jesús y, al mismo tiempo, a todos aquellos que le pertenecen, dondequiera que se encuentren. Estas son las dos grandes divisiones de nuestra obra. Debemos aplicar nuestra mente diligentemente a él y a sus intereses en la tierra, y así seremos librados de la miserable ocupación de pensar en nosotros mismos y en nuestros propios intereses. Gloriosa liberación, seguramente, por la cual bien podemos alabar a nuestro glorioso Libertador.

  • 1La palabra considerad aparece cinco veces en total a lo largo de la epístola a los Hebreos; pero proviene de tres diferentes palabras griegas. En los versículos citados (cap. 3:1; 10:24), el término griego es katanoeo, el cual posee una fuerza intensiva (kata) y expresa una seria aplicación de la mente a un objeto. En Hebreos 7:4 leemos: “Considerad, pues, cuán grande era este”. Aquí la palabra griega es teoreo, la cual aparece, en sus varias inflexiones, cincuenta y seis veces en el Nuevo Testamento griego; pero solo aquí es vertida considerad. En todas las demás ocasiones se traduce generalmente por ver o mirar. Asimismo, en Hebreos 12:3 leemos: “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción…”. Aquí el vocablo griego es analogizomai, y es la única vez que aparece en el Nuevo Testamento. Expresa la idea de comparación o analogía. En Hebreos 13:7: “Considerad cuál haya sido el resultado de su conducta…”, la palabra griega anateoreo, es la misma que en el capítulo 7:4, solo que compuesta con el prefijo ana, arriba, que intensifica su fuerza.

El título de “hermanos santos”

Pero antes de examinar los grandes temas que hemos de considerar, detengámonos un momento en el maravilloso título que el Espíritu Santo aplica a todos los creyentes, a todos los verdaderos cristianos. Él los llama “hermanos santos”. Este es ciertamente un título de gran dignidad moral. No dice que debemos ser santos. No; sino que lo somos. Se trata del título o de la posición de todo hijo de Dios en la tierra. Sin duda que al tener esta santa posición por la gracia soberana, debemos ser santos en nuestra marcha; es menester que nuestro estado moral responda siempre a nuestro título. Jamás deberíamos permitir un pensamiento, una palabra o una acción que sea, aun en el menor grado, incompatible con nuestra elevada posición como “hermanos santos”. Santos pensamientos, santas palabras y santas acciones, es lo único que conviene a aquellos a quienes la gracia infinita de Dios ha concedido este título.

No lo olvidemos. No digamos, no pensemos jamás que no podemos mantener tan elevada posición o vivir a la altura de esta medida. La misma gracia que nos ha revestido de esta dignidad, nos hará siempre capaces de mantenerla, y veremos, a continuación de estas líneas, cómo esta gracia actúa, de qué poderosos medios morales ella se vale para producir un andar práctico que esté en armonía con nuestro santo llamado.

La base del título de “hermanos santos”

Pero examinemos sobre qué base el apóstol funda este título de “hermanos santos”. Es de suma importancia tener en claro esta cuestión. Si no vemos que es enteramente independiente de nuestro estado, de nuestra marcha o de nuestro progreso, no podremos comprender ni nuestra posición ni sus resultados prácticos. Afirmamos con la mayor seguridad que la marcha más santa que se haya visto en este mundo, el más elevado estado espiritual que haya sido alcanzado, jamás podría constituir la base de una posición tal como la que expresa este título: “hermanos santos”. Es más, nos atrevemos a afirmar que la obra misma del Espíritu Santo en nosotros, tan esencial como lo es en cada etapa de la vida divina, tampoco podría darnos derecho a entrar en tal dignidad. Nada en nosotros, nada de nosotros, nada concerniente a nosotros, podría jamás constituir el fundamento de esta posición.

¿Sobre qué se basa entonces? He aquí la respuesta: “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11). Aquí tenemos una de las verdades más profundas y extensas del santo volumen. Vemos cómo llegamos a ser “hermanos santos”: al estar asociados con Aquel bendito que descendió a la muerte por nosotros, y que en su resurrección vino a constituir el fundamento de este nuevo orden de cosas en el cual tenemos nuestro lugar. Él es la Cabeza de esta nueva creación a la que pertenecemos, el Primogénito entre muchos hermanos, de quienes no se avergüenza, puesto que los ha puesto sobre el mismo terreno que él, y los ha traído a Dios, no solo según la perfecta eficacia de su obra, sino según la perfecta aceptación y la infinita preciosidad de su persona delante de Dios. “El que santifica y los que son santificados, de uno son todos”1 .

¡Palabras maravillosas! Meditémoslas, querido lector. Notemos la profunda, sí, la inconmensurable diferencia que existe entre “el que santifica” y “los que son santificados”. El Señor, personalmente, de una manera intrínseca, en su humanidad, podía ser “el que santifica”. Nosotros, personalmente, en nuestra condición moral, en nuestra naturaleza, tenemos necesidad de ser santificados. Pero –¡el universo entero alabe su Nombre por la eternidad!– es tal la perfección de su obra, tales son las “riquezas” y “la gloria” de su gracia, que podía ser escrito: “Como él es, así somos nosotros en este mundo”. “El que santifica y los que son santificados, de uno son todos” (1 Juan 4:17; Hebreos 2:11). Todos están en el mismo terreno, y eso por siempre.

Nada puede sobrepasar la grandeza de este título y esta posición. Estamos delante de Dios según todos los gloriosos resultados de su obra perfecta y según toda la aceptación de su Persona. Él nos ha unido consigo, en su vida de resurrección, y nos ha hecho participantes de todo lo que tiene y de todo lo que es como hombre, salvo su Deidad, naturalmente, que es incomunicable.

  • 1Es del mayor interés observar que a “María Magdalena, de la que habían salido siete demonios”, le fue concedido el privilegio de anunciar a los discípulos las buenas nuevas de la nueva y maravillosa relación en la cual eran introducidos. El Salvador resucitado le dijo: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Es Juan quien, por el Espíritu Santo, registra este hecho de tan profundo interés. Nunca antes se habría entendido semejante mensaje, y, de hecho, jamás podría haber sido dado. Pero ahora, la gran obra había sido cumplida, la batalla había acabado, la victoria obtenida y el fundamento del nuevo edificio había sido establecido. María Magdalena fue constituida heraldo del más glorioso mensaje que jamás oídos humanos hayan escuchado.

Necesitábamos ser “santificados”

Prestemos particular atención a lo que implica el hecho de que necesitábamos ser “santificados”. Ello pone de manifiesto de la manera más fuerte y clara, la ruina total, sin esperanza y absoluta en que se halla cada uno de nosotros. No importa, en lo que toca a este aspecto de la verdad, quiénes éramos o qué éramos en nuestra vida personal y práctica. Puede que hayamos sido refinados, cultos, amables, morales y religiosos a la manera de los hombres; o bien podíamos haber siso degradados, inmorales, depravados, la hez de la sociedad. En una palabra, en cuanto a nuestro estado moral y a nuestra condición social, podíamos haber estado tan lejos los unos de los otros como los dos polos; pero como todos teníamos la necesidad de ser santificados, tanto el más excelente como el peor, antes de que pudiésemos ser llamados “hermanos santos”, evidentemente “no hay diferencia” (Romanos 3:22). El más vil no necesitaba nada más, y nada menos el mejor. Todos y cada uno de nosotros estábamos envueltos en una ruina común y teníamos necesidad de ser santificados, puestos aparte, antes de poder tomar nuestro lugar entre los “hermanos santos”. Y ahora, puestos aparte, estamos todos en un mismo terreno; el más débil hijo de Dios sobre la faz de la tierra forma parte de los “hermanos santos” tan verdadera y realmente como el apóstol Pablo mismo. No es cuestión de progreso ni de logros, por importante y precioso que sea hacer progresos; se trata simplemente de nuestra común posición delante de Dios, de la cual el “Primogénito”1 es de una manera viva, en su persona, la eterna y preciosa definición.

  • 1N. del T.: Se trata de Cristo como “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29), y no de Colosenses 1:15.

La relación del “Primogénito” con los “muchos hermanos”

Pero debemos recordar aquí al lector que es de la mayor importancia ser claros y estar bien fundados en cuanto a la relación del “Primogénito” con los “muchos hermanos”. Esta es una gran verdad fundamental, respecto a la cual no debe haber ninguna vaguedad ni indecisión. La Escritura es clara y enfática sobre este gran punto cardinal. Pero hay muchos que no quieren oír la Escritura. Están tan repletos de sus propios pensamientos que no se toman la molestia de escudriñar las Escrituras para ver lo que dicen sobre este tema. Por eso encontramos a muchos que sostienen el fatal error de que la encarnación constituye el fundamento de nuestra relación con el “Primogénito”. Los tales consideran a Aquel que se ha encarnado como nuestro “hermano mayor” que, al tomar sobre sí una naturaleza humana, nos unió a él, o se ha unido a nosotros.

Sería difícil expresar convenientemente y enumerar las terribles consecuencias de tal error. En primer lugar, lleva aparejado una positiva blasfemia contra la Persona del Hijo de Dios; es la negación de su humanidad absolutamente pura, sin pecado, perfecta. En su humanidad, era tal que el ángel podía decir a la virgen María: “El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). Su naturaleza humana era absolutamente santa. Como hombre, “no conoció pecado” (2 Corintios 5:21). Fue el único hombre en la tierra de quien podía decirse eso. Era único, absolutamente solo en esa condición. No había ni podía haber ninguna unión con él en su encarnación. ¿Cómo el Santo y los profanos, el Puro y los impuros, el Inmaculado y los manchados podían haber estado unidos alguna vez? ¡Ello era absolutamente imposible! Aquellos que piensan o dicen que tal cosa era posible, yerran grandemente, ignorando las Escrituras y al Hijo de Dios.

Además, aquellos que hablan de unión en la encarnación son muy manifiestamente enemigos de la cruz de Cristo. En efecto, ¿qué necesidad habría de la cruz, de la muerte o de la sangre de Cristo, si los pecadores pudiesen estar unidos a él en su encarnación? Ninguna, seguramente. No habría ninguna necesidad de expiación, ninguna necesidad de propiciación, ninguna necesidad de los sufrimientos y de la muerte de Cristo como sustituto, si los pecadores pudiesen estar unidos a él sin eso.

De ahí podemos ver que este sistema de doctrina no puede provenir sino del enemigo. Deshonra a la persona de Cristo y pone a un lado su obra expiatoria. Además de todo esto, tal doctrina arroja por la borda la enseñanza de toda la Biblia respecto a la ruina y la culpabilidad del hombre. En suma, destruye completamente todas las grandes verdades fundamentales del cristianismo, y nos deja a cambio un sistema profano, sin Cristo e infiel. Este es el objetivo que el diablo siempre tuvo en vista, y el que todavía persigue; y miles que se llaman maestros cristianos actúan como sus agentes en sus esfuerzos por socavar el cristianismo. ¡Qué tremenda responsabilidad para ellos!

Oigamos reverentemente la enseñanza de las Santas Escrituras sobre este gran tema. ¿Qué significado tienen esas palabras que brotaron de los labios de nuestro Señor Jesucristo, y que Dios el Espíritu Santo ha preservado para nosotros: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo” (Juan 12:24)? ¿Quién era este grano de trigo? Él mismo, bendito sea su santo Nombre. Jesús debía morir, a fin de “llevar mucho fruto”. Para rodearse de “muchos hermanos”, debía descender a la muerte, para quitar de en medio todo obstáculo que impidiera que ellos fuesen eternamente asociados con él en el nuevo terreno de la resurrección. Él, el verdadero David, debía avanzar solo contra el temible enemigo, a fin de tener el profundo gozo de compartir con sus hermanos los despojos, frutos de su gloriosa victoria. ¡Eternas aleluyas sean dadas a su Nombre sin par!

En el capítulo 8 del evangelio de Marcos tenemos un bellísimo pasaje que se relaciona con nuestro tema. “Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Esto les decía claramente. Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle” (v. 31-32). En otro evangelio, vemos lo que Pedro le dijo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22). Ahora, prestemos atención a la respuesta y actitud del Señor: “Pero él, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Marcos 8:33).

Esto es de una belleza perfecta. No solo presenta a la inteligencia una verdad, sino que deja penetrar en el corazón un brillante rayo de la gloria moral de nuestro adorable Señor y Salvador Jesucristo, con el expreso propósito de inclinar el alma en adoración ante él. “Volviéndose y mirando a los discípulos”, es como si hubiese querido decir a su errado siervo: «Si admito lo que me sugieres, si tengo compasión de mí mismo, ¿qué sería de estos?» ¡Bendito Salvador! Él no pensó en sí mismo. “Afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51), sabiendo perfectamente lo que allí le esperaba. Iba a la cruz para sufrir allí la ira de Dios, el juicio del pecado, todas las terribles consecuencias de nuestra condición, a fin de glorificar a Dios con respecto a nuestros pecados, y para tener el gozo inefable y eterno de verse rodeado de “muchos hermanos” a quienes, sobre el terreno de la resurrección, podía anunciar el nombre del Padre. “Anunciaré a mis hermanos tu nombre” (Hebreos 2:12). De en medio de las terribles sombras del Calvario, donde soportaba por nosotros lo que ninguna criatura inteligente podría jamás sondear, él miraba adelante, hacia este momento glorioso. Para poder llamarnos “hermanos”, él debía encontrar solo la muerte y el juicio por nosotros.

Ahora bien, ¿por qué todos estos sufrimientos, si la encarnación era la base de nuestra unión o asociación con él?1 ¿No es perfectamente evidente que no puede haber ningún vínculo entre Cristo y nosotros excepto sobre la base de una expiación cumplida? ¿Cómo podría existir este vínculo, con el pecado no expiado, la culpabilidad no borrada y los derechos de Dios no satisfechos? Sería absolutamente imposible. Mantener semejante pensamiento es ir en contra de la revelación divina, socavar los mismos fundamentos del cristianismo, y este es precisamente, como bien lo sabemos, el objetivo que el diablo siempre persigue.

Pero no nos detendremos más en este tema aquí. Puede que para la gran mayoría de nuestros lectores este punto esté perfectamente claro, y que lo sostengan como una de las grandes verdades esenciales del cristianismo. Pero en un tiempo como este, sentimos la importancia de dar a toda la Iglesia de Dios un claro testimonio de esta bendita verdad. Estamos persuadidos de que el error que hemos combatido –la unión con Cristo en la encarnación– forma parte integrante de un vasto sistema infiel y anticristiano que domina sobre miles de cristianos profesantes, y que ha avanzado mucho en toda la cristiandad. Es la profunda y solemne convicción que tenemos de este hecho, lo que nos conduce a llamar la atención del amado rebaño de Cristo sobre uno de los más preciosos y gloriosos temas que puedan ocupar nuestro corazón, a saber, nuestro título para ser llamados “hermanos santos”.

  • 1No queremos decir que la unión con Cristo, como Cabeza del Cuerpo, se enseñe en Hebreos 2:11. El desarrollo de esa gloriosa verdad se halla en otra parte, y escapa al ámbito de la epístola a los Hebreos (véase Efesios 1:22-23; 5:30). Pero ya sea que lo consideremos como Cabeza del Cuerpo o como Primogénito entre muchos hermanos, la Escritura nos enseña de forma clara y enfática que la muerte del Señor en la cruz era absolutamente esencial para nuestra unión o asociación con él. Sin muerte no hay unión. El grano de trigo debía caer en la tierra y morir, para llevar mucho fruto. ¡Estupendo hecho! ¡Gloriosa verdad! ¡Profundo misterio!

El Apóstol de nuestra profesión

Nos detendremos ahora unos momentos en la exhortación dirigida a los “hermanos santos, participantes del llamamiento celestial”. Como ya ha sido observado, no somos exhortados a ser “hermanos santos”, somos hechos tales. Este lugar y esta porción son nuestros en virtud de una gracia infinita, y sobre este hecho el inspirado apóstol basa su exhortación: “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús”.

Los títulos otorgados aquí al Señor lo presentan a nuestros corazones de una manera muy maravillosa. Abarcan todo el ámbito de su historia: desde el momento en que se hallaba en el seno del Padre hasta que descendió al polvo del sepulcro, y de allí al trono de Dios. Como Apóstol, vino de Dios a nosotros, y como Sumo Sacerdote, ha vuelto a Dios donde está por nosotros. Vino del cielo para revelarnos a Dios, para desplegar ante nosotros el corazón mismo de Dios, para hacernos conocer los preciosos secretos que estaban en su seno. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo [en uio = en Hijo, «esto es, en la persona del Hijo»], a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la majestad en las alturas” (Hebreos 1:1-3).

¡Qué maravilloso privilegio que Dios se haya revelado a nosotros en la persona de Cristo! Dios nos ha hablado en el Hijo. El Apóstol de nuestra profesión nos ha dado la plena y perfecta revelación de lo que Dios es. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer”. “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (Juan 1:18; 2 Corintios 4:6).

Todo esto es de un precio inestimable. Jesús ha revelado a Dios a nuestras almas. No habríamos podido conocer absolutamente nada de Dios si el Hijo no hubiese venido y nos hubiese hablado. Pero –¡gracias y alabanzas sean dadas a nuestro Dios!– podemos decir con toda la certeza posible: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20). Si recorremos las páginas de los cuatro Evangelios y contemplamos a Aquel bendito que el Espíritu Santo nos presenta en todo el resplandor de su soberana gracia, de esa gracia que brillaba en todas sus palabras, actos y caminos, podemos decir: He ahí a Dios. Lo vemos yendo de lugar en lugar haciendo el bien, y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo; lo vemos sanando a los enfermos, limpiando a los leprosos, abriendo los ojos a los ciegos y los oídos de los sordos, alimentando a los que tienen hambre, enjugando las lágrimas de la viuda, llorando ante la tumba de Lázaro, y decimos: Este es Dios. Todos los rayos de la gloria moral que brillaron en la vida y el ministerio del Apóstol de nuestra profesión, eran la expresión de Dios. Él era el resplandor de la gloria divina, y la imagen, o exacta impresión, de la sustancia divina.

Tú eres el Verbo eternal
Dios visto y oído, Dios manifestado
Unigénito del Padre celestial
Del cielo el muy Amado.

Hijo bendito, imagen pura de Dios,
De su gloria, esplendor inefable
Hijo de Dios y hombre ¡a Ti loor!
De la Divinidad plenitud insondable.

¡Cuán infinitamente precioso es todo esto para nuestras almas! Tener a Dios revelado en la persona de Cristo, de manera que podemos conocerle, regocijarnos en él, hallar todas nuestras fuentes en él, llamarle “Abba Padre”, marchar en la luz de su bendita faz, tener comunión con él y con su Hijo Jesucristo, conocer el amor de su corazón, el amor mismo con que ama al Hijo, ¡qué profunda bendición! ¡Qué plenitud de gozo! ¡Es absolutamente imposible alabar y bendecir suficientemente al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo por la maravillosa gracia que desplegó hacia nosotros, al introducirnos en tal esfera de bendiciones y privilegios, y al colocarnos en tan maravillosa relación consigo mismo en el Hijo de su amor! ¡Oh, que nuestros corazones le alaben! ¡Que nuestras vidas le glorifiquen! ¡Que la única gran mira y fin de todo nuestro ser moral sea magnificar su Nombre!

El Sumo Sacerdote de nuestra profesión

Examinemos ahora otra división importante de nuestro tema. Hemos de considerar al “sumo sacerdote de nuestra profesión”. Esto también está repleto de las más ricas bendiciones para cada uno de los hermanos santos. El mismo Bendito que, como Apóstol, descendió de Dios hasta nosotros para darle a conocer, ha vuelto a Dios para estar delante de él por nosotros. Vino a hablarnos de Dios, y ha vuelto a lo alto para hablar de nosotros a Dios. Aparece por nosotros ante la faz de Dios. Nos lleva continuamente sobre su corazón. Nos representa delante de Dios, y nos mantiene en la integridad de la posición en que su obra expiatoria nos ha introducido. Su bendito sacerdocio es la provisión divina para nuestra senda en el desierto. Si solo fuese cuestión de nuestra posición o de nuestro título, no tendríamos necesidad de sacerdocio; pero como se trata de nuestro estado actual y de nuestra marcha práctica, no podríamos dar un solo paso si no tuviésemos a nuestro gran Sumo Sacerdote viviendo siempre por nosotros en la presencia de Dios.

Un Sumo Sacerdote que se compadece de nuestras debilidades

Ahora bien, la epístola a los Hebreos nos presenta tres preciosas facetas del servicio sacerdotal del Señor. En primer lugar, leemos en el capítulo 4:

Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado (v. 14-15).1

Lector cristiano, ¿no es una preciosa e inmensa bendición tener, a la diestra de la Majestad en los cielos, a Alguien que se compadece de nuestras debilidades, que participa en todos nuestros dolores, que siente por nosotros y con nosotros en todos nuestros ejercicios de alma, pruebas y dificultades? ¡Qué dicha inefable tener en el trono de Dios a un Hombre, a un corazón humano perfecto, con el que podemos contar en todas nuestras debilidades, cargas y conflictos; en todo –para resumir–, excepto el pecado! Con este último –bendito sea su Nombre– él no puede tener simpatía.

¿Qué pluma, qué lengua humana, puede describir digna y plenamente la gran bendición que resulta del hecho de tener en la gloria a un Hombre cuyo corazón está con nosotros en todas las pruebas y los dolores de nuestra senda a través del desierto? ¡Qué preciosa provisión! ¡Qué divina realidad! Aquel que tiene toda potestad en el cielo y en la tierra, vive ahora por nosotros en el cielo. Podemos contar con él en todo momento. Entra en todos nuestros sentimientos, como ningún amigo en la tierra podría hacerlo. Podemos acudir a él y decirle cosas que no podríamos confiar a nuestro amigo más íntimo en la tierra. Él solo puede comprendernos perfectamente.

Nuestro gran Sumo Sacerdote entiende todo acerca de nosotros. Ha pasado por todos los dolores y las pruebas que un corazón humano puede conocer. Por eso es capaz de simpatizar perfectamente con nosotros, y se complace en ocuparse de nosotros cada vez que pasamos por el dolor y la aflicción, cuando nuestro corazón es quebrantado y abrumado bajo un peso de angustia que solo él puede conocer plenamente. ¡Precioso Salvador! ¡Misericordioso Sumo Sacerdote! ¡Que nuestros corazones hallen sus delicias en ti, y se acerquen más y más a las fuentes inagotables de consolación y gozo que se hallan en tu tierno amor por todos tus hermanos probados, tentados, que lloran y sufren aquí abajo!

  • 1N. del T.: Es importante aclarar que en Hebreos 4:15, el vocablo pero, que se ha agregado en todas las versiones castellanas (incluso en la Reina-Valera), no existe en el original griego, y que, en vez de aclarar el sentido, transmite un pensamiento erróneo sobre la persona de Cristo. La expresión “sin pecado” –del griego choris amartias– significa literalmente aparte de pecado, o excluido (el) pecado (Lacueva). Esta Escritura establece claramente que hay una diferencia sustancial entre el hombre en su condición de pecado y la santa humanidad del Hombre Cristo Jesús; y esa diferencia es que Cristo, a diferencia de nosotros, es esencialmente sin pecado. William Kelly escribió: «Aquí tenemos que estar en guardia. Porque el agregado de la palabra pero en la última cláusula conduce a una noción totalmente contraria a la verdad y muy ofensiva a Cristo. La mayoría de los lectores deducirían de ello que Cristo fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero nunca pecó, (aunque podía haber pecado). Ahora bien, podemos atrevernos a afirmar que esto está muy lejos de expresar el verdadero significado, y de hecho comunica un pensamiento completamente diferente, a tal punto que se pierde el pensamiento de Dios en el pasaje. No se exceptúan las caídas o los pecados, sino el pecado como principio». Cristo fue tentado aparte del pecado, o sea, en su condición santa. ¿De qué tentaciones habla la Epístola en cuanto a Cristo? La diferencia es fundamental. Nosotros, seres pecadores o con pecado por naturaleza, «tenemos tentaciones malas desde adentro, esto es, por nuestra humanidad caída (o vieja naturaleza, que hemos traído de nuestros padres). Cristo no tuvo ninguna de esta clase de tentaciones. Esto era absolutamente incompatible con su santa Persona. Por una concepción milagrosa –obra del Espíritu Santo, él, “lo Santo” (Lucas 1:35)–, estuvo, en cuanto a su humanidad, exento de la mancha del mal, como nadie más lo estuvo desde la caída. De estas santas tentaciones con relación a Cristo, trata la epístola a los Hebreos, y no de las nuestras no santas. La Epístola de Santiago, en el capítulo 1, distingue claramente los dos tipos de tentaciones»: las externas, de las que Cristo participó, y las internas, que brotan de nuestras concupiscencias, y de las cuales Cristo fue excluido. Es útil comparar Santiago 1:2, 12 (tentaciones de afuera, externas, de las que Cristo participó, así como nosotros), con Santiago 1:13-19, donde está el otro tipo de tentaciones: las de dentro, que surgen de la mala naturaleza. Debido a nuestra naturaleza pecaminosa «nosotros conocemos y experimentamos perfectamente bien estas últimas, nunca así Jesús». Y esto es justamente, en comparación con nosotros, aparte del pecado. No solo que nunca pecó, sino que nunca podía haber pecado. La Escritura es contundente en cuanto a la santidad y la perfección del Hijo de Dios: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente” (Juan 5:19). «Pero Jesús sí experimentó el primer tipo de tentaciones (externas) como ningún otro antes o después. Él fue tentado en todo conforme a semejanza, es decir, con nosotros, con esta infinita diferencia: aparte del pecado. No conoció pecado (2 Corintios 5:21), no tuvo tentación pecaminosa interior. Él es, pues, el que más puede simpatizar con nosotros. Porque el pecado interior, aun cuando uno no ceda a él, ciega los ojos y embota el corazón, impidiendo a uno ocuparse irrestrictamente de las pruebas de los demás» (William Kelly, Exposición de la epístola a los Hebreos, págs. 80-81).

Su incesante intercesión a favor de nosotros en la presencia de Dios

Hebreos 7:25 nos muestra otra parte muy preciosa de la obra sacerdotal de nuestro Señor, a saber: su incesante intercesión a favor de nosotros en la presencia de Dios. “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”.

¡Qué poderoso consuelo para todos los “hermanos santos”! ¡Qué seguridad bendita! Nuestro gran Sumo Sacerdote nos lleva continuamente en su corazón delante del trono. Todo lo que concierne a nosotros está en sus benditas manos, y jamás dejará que nada de lo nuestro peligre. Vive por nosotros, y nosotros vivimos en él. Nos llevará adelante, con seguridad, hasta el fin. Los teólogos hablan acerca de «la perseverancia final de los santos»; la Escritura habla de la perseverancia de nuestro divino y adorable Sumo Sacerdote. Sobre eso reposamos. Él nos dijo: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19). “Si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo –el único medio por el cual podíamos ser reconciliados–, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10), es decir, su vida en lo alto en el cielo. Él se ha hecho a sí mismo responsable –garante– de cada uno de los “hermanos santos”, de llevarlos derecho a la gloria a través de todas las dificultades, pruebas, trampas y tentaciones del desierto. ¡Que el universo entero alabe por siempre su bendito Nombre!

Naturalmente que no podemos, en tan breve escrito, abordar el gran tema del sacerdocio con todos sus detalles. No podemos más que tratar brevemente los tres puntos sobresalientes que ya mencionamos, y citar, para el lector, los pasajes de la Escritura donde aparecen.

Él presenta a Dios nuestros sacrificios de alabanza y acciones de gracias

En Hebreos 13:15 tenemos la tercera parte del servicio que el Señor cumple por nosotros en el santuario celestial: “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”.

¡Qué consuelo es saber que tenemos delante de Dios a Alguien que le presenta nuestros sacrificios de alabanzas y nuestras acciones de gracias! ¡Cuán dulcemente ello nos anima a llevarle en todo tiempo tales sacrificios! Es cierto que pueden parecer muy pobres, magros e imperfectos; pero nuestro gran Sumo Sacerdote sabe cómo separar lo precioso de lo vil. Toma nuestros sacrificios y los presenta a Dios en toda la perfección del perfume de buen olor de su propia Persona y ministerio. El menor suspiro del corazón, la menor expresión de los labios, el más insignificante acto de servicio, sube a Dios no solamente despojado de toda nuestra debilidad e imperfección, sino adornado de toda la excelencia de Aquel que vive siempre en la presencia de Dios, no solamente para simpatizar e interceder, sino también para presentar nuestros sacrificios de acciones de gracias y alabanza.

Todo esto está lleno de aliento y de consuelo. ¡Cuán a menudo tenemos que lamentarnos de nuestra frialdad, esterilidad y falta de vida, tanto en privado como en público! Parece que somos incapaces de hacer algo más que proferir un gemido o suspiro. Pues bien, Jesús –y este es el fruto de su gracia– toma este gemido o este suspiro, y lo presenta a Dios en todo el valor de lo que es. Ello es parte de su ministerio actual por nosotros en la presencia de nuestro Dios, ministerio que él se complace en cumplir –¡bendito sea su Nombre!–. Él halla su gozo en llevarnos sobre su corazón ante el trono. Piensa en cada uno de nosotros en particular, como si no tuviera más que uno solo en quien pensar.

¡Qué maravilloso es esto!, pero así lo es. Él entra en todas nuestras pequeñas pruebas, en nuestros dolores más despreciables, en nuestros conflictos y ejercicios de corazón, como si no tuviera otra cosa en que pensar. Cada uno de nosotros posee la atención y simpatía indivisas de su grande y amante corazón, en todo lo que pueda surgir durante nuestro pasaje a través de esta escena de pruebas y dolores. Él la recorrió toda. Conoce cada paso, cada momento, del camino. Podemos discernir la huella bendita de sus pisadas a través del desierto, y, mirando a lo alto los cielos abiertos, le vemos en el trono, a él, al Hombre glorificado, pero al mismo Jesús que estuvo aquí abajo; las circunstancias en que estuvo han cambiado, pero no así su corazón tierno, amante y lleno de simpatía: “El mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).

Tal es, pues, amado lector cristiano, el gran Sumo Sacerdote a quien se nos exhorta a considerar. Realmente, tenemos en él lo que responde a todas nuestras necesidades. Su simpatía es perfecta; su intercesión prevalece sobre todo, y nuestros sacrificios, para él, son hechos aceptables. Bien podemos decir: Lo tenemos “todo, en abundancia” (Filipenses 4:18, V. M.).

“Considerémonos unos a otros”

Y ahora, como conclusión, echemos un vistazo a la exhortación de Hebreos 10:24: “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras”.

La conexión moral de este pasaje con el que nos ha ocupado primeramente, es verdaderamente hermosa. Cuanto más atentamente consideremos a Jesús, tanto más aptos y dispuestos estaremos para considerar a todos los que le pertenecen, quienesquiera que sean y dondequiera que se encuentren. Mostradme un hombre lleno de Cristo, y yo os demostraré que ese mismo hombre está lleno de amor, solicitud e interés por cada miembro del cuerpo de Cristo. Así debe ser. Es simplemente imposible estar cerca de Cristo, y no tener el corazón lleno de los más tiernos afectos por todos los que le pertenecen. No podemos considerarle a él, sin acordarnos de ellos y ser conducidos a servirles, a orar por ellos, a tener simpatía respecto a ellos de acuerdo con nuestra débil medida.

Si escucháis a una persona hablar en voz alta de su amor por Cristo, de su apego a su Persona y del deleite que halla en él, y, al mismo tiempo, veis que no hay en esta persona amor por los que pertenecen a Cristo –no hay solicitud respecto a ellos, ni interés por sus circunstancias, ni disposición para dedicarles tiempo y esfuerzo, ni sacrificio de sí mismo por amor a ellos–, podéis estar seguros de estar en presencia de una profesión vacía y sin valor. “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad”. Y todavía: “Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 3:16-18; 4:21).

Estas son palabras saludables para cada uno de nosotros. ¡Ojalá que hagan mella en el fondo de nuestro corazón! ¡Ojalá que, por la poderosa acción del Espíritu Santo, podamos ser hechos capaces de responder con todo nuestro corazón a estas dos importantes y acuciantes exhortaciones: a considerar al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, y a considerarnos los unos a los otros! Y recordemos que una consideración conveniente de los unos por los otros jamás revestirá la forma de una curiosidad indiscreta ni de un espionaje inexcusable: cosas que solo pueden ser consideradas como la plaga y la destrucción de toda sociedad cristiana. No; es lo contrario de todo esto. Es la solicitud tierna y amorosa, que se expresa de una manera delicada en todo servicio brindado, fruto del amor de una verdadera comunión con el corazón de Cristo.