La Iglesia, el cuerpo de Cristo

Salmos 133

El rocío de Hermón

La expresión “el rocío de Hermón” parece ser solo un rompecabezas geográfico para algunos. Pero para uno que tiene la mente de Cristo, no es un simple rompecabezas, sino una muy sorprendente y bella figura. Hermón es el pico más alto de toda Palestina, y cuando la tierra circundante está seca, el rocío refrescante desciende desde sus picos nevados sobre los montes de Sion; y esta es una de las figuras utilizadas por el Espíritu Santo para ilustrar cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía.

Leamos el salmo completo:

“¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía! Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras; como el rocío de Hermón, que desciende sobre los montes de Sion; porque allí envía Jehová bendición, y vida eterna”.

Aquí tenemos dos ilustraciones preciosas de la unidad entre los hermanos. Ella es como el óleo que desciende de la cabeza del sumo sacerdote hasta el borde de sus vestiduras, y como el rocío que, con su poder refrescante, cae de las cumbres nevadas del monte Hermón.

¡Esto es verdaderamente delicioso! Sin embargo, solo se trata de figuras que se utilizan para introducir la idea divina de unidad entre los hermanos. Pero, ¿cómo se fomenta la unidad? Viviendo lo suficientemente cerca de nuestro gran Sumo Sacerdote para que el óleo perfumado que desciende de él impregne nuestras almas; estando lo más cerca posible del Hombre en la gloria para que el rocío refrescante de su gracia caiga sobre nuestras almas y produzca en nosotros preciosos y fragantes frutos para Su alabanza.

Esta es la manera de habitar en armonía con nuestros hermanos. Una cosa es hablar acerca de la unidad, y otra cosa completamente distinta es habitar en ella. Podemos declarar que sostenemos la «unidad del Cuerpo» y «la unidad del Espíritu» –verdades que son muy preciosas y gloriosas– y, al mismo tiempo, estar realmente llenos de controversias totalmente egoístas, de espíritu de partido y de sentimientos sectarios. Todas estas cosas son completamente destructoras de la unidad práctica. Para habitar juntos en armonía, los hermanos tienen que recibir la unción de la Cabeza, las refrescantes lluvias del verdadero Hermón. Deben vivir en la misma presencia de Cristo, para que así todos sus puntos de vista y opiniones particulares cedan, todo su egoísmo sea juzgado y subyugado, sus propias ideas descartadas, sus propias extravagancias y manera de pensar arrojadas por la borda. Entonces habrá anchura de corazón, amplitud de mente y profunda simpatía. Aprenderemos a soportar y a contenernos. Ya no será más cuestión de querer solamente a los que piensan como nosotros o que sienten lo mismo que nosotros en cuanto a una u otra de nuestras teorías. Entonces se podrá amar y abrazar a “todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo en sinceridad” (Efesios 6:24, RV 1909).

La bendita Cabeza ama a todos sus miembros, y si bebemos de Su espíritu, si aprendemos de Él, amaremos igualmente a todos. Seguramente aquellos que guardan Sus mandamientos, disfrutan de Su especial amor –el amor que deriva de la satisfacción que causa el objeto amado–; y así también nosotros, no podemos sino amar de forma especial a aquellos en quienes vemos la huella de su bendito Espíritu. Pero esto es algo totalmente diferente de amar a los demás porque adoptan nuestra línea de verdad o nuestros puntos de vista particulares. Se trata de Cristo, y no del yo; y esto es lo que se precisa para “habitar… juntos en armonía”.

Contemplemos el hermoso cuadro que se nos presenta en Filipenses 2. Vemos, en primer lugar, a la Cabeza divina misma, y luego el óleo que desciende de Él hasta el borde de Sus vestiduras. ¿De dónde obtuvo Pablo la gracia que le permitía estar listo para ser derramado como una ofrenda de libación sobre el sacrificio de sus hermanos? ¿Qué es lo que movió a Timoteo a preocuparse por los demás? ¿Qué es lo que llevó a Epafrodito a arriesgar su vida para suplir lo que faltaba en el servicio de sus hermanos? ¿Cuál es la única gran respuesta a todas estas preguntas? Simplemente esta: Estos queridos siervos de Cristo vivían de tal manera en presencia de su Amo, estaban tan profundamente imbuidos de Su espíritu y habitaban tan cerca del Hombre en la gloria, que el óleo fragante, y el rocío refrescante, descendían abundantemente sobre sus almas y los hacía canales de bendición para los demás.

Querido lector cristiano, puede estar seguro de que este es el gran secreto de una buena armonía. Si los hermanos han de habitar juntos en armonía, el “óleo” y el “rocío” deben descender constantemente sobre ellos. Deben vivir cerca de Cristo y estar ocupados con él para manifestar Sus virtudes y reflejar Su bendita imagen.

¡Qué gozo da –aunque sea solo en una pequeña medida– deleitar el corazón de Dios! Él se deleita al ver a sus hijos andando en amor. Es él quien dice “¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!”. Ciertamente esto debe mover nuestros corazones para hacer todo lo posible por fomentar esta hermosa armonía. Debe conducirnos a la subordinación de nuestro yo y de sus intereses, y a abandonar todo lo que pueda contribuir, de cualquier manera, a alejar nuestros corazones de Cristo y los unos de los otros. El Espíritu Santo nos exhorta a ser “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3). Recordémoslo siempre. Es la unidad del Espíritu (no la unidad del Cuerpo), la que debemos guardar en el vínculo de la paz. Esto nos va a costar algo. La palabra solícitos muestra que no se puede realizar sin sacrificio. Pero Aquel que nos exhorta de manera tan misericordiosa al servicio, siempre proporcionará la gracia que se necesite. La unción y el rocío descenderán de Él, en su refrescante poder, uniendo nuestros corazones en santo amor y permitiendo que nos neguemos a nosotros mismos y abandonemos todo lo que tienda a entorpecer la verdadera armonía a la que somos imperativamente exhortados a mantener.