Israel y las naciones
Tener presente el propósito original de Dios al enviar el Evangelio a los gentiles, o a las naciones, contribuirá en gran medida a dar claridad y precisión al esfuerzo misionero. Este está claramente indicado en Hechos 15: “Simón ha contado” –dice Santiago– “cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre” (v. 14).
Nada puede ser más claro que esto. No sirve de ningún apoyo a la idea, tan tenazmente sostenida por la iglesia profesante, de que el mundo entero ha de ser convertido por la predicación del Evangelio. Simón sabía que ese no era el objetivo de Dios al visitar a los gentiles, sino simplemente “tomar de ellos pueblo para su nombre”. Ambas cosas son tan distintas como el día y la noche; es más, están en abierta oposición. Que el mundo se convierta es una cosa; “tomar de ellos pueblo”, es otra completamente diferente.
Esta última, y no la primera, es la obra actual de Dios. Es lo que él ha estado haciendo desde el día que Simón Pedro abrió el reino de los cielos a los gentiles en Hechos 10; y es lo que seguirá haciendo hasta el momento –que va acercándose rápidamente– en que el último de los elegidos sea reunido, y nuestro Señor venga a recoger a los suyos (Juan 14:3).
Que todos los misioneros recuerden esto. Tengan la seguridad de que esto no va a cortar sus alas ni paralizar sus energías, sino tan solo guiará sus pasos, dándoles una dirección y un fin divinos. ¿De qué sirve que alguien proponga como fin de sus labores algo totalmente diferente de lo que está en el pensamiento de Dios? ¿No debe un siervo tratar de cumplir la voluntad de su amo? ¿Puede esperar agradar a su amo tratando de cumplir un objetivo diferente, o directamente contrario, al que este último claramente ha expresado?
Ahora bien, está claro que no es el propósito de Dios convertir al mundo por la predicación del Evangelio. Él solo quiere “tomar de ellos pueblo”. Es cierto –muy dichosamente cierto– que toda “la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9). No hay ninguna duda en cuanto a esto. Toda la Escritura da testimonio de esto. Citar los pasajes literalmente llenaría un volumen. Todo cristiano está de acuerdo sobre este punto, y por eso no hay ninguna necesidad de aducir pruebas.
Pero la pregunta es: ¿cómo habrá de lograrse este tan grande y glorioso resultado? ¿Es el propósito de Dios utilizar como instrumento a la iglesia profesante o la predicación del Evangelio para la conversión del mundo? La Escritura dice «No», con una claridad que debería barrer toda duda.
Entiéndase bien que nos deleitamos en todo verdadero esfuerzo misionero. Deseamos de corazón que Dios ayude a todo verdadero misionero, a todo aquel que se ha marchado de casa y ha dejado a sus parientes, amigos y todas las comodidades y los privilegios de la vida civilizada para llevar las buenas nuevas de salvación a los lugares más oscuros de la tierra. Deseamos también dar sinceras gracias a Dios por todo lo que se ha logrado en los campos misioneros extranjeros, aunque no podamos aprobar el modo en que se lleva adelante la obra o el gran principio fundamental de las sociedades misioneras. Consideramos que hay una falta de fe simple en Dios y de sometimiento a la autoridad de Cristo y a la dirección del Espíritu Santo. Prevalece demasiado la maquinaria humana, y el uso de los recursos del mundo.
Pero todo esto es irrelevante para el tema que nos ocupa. No estamos discutiendo ahora el principio de la organización misionera ni los distintos métodos adoptados para desempeñar la labor misionera. El punto con el cual estamos ocupados en esta breve meditación es este: ¿Hará Dios uso de la iglesia profesante para convertir a las naciones? No preguntamos si lo ha hecho, pues si lo planteásemos de ese modo, solo podríamos recibir un rotundo no. ¡Qué! ¡La cristiandad convirtiendo al mundo! ¡Imposible! Ella es la mancha moral más negra en el universo de Dios, y una piedra de tropiezo en la senda de judíos y de gentiles. La iglesia profesante ha estado trabajando desde hace casi dos mil años, y ¿cuál ha sido el resultado?
Si el lector echa un vistazo a un «mapa misionero» del mundo, dividido en colores, lo verá en seguida. En él observará extensas regiones en color negro, en las que el paganismo ejerce su influencia. En las partes en rojo predomina el catolicismo romano, en verde la iglesia griega, en amarillo el Islam. Y ¿dónde está –no decimos el verdadero cristianismo, sino– el simple protestantismo nominal? Está indicado por aquellas manchas dispersas de color azul que, si se juntan todas, constituyen solo una fracción muy pequeña del total. No nos detendremos a averiguar qué es este protestantismo en las mejores condiciones; no es nuestro objetivo aquí.
Pero ¿ha revelado Dios el propósito de hacer uso de la iglesia profesante para convertir a las naciones? Creemos que la manera correcta de probar un principio, no es por los resultados, sino simplemente por la Palabra de Dios. ¿Qué dicen, pues, las Escrituras sobre la gran cuestión de la conversión de las naciones? Tomemos, por ejemplo, el hermoso salmo que aparece en el encabezamiento de este escrito. Es solo una prueba entre mil, pero es una sorprendente y bella prueba que armoniza perfectamente con el testimonio de toda la Escritura, de Génesis a Apocalipsis. Citaremos el salmo completo.
“Dios tenga misericordia de nosotros, y nos bendiga; haga resplandecer su rostro sobre nosotros; Selah. Para que sea conocido en la tierra tu camino, en todas las naciones tu salvación. Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben. Alégrense y gócense las naciones, porque juzgarás los pueblos con equidad, y pastorearás las naciones en la tierra. Selah. Te alaben los pueblos, oh Dios; todos los pueblos te alaben. La tierra dará su fruto; nos bendecirá Dios, el Dios nuestro. Bendíganos Dios, y témanlo todos los términos de la tierra” (Salmo 67).
Aquí, pues, brilla ante nosotros la simple verdad, con notable fuerza y belleza. Cuando Dios tenga misericordia de Israel –cuando haga resplandecer Su luz sobre Sion– entonces, y solo entonces, será conocido en la tierra su camino, entre todas las naciones su salvación. Dios, pues, bendecirá entonces a las naciones por medio de Israel, y no mediante la iglesia profesante.
No hace falta aclararle a ningún lector inteligente de la Escritura que el “nosotros” del salmo citado se refiere a Israel. De hecho, como sabemos, los Salmos, los Profetas y el Antiguo Testamento entero tratan de Israel. No hay ni siquiera una sílaba sobre la Iglesia de un extremo al otro del Antiguo Testamento. Sí hallamos tipos y sombras en los cuales –ahora que tenemos la luz del Nuevo Testamento– podemos ver la verdad de la Iglesia prefigurada. Pero sin aquella luz, nadie podría encontrar la verdad de la Iglesia en las Escrituras del Antiguo Testamento. Ese gran misterio, como el inspirado apóstol nos lo dice, estaba “escondido”, no en las Escrituras (pues lo que está contenido en las Escrituras no está más oculto, sino revelado) sino “en Dios” (Efesios 3:9). No fue revelado, ni podía serlo, hasta que Cristo, el Rey rechazado por Israel, hubiese sido crucificado y resucitase de entre los muertos.
Mientras el testimonio a Israel estuviera pendiente, la doctrina de la Iglesia no podía ser revelada. Por eso, aunque en el día de Pentecostés tenemos el comienzo de la Iglesia, solo después que Israel rechazó el testimonio del Espíritu Santo en Esteban, Pablo –a quien fue encomendada la doctrina de la Iglesia– fue llamado para dar un testimonio especial. Debemos distinguir entre el hecho y la doctrina; de hecho, solo cuando llegamos al último capítulo de los Hechos, el telón finalmente cae sobre Israel; y entonces Pablo, preso en Roma, desarrolla plenamente el gran misterio de la Iglesia “que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora había sido manifestado” (léase atentamente Romanos 16:25-26; Efesios 3:1-11; Colosenses 1:24-27).
No podemos detenernos más en este glorioso tema aquí, pues nos apartaríamos del objetivo que nos hemos propuesto. Pero consideramos que lo dicho basta para que el lector entienda plenamente que el Salmo 67 se refiere a Israel; y así, la verdad completa inundará su alma y verá que la conversión de las naciones se relaciona con Israel y no con la Iglesia. Dios entonces bendecirá a las naciones por medio de Israel y no por la Iglesia. El propósito eterno de Dios es que la simiente de Abraham, Su amigo, tenga entonces la preeminencia en la tierra, y que todas las naciones sean benditas en ella y por ella. “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: En aquellos días acontecerá que diez hombres de las naciones de toda lengua tomarán del manto a un judío, diciendo: Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros” (Zacarías 8:23).
No hace falta multiplicar las pruebas. Toda la Escritura da testimonio de la verdad de que el propósito actual de Dios no es convertir a las naciones, sino tomar de ellas pueblo para Su nombre; y además, cuando estas naciones sean introducidas –como seguramente ocurrirá– no lo será por la instrumentalidad de la Iglesia, sino de la nación restaurada de Israel.
Sería una tarea sencilla y placentera demostrar por el Nuevo Testamento que, antes de la restauración y bendición de Israel –y, por lo tanto, antes de la conversión de las naciones–, la verdadera Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, habrá sido arrebatada para estar para siempre con el Señor, en la plena e inefable comunión de la casa del Padre. De modo que la Iglesia no será el instrumento divino en la conversión de los judíos como nación, ni tampoco de los gentiles. Pero no queremos en esta ocasión más que establecer los dos puntos indicados arriba, que consideramos de interés e importancia con respecto al gran objetivo de las obras misioneras. Cuando las sociedades misioneras se proponen como objetivo la conversión del mundo, cometen un grave error. Asimismo, cuando la cristiandad se imagina que es el instrumento de Dios para la conversión de las naciones, ello no es otra cosa que un engaño y una decepción. Por eso, que todos los que salen como misioneros vean si su bendita obra está regida por un objetivo divino y si siguen ese objetivo de la manera establecida por Dios.