La Iglesia, el cuerpo de Cristo

Jericó y Acor - Privilegio y responsabilidad

El lector hará bien, en primer lugar, en volverse a los dos capítulos de Josué mencionados arriba y leerlos detenidamente. Proporcionan un muy sorprendente e impresionante testimonio del doble efecto que produce la presencia de Dios con su pueblo. En el capítulo 6 se nos enseña que la Divina Presencia aseguró la victoria sobre el poder del enemigo. En el capítulo 7 aprendemos que la Presencia Divina exigió el juicio sobre el mal en el seno de la congregación. Las ruinas de Jericó demuestran lo primero; el “gran montón de piedras” en el valle de Acor atestiguan lo segundo.

Ahora bien, estas dos cosas nunca deben separarse. Las vemos vívidamente ilustradas en cada página de la historia del pueblo de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La misma Presencia que asegura la victoria, demanda santidad. Nunca olvidemos esto. Sí, mantengámoslo siempre en la memoria de nuestros corazones. Tiene una aplicación tanto individual como colectiva. Si hemos de caminar con Dios, o más bien, si él ha de caminar con nosotros, debemos juzgar y quitar todo lo que sea inconsistente con su santa Presencia. Dios no puede aprobar el mal no juzgado en su pueblo. Puede perdonar, sanar, restaurar y bendecir; pero no tolerar el mal. “Nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29).

Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios
(1 Pedro 4:17).

¿Debe el solo pensamiento de esto desalentar o deprimir a un verdadero hijo de Dios o siervo de Cristo? Ciertamente que no. No debe desalentar ni deprimir, sino que debe hacer que velemos sobre nuestros corazones, que seamos muy cuidadosos en cuanto a nuestros caminos, nuestros hábitos de pensamiento y de conversación. No tenemos nada que temer mientras Dios esté con nosotros, pero él no puede aprobar el mal en su pueblo; y todo el que ama de veras la santidad bendecirá de todo corazón a Dios por esto. ¿Podríamos desear que fuera de otro modo? ¿Quisiéramos ver rebajada, siquiera algo, la medida de la santidad divina? ¡Dios no lo permita!

Todos los que aman Su nombre, ¿pueden celebrar “la memoria de Su santidad” y regocijarse en la verdad de que “la santidad conviene a Su casa para siempre” (Salmo 30:4; 1 Pedro 1:16)? “Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16). Esto no se basa en modo alguno sobre el principio farisaico de: “Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isaías 65:5). Gracias a Dios, no. No es cuestión de lo que somos nosotros, sino de lo que Dios es. Nuestro carácter y conducta deben ser formados por la verdad de lo que Dios es. ¡Maravillosa gracia! ¡Precioso privilegio!

Como Dios es, así deben ser los suyos. Si se olvidan de esto, él seguramente se los hará recordar. Si, en su gracia infinita, él vincula su nombre y su gloria con nosotros, es necesario que consideremos con cuidado nuestros hábitos y caminos, para no traer reproche a su nombre. ¿Es esto esclavitud legal? No, es la libertad más santa. Podemos estar perfectamente seguros de esto, de que nunca estamos más alejados del legalismo que cuando pisamos ese camino de verdadera santidad que conviene a todos aquellos que llevan el nombre de Cristo. “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1).

Esta gran verdad es válida en todo momento. Lo vemos en las ruinas de Jericó. Lo leemos en el valle de Acor. ¿Qué fue lo que hizo que los muros amenazadores y los imponentes baluartes de Jericó cayeran ante el sonido de los cuernos de carnero y el grito del pueblo? La presencia de Jehová. Y no importaba si era solo la ciudad de Jericó o toda la tierra de Canaán, ante esa invencible Presencia.

Pero, ¿qué significa la humillante derrota ante la insignificante ciudad de Hai? ¿Cómo es posible que las huestes de Israel, que acababan de salir triunfantes en Jericó, tengan que huir ignominiosamente ante un puñado de hombres en Hai? ¡Ah, la respuesta relata una historia triste! Aquí está; escuchémosla y ponderémosla en lo más profundo de nuestro corazón. Tratemos de sacar el mayor provecho de ella. Abramos nuestro corazón a sus solemnes advertencias. Ha sido escrita para nuestra admonición (véase Romanos 15:4; 1 Corintios 10:11). El Espíritu Santo lo ha registrado sin escatimar esfuerzos, para nuestra enseñanza. ¡Ay de aquel que hace oídos sordos a la voz de advertencia!

“Pero los hijos de Israel cometieron una prevaricación en cuanto al anatema; porque Acán hijo de Carmi, hijo de Zabdi, hijo de Zera, de la tribu de Judá, tomó del anatema; y la ira de Jehová se encendió contra” ¿quién? ¿Simplemente contra Acán o su casa, contra su familia o su tribu? ¡No!, sino “contra los hijos de Israel” (v. 1). Toda la congregación estaba involucrada en el mal. ¿Cómo podía ser eso? La presencia de Dios impartía una unidad a toda la congregación; los unía a todos de tal manera que el pecado de uno se convertía en el pecado de todos. La congregación era una y, por lo tanto, era imposible que alguien tomara una posición independiente. El pecado de cada uno era el pecado de todos, porque Dios estaba en medio de ellos, y no podía soportar el mal no juzgado. Toda la congregación estaba involucrada, y tenía que purificarse del mal antes de que Jehová pudiera llevarla a la victoria. Si les hubiera permitido triunfar en Hai, se habría argumentado que él era indiferente al pecado de su pueblo, y que podía dar la aprobación con su presencia al “anatema” (v. 13), lo cual sería simplemente una blasfemia contra su santo nombre.

“Después Josué envió hombres desde Jericó a Hai, que estaba junto a Bet-avén hacia el oriente de Bet-el; y les habló diciendo: Subid y reconoced la tierra. Y ellos subieron y reconocieron a Hai. Y volviendo a Josué, le dijeron: No suba todo el pueblo, sino suban como dos mil o tres mil hombres, y tomarán a Hai” –era más fácil decirlo que hacerlo– “no fatigues a todo el pueblo yendo allí, porque son pocos” –pero demasiados para Israel con un Acán dentro del campamento– “Y subieron allá del pueblo como tres mil hombres, los cuales huyeron delante de los de Hai. Y los de Hai mataron de ellos a unos treinta y seis hombres, y los siguieron desde la puerta hasta Sebarim, y los derrotaron en la bajada; por lo cual el corazón del pueblo desfalleció y vino a ser como agua. Entonces Josué rompió sus vestidos, y se postró en tierra sobre su rostro delante del arca de Jehová hasta caer la tarde, él y los ancianos de Israel; y echaron polvo sobre sus cabezas” (v. 2-6).

He aquí una extraña e inesperada experiencia. “Y Josué dijo: ¡Ah, Señor Jehová! ¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para entregarnos en las manos de los amorreos, para que nos destruyan? ¡Ojalá nos hubiéramos quedado al otro lado del Jordán! ¡Ay, Señor! ¿qué diré, ya que Israel ha vuelto la espalda delante de sus enemigos? Porque los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos rodearán, y borrarán nuestro nombre de sobre la tierra; y entonces, ¿qué harás tú a tu grande nombre?” (v. 7-9).

Josué, ese amado y honrado siervo de Dios, no vio o no entendió, que fue la gloria misma de ese “grande nombre” lo que exigió la derrota en Hai, así como había logrado la victoria en Jericó. Pero había otros elementos en esa gloria además de poder. Había santidad, y esa santidad hacía imposible que Dios diera su aprobación con su presencia donde había un mal no juzgado. Josué debió haber concluido que había algo mal en la condición del pueblo. Debía haber sabido que el obstáculo estaba en Israel y no en Jehová. La misma gracia que les había dado la victoria en Jericó, se las habría dado en Hai si las cosas hubiesen estado bien. Pero, lamentablemente, no tenían todo en regla; y, por lo tanto, la derrota, y no la victoria, estaban a la orden del día. ¿Cómo podía haber victoria con un anatema en el campamento? ¡Imposible! Israel debía juzgar el mal, si no, Jehová deberá juzgar a Israel. Haberles dado una victoria en Hai habría sido una afrenta y una deshonra para Aquel cuyo nombre era invocado entre ellos. La Presencia Divina exigía, de manera absoluta, el juicio del mal; y hasta que este no fuera ejecutado, cualquier nuevo avance en la conquista de Canaán era imposible. “Purificaos los que lleváis los utensilios de Jehová”. “La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Isaías 52:11; Salmo 93:5).

“Y Jehová dijo a Josué: Levántate; ¿por qué te postras así sobre tu rostro? Israel ha pecado” –no solamente Acán– “y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido, y aun lo han guardado entre sus enseres. Por esto los hijos de Israel no podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus enemigos volverán la espalda, por cuanto han venido a ser anatema; ni estaré más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vosotros” (v. 10-12).

Esto es particularmente solemne. Toda la congregación es responsable del mal. “Un poco de levadura leuda toda la masa” (Gálatas 5:9). La incredulidad puede preguntar cómo están todos involucrados en el pecado de uno, pero la Palabra de Dios resuelve definitivamente la cuestión: “Israel ha pecado”, “(ellos) han tomado”, “(ellos) han hurtado”, “(ellos) han mentido” (v.11). La congregación era una; una en privilegio, una en responsabilidad. Como tal, el pecado de uno era el pecado de todos, y todos fueron llamados a limpiarse enteramente, quitando al anatema de en medio de ellos. No había un solo miembro de la gran congregación que no hubiese estado afectado por el pecado de Acán.

Esto quizá parezca extraño a la naturaleza humana, pero tal es la solemne e importante verdad de Dios. Fue cierto en la congregación de Israel en la antigüedad, y sin duda no es menos cierto en la Iglesia de Dios ahora. Nadie podía tomar una posición independiente en la congregación de Israel; ¿Cuánto menos puede uno tomarlo en la Iglesia de Dios? Había más de seiscientas mil personas que, para hablar a la manera de los hombres, ignoraban por completo lo que había hecho Acán; y, sin embargo, la palabra de Dios a Josué fue: “Israel ha pecado”. Todos estaban involucrados, todos fueron afectados, y todos tenían que limpiarse antes de que Jehová pudiera llevarlos de nuevo a la victoria.

La presencia de Dios en medio de la congregación formaba la unidad de todos; y la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo hoy en la tierra, une a todos en una unidad divina e indisoluble. Por lo tanto, hablar de independencia es negar el fundamento mismo de la verdad de la Iglesia de Dios, y demostrar, más allá de toda duda, que no entendemos ni su naturaleza ni su unidad tal como se expone en las páginas de la inspiración.

Y si el mal se desliza en una asamblea, ¿qué ha de hacer esta? Aquí lo vemos:

Levántate, santifica al pueblo, y di: Santificaos para mañana; porque Jehová el Dios de Israel dice así: Anatema hay en medio de ti, Israel; no podrás hacer frente a tus enemigos, hasta que hayáis quitado el anatema de en medio de vosotros (v. 13).

¿Eran uno en privilegios? ¿Eran uno en el goce de la gloria y la fuerza que la Presencia Divina aseguraba? ¿Eran uno en el espléndido triunfo de Jericó? ¿Quién negaría todo esto? ¿Quién querría negarlo? ¿Por qué, pues, tratar de cuestionar su unidad en la responsabilidad; su unidad con respecto al mal en medio de ellos, y todas sus humillantes consecuencias?

Seguramente, si había unidad en algo, había unidad en todo. Si Jehová era el Dios de Israel, era el Dios de todos, el Dios de cada uno; y este gran hecho glorioso constituía la base sólida tanto de sus elevados privilegios como de sus santas responsabilidades. ¿Cómo podría existir el mal en tal congregación, y un solo miembro no estar afectado por él? ¿Cómo podría haber un anatema en medio de ellos, y un solo miembro no estar contaminado? ¡Imposible! Podemos razonar y discutir hasta que se nos pegue la lengua al paladar, pero todos los razonamientos y argumentos del mundo no pueden afectar en nada la verdad de Dios, y esa verdad declara que "un poco de levadura leuda toda la masa" (Gálatas 5:9).

Pero, ¿cómo se puede descubrir el mal? La presencia de Dios lo revela. El mismo poder que había derribado los muros de Jericó, detectó, reveló y juzgó el pecado de Acán. Era el doble efecto de la misma bendita Presencia, e Israel había sido llamado a participar tanto en lo uno como en lo otro. Intentar separar los dos es insensatez, ignorancia o maldad. No se puede hacer y no se debe intentar.

Privilegio implica responsabilidad

El privilegio de tener a Dios con nosotros

Siempre debemos recordar que, en la historia de los caminos de Dios con su pueblo, privilegio y responsabilidad están íntimamente ligados entre sí. Hablar de privilegio, o pensar en disfrutarlo, sin la consecuente responsabilidad, es un burdo engaño. Ningún verdadero amante de la santidad podría pensar un solo momento en separar ambas cosas; al contrario, siempre se deleitará en fortalecer y perpetuar el precioso vínculo.

Así, por ejemplo, en el caso de Israel, ¿quién podría apreciar debidamente el elevado privilegio de tener a Jehová morando en medio de ellos? De día y de noche, allí estaba él, para guiarlos y guardarlos, para protegerlos y abrigarlos, para satisfacer todas sus necesidades, darles pan del cielo y sacarles agua de la roca (véase Deuteronomio 8:15-16). Su presencia era una salvaguardia contra todo enemigo; ninguna arma forjada contra ellos podía prosperar (véase Isaías 54:17); ni un perro podía mover su lengua contra ellos (véase Éxodo 11:7). Eran a la vez invulnerables e invencibles. Con Dios en medio de ellos no tenían nada que temer. Él se encargaba de todas sus necesidades, grandes o pequeñas. Velaba por sus vestidos, para que no se envejecieran; cuidaba sus pies, para que no se hincharan; los cubría con el escudo de su favor, para que ninguna flecha los tocara; estaba entre ellos y todos sus enemigos, silenciando todas sus acusaciones.

La responsabilidad de tener a Dios entre nosotros

Basta con lo dicho en cuanto al privilegio. Pero notemos que hay también una correspondiente responsabilidad relacionada con este. Veamos cómo ambos están indisolublemente unidos en las siguientes palabras de peso: “Porque Jehová tu Dios anda en medio de tu campamento, para librarte y para entregar a tus enemigos delante de ti; por tanto, tu campamento ha de ser santo, para que él no vea en ti cosa inmunda, y se vuelva de en pos de ti” (Deuteronomio 23:14).

¡Precioso privilegio! ¡Solemne responsabilidad! ¿Quién se atrevería a disolver esta sagrada conexión? ¿Se había Jehová dignado a descender en medio de ellos, a caminar con ellos y a poner su tabernáculo entre ellos? ¿Había él condescendido, en su infinita gracia, a ser su compañero de viaje? ¿Estaba allí para las exigencias de cada hora? Sí, bendito sea su Nombre. Ahora bien, si es así, ¿qué exigía su presencia? Hemos visto algo de lo que Su presencia aseguraba; pero ¿qué es lo que ella exigía?: ¡Santidad!

Toda la conducta de Israel debía estar regulada por el gran hecho de la Presencia Divina en medio de ellos. No solo sus grandes instituciones públicas nacionales, sino sus hábitos más privados, debían ser sometidos a la influencia controladora de la presencia de Jehová con ellos. Él controlaba lo que iban a comer, lo que iban a llevar, cómo debían moverse en todas las escenas, circunstancias y relaciones de la vida cotidiana. De noche y de día, dormidos y despiertos, sentados en la casa o andando por el camino, solos o acompañados, él los cuidaba. No se permitía nada, en modo alguno, que fuese inconsistente con la santidad y la pureza que convenían en la presencia del Santo de Israel.

¿Era todo esto fastidioso? ¿Eran los privilegios fastidiosos? ¿Era molesto ser alimentados, vestidos, guiados, guardados y cuidados de todas las formas posibles? ¿Era fastidioso hallar reposo a la sombra de las alas del Dios de Israel? Seguramente que no. ¿Por qué debería ser molesto entonces conservar limpias sus personas, sus costumbres y sus moradas? ¿No debe todo corazón sincero, toda alma recta y toda conciencia delicada aceptar la responsabilidad que necesariamente implica la Presencia Divina tan cabalmente como los privilegios que infaliblemente asegura? ¿No deberíamos situar la propia responsabilidad entre nuestros más ricos y elevados privilegios? Incuestionablemente. Todo verdadero amante de la santidad considerará como una señal de infinita gracia, como un orden superior de bendición, andar en compañía de Aquel cuya presencia detecta y condena toda forma de mal. “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5).

El pecado de Acán

Esta sucesión de pensamientos nos permitirá en cierta medida entender la historia de Acán en Josué 7; una historia en alto grado solemne y admirable; historia que profiere en nuestros oídos, con profundo énfasis, palabras que nuestros corazones descuidados están solo demasiado dispuestos a olvidar. “Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él” (Salmo 89:7). Si Acán lo hubiese recordado, habría sentido la santa necesidad de cortar de raíz la codicia de su corazón, y habría evitado así que la congregación entera sufriera una humillante derrota en Hai, y todo el dolor y disciplina consecuentes. ¡Qué terrible pensar en un hombre que, por una pequeña ganancia personal –que puede durar a lo sumo durante el tiempo presente–, sumió a toda una congregación en la más profunda turbación, y, lo peor de todo, deshonró y afligió a Aquel bendito que, en su infinita bondad, se había dignado a establecer su morada en medio de ellos!

La conducta de uno afecta a todos los miembros del Cuerpo

¡Qué bueno sería si cada uno de nosotros, al ser tentado a cometer algún pecado secreto, hiciera una pausa y se preguntara: «¿Cómo puedo hacer esto y contristar al Espíritu Santo de Dios que mora en mí e introducir levadura en la Asamblea del pueblo de Dios?»! Debemos recordar que nuestro andar privado afecta directamente a todos los miembros del Cuerpo. Somos una ayuda para la bendición de todos, o bien un estorbo. Ninguno de nosotros somos átomos independientes; somos miembros de un Cuerpo, incorporados por la presencia del Espíritu Santo; y si andamos en un espíritu relajado, carnal, mundano y autocomplaciente, contristaremos al Espíritu y lastimaremos a todos los miembros.

“Pero Dios ordenó el cuerpo… para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan” (1 Corintios 12:24-26).

Puede parecer difícil para algunos comprender esta gran verdad práctica; darse cuenta de cómo nuestra condición y conducta privadas pueden afectar a los demás miembros; pero el hecho simple y obvio es que debemos admitir esto o bien mantener la insensata y antibíblica noción de que cada cristiano es una persona independiente, sin conexión con todo el cuerpo de los creyentes. Si él es miembro de un cuerpo, del cual todos los miembros forman parte y a cuya Cabeza están unidos por la morada personal del Espíritu Santo, entonces, ciertamente, resulta que su andar y su conducta afectan a todos los demás miembros, del mismo modo que si un miembro del cuerpo humano sufre, todos los demás miembros lo sienten. Si hay algo malo en la mano, el pie lo siente. ¿Y por qué? Porque la cabeza lo siente. La comunicación, en cada caso, es con la cabeza primero, y de la cabeza a los miembros.

Ahora bien, aunque Acán no era miembro de un cuerpo, sino simplemente de una congregación, vemos no obstante cómo su conducta privada afectó a toda la congregación. Esto es tanto más sorprendente por cuanto la gran verdad del “un Cuerpo” no había sido revelada y no podía serlo hasta que la redención fuera un gran hecho cumplido. La Cabeza se sentó en el trono de Dios y envió al Espíritu Santo para formar el Cuerpo y unirlo, por Su presencia y morada personal, a la Cabeza en el cielo. Si el pecado secreto de Acán afectó a todos los miembros de la congregación de Israel, ¡cuánto más –podemos decir– el pecado secreto de cualquier miembro del cuerpo de Cristo afectará a todos sus miembros!

Nunca olvidemos esta importante verdad. Que esté siempre presente en nuestros corazones, para que podamos ver la urgente necesidad de una marcha cuidadosa, santa y delicada; para que no deshonremos a nuestra gloriosa Cabeza, no contristemos al bendito Espíritu que habita en nosotros ni lastimemos al miembro más débil de ese Cuerpo, del cual, por la gracia soberana de Dios y la preciosa sangre de Cristo, formamos parte.

Acán es descubierto

Pero llamamos la atención especial del lector sobre cómo se siguió el rastro del pecado de Acán hasta llegar a él. Todo es muy solemne. Acán no se imaginaba que los ojos de alguien estaban puestos en él cuando llevaba adelante su secreta maldad. Seguramente que se sentía perfectamente bien y muy exitoso, cuando tenía el dinero y el manto escondidos en su tienda. ¡Un tesoro fatal, culpable y miserable! ¡Hombre infeliz! ¡Qué terrible es el amor al dinero! ¡Qué terrible es el poder cegador del pecado! Endurece el corazón, cauteriza la conciencia, oscurece el entendimiento, arruina el alma y, en el caso que nos ocupa, trajo la derrota y el desastre sobre todo el pueblo del que formaba parte.

“Y Jehová dijo a Josué: Levántate; ¿por qué te postras así sobre tu rostro?” (v. 19). Hay tiempo para postrarse sobre el rostro, y hay tiempo para estar en pie; tiempo para la postración piadosa, y tiempo para la acción decidida. El alma instruida sabrá el tiempo para cada caso.

“Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido, y aun lo han guardado entre sus enseres. Por esto los hijos de Israel no podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus enemigos volverán la espalda, por cuanto han venido a ser anatema; ni estaré más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vosotros. Levántate, santifica al pueblo, y di: Santificaos para mañana; porque Jehová el Dios de Israel dice así: Anatema hay en medio de ti, Israel; no podrás hacer frente a tus enemigos, hasta que hayáis quitado el anatema de en medio de vosotros” (v. 11-13).

¡Qué solemne y llamativo es todo esto! ¡Cuán subyugador para las almas! El pueblo de Dios –aquellos que invocan su nombre, que profesan sostener su verdad y que están identificados con él en este mundo– debe ser santo. Él no puede dar la aprobación con su presencia a lo impuro o no santo. Aquellos que gozan del elevado privilegio de estar asociados con Dios, son solemnemente responsables de guardarse sin mancha del mundo, de lo contrario Dios se verá obligado a tomar la vara de la disciplina y hacer “su extraña obra” (Isaías 28:21) en medio de ellos. “Purificaos los que lleváis los utensilios de Jehová” (Isaías 52:11).

“Levántate, consagra al pueblo y di: “Consagraos para mañana, porque así ha dicho el Señor, Dios de Israel: ‘Hay anatema en medio de ti, oh Israel. No podrás hacer frente a tus enemigos hasta que quitéis el anatema de en medio de vosotros’. “Por la mañana os acercaréis, pues, por tribus. Y será que la tribu que el Señor señale se acercará por familias, y la familia que el Señor señale se acercará por casas, y la casa que el Señor señale se acercará hombre por hombre” (v. 13-14, LBLA).

¡Ah, esto era tocar el fondo de la cuestión! El pecador podía tratar de convencerse de que era imposible que lo descubriesen; podía acariciar la viva esperanza de escapar entre la multitud de Israel. ¡Qué miserable ilusión! Puede tener por seguro que su pecado lo alcanzará (véase Números 32:23, LBLA). La misma Presencia que aseguró la bendición individual, aseguró con igual fidelidad la detección del pecado individual más secreto. Era imposible escapar. Si Jehová estaba en medio de su pueblo para poner a Jericó a sus pies y dejarla en ruinas, también estaba allí para poner al descubierto, en sus raíces más profundas, el pecado de la congregación, y sacar al pecador de su escondite para que pague por su maldad.

¡Cuán penetrantes son los caminos de Dios! Primero, las doce tribus son convocadas para que el transgresor se manifieste. Luego, una tribu se pone bajo la mira. Se va más lejos, y la familia es señalada, y, más lejos aún, la propia casa; y, por último, “hombre por hombre”. Así, en medio de seiscientas mil personas, los ojos de Jehová, que todo lo escudriñan, detectan sin posibilidad de error alguna al pecador y lo señalan ante los miles de israelitas reunidos.

Castigo de Acán

“Y el que fuere sorprendido en el anatema, será quemado, él y todo lo que tiene, por cuanto ha quebrantado el pacto de Jehová, y ha cometido maldad en Israel. Josué, pues, levantándose de mañana, hizo acercar a Israel por sus tribus; y fue tomada la tribu de Judá. Y haciendo acercar a la tribu de Judá, fue tomada la familia de los de Zera; y haciendo luego acercar a la familia de los de Zera por los varones, fue tomado Zabdi. Hizo acercar su casa por los varones, y fue tomado Acán hijo de Carmi, hijo de Zabdi, hijo de Zera, de la tribu de Judá” (v. 15-18).

“Nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29). No puede tolerar el mal en los caminos de su pueblo. Esto explica la solemne escena que tenemos ante nosotros. La mente natural puede razonar acerca de todo esto: quizás se asombre de por qué el mero hecho de tomar un poco de dinero y una prenda de vestir de entre los despojos de una ciudad condenada debe traer aparejadas consecuencias tan terribles y provocar un castigo tan severo. Pero la mente natural es incapaz de entender los caminos de Dios.

Ahora bien, ¿no tenemos derecho a preguntarle al objetor: Cómo podría Dios aprobar el mal en su pueblo? ¿Cómo podría continuar con él? ¿Qué debía hacer con el mal? Si Dios estaba a punto de ejecutar juicio sobre las siete naciones de Canaán, ¿podía ser indiferente al pecado en su pueblo? Seguramente que no. Su palabra es: “A vosotros solos he conocido de entre todas las parentelas de la tierra; por tanto os castigaré por todas vuestras iniquidades” (Amós 3:2, V. M.). El solo hecho de haberlos puesto en relación con él constituía el fundamento de su trato con ellos en santa disciplina.

Sería el colmo de la insensatez que el hombre razonara acerca de la severidad del juicio divino, o la aparente falta de proporción entre el pecado y el castigo. Todo razonamiento así es falso e impío. ¿Qué fue lo que trajo toda la miseria, la tristeza, la desolación, la enfermedad, el dolor y la muerte, todos los horrores de los últimos seis mil años? ¿Cuál fue la fuente de todo esto? ¿Solo el pequeño acto –como diría el hombre– de comer un poco de fruta? ¡Pero ese pequeño acto fue esa cosa terrible llamada pecado –sí, rebelión– contra Dios!

¿Y qué se necesitaba para expiar el pecado? ¿Qué solución había para esto? ¿Qué es lo que está en contraposición con él como la única expresión adecuada del juicio de un Dios santo? ¿Qué? ¿La quema en el valle de Acor? No. ¿Las eternas llamas del infierno? No; algo mucho más profundo y solemne todavía. ¿Qué? ¡La cruz del Hijo de Dios! ¡El pavoroso misterio de la muerte de Cristo! Aquel terrible grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Que se acuerden de esto los hombres y dejen de razonar.

El valle de Acor

Es siempre conveniente que el cristiano pueda “dar respuesta” (1 Pedro 3:15, V. M.), de manera calma y firme, a la objeción que la incredulidad plantea contra las actuaciones del gobierno divino. La respuesta es la siguiente: “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Génesis 18:25). Si a la criatura se le permite juzgar al Creador, se pone fin a todo gobierno en el vasto universo de Dios. Por lo tanto, cuando oímos a hombres temerarios pronunciar juicio sobre los caminos de Dios, y atreverse a decidir qué es lo que Dios debe hacer y qué es lo que no debe hacer, surge indefectiblemente esta gran cuestión preliminar: ¿Quién ha de ser el juez? ¿Es el hombre el que ha de juzgar a Dios, o es Dios el que ha de juzgar al hombre? Si es el primero, no hay Dios en absoluto; y si es este último, entonces el hombre ha de inclinar su cabeza con reverente silencio y reconocer su completa ignorancia e insensatez.

El hecho es que si el hombre pudiera desentrañar los misterios del gobierno de Dios, ya no sería hombre, sino Dios. ¡Qué despreciable insensatez, pues, que un pobre mortal, débil, ignorante y miope, ose emitir una opinión sobre los profundos misterios del gobierno divino! Su opinión no solo carece absolutamente de valor, sino que, a juicio de toda mente verdaderamente piadosa, es positivamente impía y blasfema, un atrevido insulto al trono, a la naturaleza y al carácter de Dios, por lo cual, con toda seguridad, deberá responder ante el tribunal de Cristo, a menos que se arrepienta y halle el perdón a través de la sangre de la cruz.

La línea anterior de pensamiento surge en relación con la solemne escena del valle de Acor. La mente incrédula puede sentirse dispuesta a formular una objeción por la aparente severidad del juicio; a establecer una comparación entre la falta y el castigo; a poner en duda si era justo que los hijos de Acán fuesen incluidos en el mismo pecado de su padre.

A todo esto simplemente respondemos: ¿Somos competentes para juzgar? Si alguien piensa que lo es, equivale a decir que Dios no es apto para gobernar el mundo, sino que debe dar lugar al hombre. Esta es la verdadera raíz de todo el asunto. La infidelidad quiere deshacerse completamente de Dios, y establecer al hombre en Su lugar. Si Dios debe ser Dios, entonces, ciertamente, sus caminos, los actos de su gobierno, los misterios de su providencia, sus propósitos, sus consejos y sus juicios deben estar más allá de los límites de la más brillante mente humana o angélica. Ni ángel, ni hombre ni el diablo pueden comprender a la Deidad. Que los hombres reconozcan esto, y hagan callar para siempre sus insignificantes, ignorantes y despreciables razonamientos. Que hagan suyas las palabras de Job cuando sus ojos fueron abiertos: “Respondió Job a Jehová, y dijo: Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía. Oye, te ruego, y hablaré; te preguntaré, y tú me enseñarás. De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:1-6). Cuando el alma adopta esta actitud, se pone fin a todas las cuestiones de la incredulidad. Hasta que no se llegue a esto, es de poco valor la discusión.

Pasemos ahora unos instantes a contemplar la solemne escena del valle de Acor; y recordemos que “las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron” (Romanos 15:4). Aprendamos a velar con santo celo sobre las operaciones incipientes del mal en nuestro corazón. Ellas son las que el hombre debería juzgar, y no los actos puros y perfectos del gobierno divino.

¡Qué palabras solemnes y poderosas dirigió Josué a Acán!:

Hijo mío, da gloria a Jehová el Dios de Israel, y dale alabanza, y declárame ahora lo que has hecho; no me lo encubras
(Josué 7:19).

He aquí el tema supremo: “Da gloria a Jehová el Dios de Israel”. Todo depende de esto. La gloria del Señor es la única norma perfecta para juzgar todas las cosas, la regla perfecta para medir todas las cosas, la piedra de toque perfecta para probar todas las cosas. La única gran pregunta para el pueblo de Dios en todos los siglos y en todas las dispensaciones es esta: ¿Qué es lo que conviene a la gloria de Dios? En comparación con esto, todas las demás cuestiones son menos que secundarias. No se trata de lo que nos conviene a nosotros, de lo que podemos tolerar o de lo que podemos estar de acuerdo. Esta es una consideración menor por cierto. Lo que siempre debemos mirar, en lo que siempre debemos pensar, y lo que siempre hemos de tener en cuenta, es la gloria de Dios. Debemos preguntarnos, ante cualquier cosa que se nos presente: «¿Encaja esto con la gloria de Dios?». Si no, por Su gracia, dejémoslo a un lado.

¿Qué le habría pasado a Acán si hubiese pensado en esto cuando puso sus ojos en el maldito tesoro? ¡Cuánta desgracia se hubiera ahorrado! ¡Cuánto sufrimiento y aflicción les hubiera ahorrado a sus hermanos! Pero, ¡ay, la gente se olvida de todo esto cuando la pasión y la codicia ciegan los ojos, y la vanidad y la locura se adueñan del corazón!, y siguen adelante hasta que el terrible juicio de un Dios santo, que aborrece el pecado, los alcanza. Y entonces, los hombres tienen la pretensión de calificar tal juicio como indigno de un Ser bueno y benévolo. ¡Ignorante presunción! Ellos quieren un dios de su propia imaginación, un dios como ellos, que puede hacer la vista gorda al pecado y tolerar todo tipo de mal. El Dios de la Biblia, el Dios del cristianismo, el Dios de la cruz, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, no se adapta a tales razonadores infieles. Estos, desde lo profundo de su corazón, profieren a Dios palabras como estas: “Apártate de nosotros, porque no queremos el conocimiento de tus caminos” (Job 21:14).

“Y Acán respondió a Josué diciendo: Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de Israel, y así y así he hecho. Pues vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos, lo cual codicié y tomé; y he aquí que está escondido bajo tierra en medio de mi tienda, y el dinero debajo de ello” (v. 20-21).

Aquí se sigue el rastro de la corriente oscura e impura hasta el manantial de donde surge: el corazón de este desdichado hombre. ¡Oh, qué poco sabía que había ojos que lo observaban mientras tomaba parte de los despojos para sí! Solo pensó en una cosa: la satisfacción de su codicia. Vio, codició, tomó, escondió; y sin duda creyó que el asunto terminaría allí: que tendría su tesoro, y que nadie se enteraría.

Pero los ojos de Jehová, el Dios de Israel, estaban puestos en él; esos ojos santos, para los cuales no hay nada secreto ni oculto, que penetran en las profundidades del corazón humano y abrazan con la mirada todos los resortes ocultos que mueven las acciones de cada individuo. Sí, Dios lo vio todo, y quiso que Israel lo viera, y Acán también. De ahí la lamentable derrota en Hai, y todo lo que siguió.

¡Qué solemne es esto! Toda la congregación terminó en vergonzosa derrota y desastre. ¡Josué y los ancianos de Israel con sus vestidos rasgados y polvo sobre sus cabezas, postrados sobre sus rostros desde la mañana hasta la tarde! ¡Y luego la divina reprensión, y la solemne reunión de las huestes de Israel, tribu por tribu, familia por familia, casa por casa, hombre por hombre!

¿Y por qué todo esto? Solo para seguir el rastro del mal hasta su fuente, revelarlo y juzgarlo a la vista de toda criatura. Toda inteligencia creada debe ser compelida a ver y confesar que el trono de Dios no puede tener ninguna comunión con el mal. El mismo poder que había derribado los muros de Jericó y ejecutado el juicio sobre sus habitantes culpables, debía manifestarse poniendo al descubierto el pecado de Acán y llevándolo a confesar, desde lo profundo de su corazón convencido de pecado, su terrible culpa. Él, junto con todos sus hermanos, había oído el solemne encargo de Jehová: “Pero vosotros guardaos del anatema; ni toquéis, ni toméis alguna cosa del anatema, no sea que hagáis anatema” –no solamente la tienda de algún individuo, sino– “el campamento de Israel, y lo turbéis. Mas toda la plata y el oro, y los utensilios de bronce y de hierro, sean consagrados a Jehová, y entren en el tesoro de Jehová” (v. 18-20).

Todo esto era bastante claro. Nadie podía confundirse. Solo requería un oído atento y un corazón obediente. Era tan claro como el mandamiento dado a Adán y Eva en medio de las moradas del Edén. Pero Acán, como Adán, transgredió el claro y positivo mandamiento. En lugar de guardarlo en su corazón, para no pecar contra Dios (Salmo 119:11), lo pisoteó para satisfacer sus pecaminosos deseos. Fijó su codiciosa mirada en el anatema, que no era más que un miserable montón de polvo, pero que, por el poder de Satanás y el corazón errante de Acán, llegó a ser ocasión de pecado, vergüenza y dolor.

¡Oh, qué tremendo y triste es permitir al pobre corazón ir tras las miserables cosas de este mundo! ¿Qué valor tienen todas estas cosas? Si pudiéramos tener todas las prendas que se hicieron en Babilonia; todo el oro y la plata que se extrajo de las minas de Perú, California y Australia; todas las perlas y los diamantes que lucieron los reyes, príncipes y nobles de este mundo, ¿podrían darnos una hora de verdadera felicidad? ¿Podrían enviar un solo rayo de luz celestial al alma? ¿Podrían darnos un momento de goce pleno y espiritual? Claramente no. En sí mismos no son sino polvo perecedero; y cuando Satanás los usa, una positiva maldición, miseria y degradación. Todas las riquezas y comodidades materiales que este mundo puede ofrecer, no pueden constituir un sustituto para una hora de santa comunión con nuestro Padre celestial y con nuestro precioso Salvador. ¿Por qué deberíamos codiciar las miserables riquezas de este mundo? Nuestro Dios suplirá todo lo que nos falta “conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19). ¿No es esto suficiente? ¿Por qué habríamos de colocarnos al alcance del poder de Satanás al poner nuestro corazón en las riquezas, honores o placeres de un mundo gobernado por el archienemigo de Dios y de nuestras almas? ¡Cuánto más le hubiera valido a Acán haberse contentado con lo que el Dios de Israel le había dado! ¡Cuán feliz habría sido si hubiese estado satisfecho con los muebles de su tienda, con la sonrisa de Jehová y con la “respuesta de una buena conciencia” (1 Pedro 3:21, V. M.)!

Pero no lo estaba; y eso da cuenta de la espantosa escena del valle de Acor, cuyo recuerdo basta para infundir terror en el corazón más fuerte. “Josué entonces envió mensajeros, los cuales fueron corriendo a la tienda; y he aquí estaba escondido en su tienda, y el dinero debajo de ello. Y tomándolo de en medio de la tienda, lo trajeron a Josué y a todos los hijos de Israel, y lo pusieron delante de Jehová. Entonces Josué, y todo Israel con él, tomaron a Acán hijo de Zera, el dinero, el manto, el lingote de oro, sus hijos, sus hijas, sus bueyes, sus asnos, sus ovejas, su tienda y todo cuanto tenía, y lo llevaron todo al valle de Acor. Y le dijo Josué: ¿Por qué nos has turbado? Túrbete Jehová en este día. Y todos los israelitas los apedrearon, y los quemaron después de apedrearlos. Y levantaron sobre él un gran montón de piedras, que permanece hasta hoy. Y Jehová se volvió del ardor de su ira. Y por esto aquel lugar se llama el Valle de Acor,1 hasta hoy” (Josué 7:19-26).

¡Qué solemne es todo esto! ¡Qué nota de advertencia resuena en nuestros oídos! No intentemos, bajo la falsa influencia de ideas parciales respecto a la gracia, desviar el filo de este pasaje de la Escritura. Leamos atentamente la inscripción en ese espantoso monumento del valle de Acor. ¿Cuál es?: “Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él”. Y otra vez: “Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él”. Y además: “Nuestro Dios es fuego consumidor” (Salmo 89:7; 1 Corintios 3:17; Hebreos 12:29).

¡Qué palabras de peso, solemnes y escrutadoras son estas! Muy necesarias, por cierto, en estos días de profesión laxa y superficial, cuando las doctrinas de la gracia están tanto en nuestros labios, pero los frutos de justicia son tan poco vistos en nuestras vidas. Aprendamos de ellas la urgente necesidad de velar sobre nuestros corazones y sobre nuestra vida privada, para que el mal sea juzgado y cortado de raíz, y no produzca sus tristes, vergonzosos y dolorosos frutos en nuestra marcha práctica, causando grosera deshonra al Señor y profundo dolor a aquellos con quienes estamos vinculados en los lazos de la comunión.

  • 1N. del Ed.: Josué 7:26: Esto es, turbación.

Enseñanzas para la Iglesia

El valle de Acor en la profecía

Hay una muy interesante alusión al “valle de Acor” en Oseas 2, que podemos ver de paso, aunque no se conecte con la línea especial de verdad que hemos considerado en esta serie de artículos.

Jehová, al hablar de Israel, dice por medio de su profeta: “Pero he aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón. Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza; y allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto” (Oseas 2:14-15).

¡Qué gracia conmovedora brilla en estas palabras! “El valle de Acor”: el lugar de turbación, lugar de profunda tristeza y vergüenza, de humillación y de juicio; en ese lugar, donde el fuego de la ira justa de Jehová consumió el pecado de su pueblo, habrá pronto “una puerta de esperanza” para Israel; allí cantará también como en los tiempos de su juventud. ¡Qué maravilla oír los cantos de alabanza en el valle de Acor! ¡Qué triunfos gloriosos de la gracia! ¡Qué brillante y bendito futuro para Israel!

“En aquel tiempo, dice Jehová, me llamarás Ishi,1 y nunca más me llamarás Baali.2 Porque quitaré de su boca los nombres de los baales, y nunca más se mencionarán sus nombres. Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia. Y te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Jehová” (v. 16-20).

El efecto y las bendiciones de la presencia divina en la Iglesia

Después de esta digresión sobre el “valle de Acor” en el futuro, volvemos a nuestro tema particular; y al hacerlo pediremos al lector que se vuelva con nosotros, por unos instantes, a los primeros capítulos de los Hechos. Aquí encontramos los mismos grandes resultados de la presencia de Dios en medio de su pueblo, como vimos al principio del libro de Josué; solo que de una manera mucho más gloriosa, como pudiéramos esperar.

En el día de Pentecostés, Dios el Espíritu Santo descendió para formar la Asamblea y sentar su morada en ella. Este grande y glorioso hecho se basó en el cumplimiento de la obra de la expiación, atestiguada por la resurrección de nuestro Señor Jesucristo y su glorificación a la diestra de Dios.

No podemos seguir desarrollando esta verdad en todos sus aspectos en este breve artículo; nos limitamos a llamar la atención del lector sobre los dos puntos prácticos que hemos considerado: el privilegio y la responsabilidad en relación con la presencia del Señor en medio de su pueblo. Si él estaba allí para bendecir –como seguramente lo estaba– también estaba allí, y con la misma certeza, para juzgar. Las dos cosas van juntas, y no debemos intentar separarlas.

Primero, pues, vemos el efecto y las bendiciones de la Presencia Divina en la Asamblea: “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno” (Hechos 2:44-45). El bendito efecto de la presencia sentida del Espíritu Santo, fue unir sus corazones en una santa y amorosa comunión, hacer que abandonen las cosas terrenales, y llevarlos a fundir sus intereses personales en el crisol del bien común.

¡Preciosos frutos! ¡Ojalá veamos más de ellos! Sin duda los tiempos cambian; pero Dios no ha cambiado, y el efecto de su presencia sentida no cambia. Es cierto que no estamos en Hechos 2. Los tiempos pentecostales pasaron; la cristiandad ha caído en un completo fracaso; la iglesia profesante ha caído de manera irremediable. Todo esto es tristemente cierto; pero Cristo, nuestra Cabeza, permanece en todo su vivo poder y gracia inmutable. “El fundamento de Dios está firme” (2 Timoteo 2:19), tan firme, tan seguro y tan sólido hoy como lo fue en el día de Pentecostés. No hay cambio aquí, bendito sea Dios; por eso podemos afirmar, con toda la confianza posible, que allí donde su presencia es sentida –aun cuando sean tan solo “dos o tres” los congregados al nombre de Jesús–, se encontrarán los mismos preciosos frutos. Los corazones estarán unidos; las cosas terrenales serán desechadas; los intereses personales se sumarán a los del conjunto. No se trata de tirar nuestros bienes sobre un montón común, sino de la gracia que una vez tomó esa forma especial y que en todo momento nos conduciría no solamente a renunciar a nuestras posesiones, sino a nosotros mismos, para el bien de los demás.

Es un error muy grave que alguien diga o piense que, como no estamos en los tiempos pentecostales, no podemos contar con la presencia de Dios con nosotros en la senda de la santa obediencia a su voluntad. Tal pensamiento debe ser juzgado como pura incredulidad. Es verdad que se nos ha privado de muchos de los dones pentecostales, pero no del Dador. El bendito Consolador permanece con nosotros; y es nuestro feliz privilegio estar en una posición en la cual podemos disfrutar de su presencia y ministerio.

El asunto es estar en esa posición; no solamente decir que estamos en ella, para jactarnos de estar en ella, sino realmente estar en ella. Podemos aplicar aquí la apremiante pregunta del bendito apóstol: “¿De qué aprovechará si alguno dice que” está en terreno divino, si no está realmente en él? Seguramente de nada (véase Santiago 2:14).

Pero no olvidemos que aunque no estemos en Hechos 2, sino en la Segunda Epístola a Timoteo; aunque no estamos en las refrescantes escenas de Pentecostés, sino en los “tiempos peligrosos” de “los postreros días” (2 Timoteo 3:1), sin embargo, el Señor está “con los que de corazón limpio” le invocan (2 Timoteo 2:22), y su presencia es todo lo que necesitamos. Solo confiemos en él, valgámonos de él y apoyémonos en él. Tratemos de estar en una posición en la que podamos contar con su presencia –una posición de total separación de todo lo que él juzga como “iniquidad (v. 19)–, de los “vasos para deshonra” en la “casa grande” (v. 20), y de todos aquellos que, teniendo “forma de piedad”, niegan “el poder de ella” (cap. 3:5, V. M.).

Estas, podemos estar seguros, son las condiciones absolutamente esenciales sobre las cuales cualquier compañía de cristianos puede hacer realidad la Presencia Divina. Podemos reunirnos y formarnos en una asamblea; podemos profesar estar en terreno divino; podemos llamarnos la asamblea de Dios; podemos apropiarnos de todos aquellos pasajes de la Escritura que solo se aplican a aquellos que están realmente reunidos por el Espíritu Santo en el nombre de Jesús; pero si las condiciones esenciales no están allí; si no “invocamos al Señor de corazón puro”; si estamos mezclados con la “iniquidad”; si estamos asociados con “vasos para deshonra”; si estamos caminando de la mano con profesantes sin vida que niegan en la práctica el poder de la piedad, ¿qué pasará? ¿Podemos esperar realizar la presencia del Señor? También Israel podría haberla esperado con Acán en el campamento. No puede ser. Para obtener resultados divinos, debe haber condiciones divinas. Esperar lo primero sin que esté dado lo último, es vanidad, locura y una culpable presunción.

No estamos tratando ahora, ni siquiera tocando, la gran cuestión de la salvación del alma. Este, precioso e importante como es para todos aquellos a quienes concierne, no es en absoluto nuestro tema en esta serie de artículos sobre «Jericó y Acor». Se trata de la solemne e importante cuestión del privilegio y la responsabilidad de los que profesan ser el pueblo del Señor y estar congregados a su nombre; y estamos especialmente ansiosos por tratar de hacer que quede grabado en la mente y el corazón del lector que, a pesar de la irremediable ruina de la iglesia profesante, de su total fracaso en su responsabilidad ante Cristo como su testigo y luminaria en el mundo, es el feliz privilegio de “dos o tres” estar congregados en Su nombre, aparte de todo mal y error circundantes, reconociendo nuestro común pecado y fracaso, sintiendo nuestra debilidad, y esperando su presencia con nosotros y su bendición conforme al amor inmutable de su corazón.

Ahora bien, la medida de la bendición que nuestro siempre fiel y bondadoso Señor puede dar a aquellos que están así congregados, no tiene límite. Él “tiene los siete espíritus de Dios, y las siete estrellas” (Apocalipsis 3:1), o sea, la plenitud del poder espiritual, de los dones ministeriales y de la autoridad para su Iglesia. Tal es su estilo y título al dirigirse a la iglesia de Sardis, la cual, creemos, nos presenta proféticamente la historia del protestantismo.

Privilegio y responsabilidad de la presencia divina en la Iglesia

No se dice, como en el discurso dirigido a Éfeso, que él “tiene las siete estrellas en su diestra” (Apocalipsis 2:1). Hay una importante diferencia en cuanto a esto, y es nuestro ineludible deber reconocer tanto la diferencia como la causa. Cuando la Iglesia comenzó, en el día de Pentecostés, y durante los días de los apóstoles, Cristo, la Cabeza, no solo poseía todo don espiritual, poder y autoridad para su Iglesia, sino que era reconocido como su verdadero administrador. Tenía las estrellas en su diestra. No se conocía ni se pensaba en tal cosa como la autoridad humana en la Asamblea de Dios. Cristo era reconocido como Cabeza y Señor. Él había recibido los dones, y los repartía conforme a su soberana voluntad.

Así debería ser siempre. Pero, lamentablemente, el hombre se ha inmiscuido en la sagrada esfera de la autoridad de Cristo. Osa entrometerse en el nombramiento del ministerio en la Iglesia de Dios. Sin tener un solo átomo de autoridad divina ni ningún tipo de poder para comunicar el don necesario para el ministerio, asume, sin embargo, él mismo la solemne responsabilidad de llamar, designar u ordenar para el ministerio en la Iglesia de Dios. Si el que escribió estas líneas hubiese intentado designar a un hombre como almirante en la flota de Su Majestad, o a un general en su ejército, habría obtenido el mismo resultado que el que pretende cualquier hombre o cuerpo de hombres al nombrar a un hombre para ministrar en la Iglesia de Dios. Es una audaz usurpación de la autoridad divina. Nadie puede comunicar un don ministerial, ni nombrar a nadie en ninguna rama del ministerio excepto Cristo, la Cabeza y el Señor de la Iglesia; y todos los que se lanzan a hacerlo, tendrán que rendir cuentas a él de ello.

Puede que muchos de los que actúan de esta manera, y muchos otros más que aprueban o se identifican con esta actividad, no sean conscientes de lo que están haciendo; y nuestro Dios es paciente y misericordioso para soportar nuestra debilidad e ignorancia. Todo esto es benditamente cierto; pero en cuanto al principio de la autoridad humana en la Iglesia de Dios, es totalmente falso, y debe ser rechazado con santa decisión por todo aquel que ama, reverencia y adora a la gran Cabeza de la Iglesia y Señor de la Asamblea, que, bendito sea su nombre, todavía tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas. Los tiene ahora tan positivamente como en los tiempos apostólicos; y todos los que toman su verdadero lugar, el lugar del juicio propio y de la humillación; todos los que verdaderamente reconocen nuestro pecado y fracaso común, nuestro alejamiento del primer amor y de los primeros principios; todos los que realmente, con verdadera humildad, miran a Cristo solamente para satisfacer todas sus necesidades; todos los que con un corazón ferviente y una piadosa sinceridad, se inclinan a su Palabra y confiesan su nombre, todos ellos probarán seguramente la realidad de Su presencia; lo encontrarán ampliamente suficiente para todas sus necesidades. Pueden contar con él para el suministro de todo don ministerial, y para el mantenimiento de todo orden piadoso en sus reuniones públicas.

Es cierto que sentirán –deberán sentirlo– que no están en los días de Hechos 2, sino en los días de 2 Timoteo. Sin embargo, Cristo es suficiente para ellos, como lo fue para los de antaño. Las dificultades son grandes, pero Sus recursos son infinitos. Sería una locura negar que haya dificultades; pero es pura incredulidad poner en duda la plena suficiencia de nuestro siempre misericordioso y fiel Señor. Él prometió estar con los suyos hasta el fin del siglo. Pero no puede aprobar la arrogación hueca ni la vana pretensión. Él quiere la realidad de las cosas, ama “la verdad en lo íntimo”. Quiere tenernos en nuestro debido lugar, reconociendo nuestra verdadera condición. Allí puede encontrarnos según su infinita plenitud, y conforme a la eterna estabilidad de esa gracia que reina “por la justicia para vida eterna” (Romanos 5:21).

Pero, oh, nunca olvidemos que nuestro Dios se complace en la rectitud de corazón y la integridad de intención. Jamás le faltará al corazón que confía en él; pero se debe confiar realmente en él. De nada servirá decir que confiamos en él cuando en realidad nos apoyamos en nuestras propias ventajas y planes. Aquí es precisamente donde tristemente fallamos. No dejamos espacio para que él actúe en medio de nosotros. No dejamos el campo libre para que él se manifieste. Así somos privados –y no tenemos idea de cuánto– de la bendita manifestación de Su presencia y gracia en nuestras asambleas. Su Espíritu es apagado y contristado, y somos llevados a sentir nuestra pobreza y esterilidad, cuando podríamos estar regocijándonos en la plenitud de Su amor y en el poder de Su ministerio. Es absolutamente imposible que él pueda alguna vez fallar a aquellos que, reconociendo la verdad de su condición, dependen de él de todo corazón. Él no puede negarse a sí mismo; y nunca puede decir a los suyos que han contado demasiado con él.

No es que debamos buscar alguna manifestación especial de poder en medio de nosotros, algo que atraiga la atención del público, o que haga ruido en el mundo. No hay lenguas, ni dones de sanidad, ni milagros, ni manifestaciones extraordinarias de acción angélica en nuestro favor. Tampoco debemos buscar algo similar al caso de Ananías y Safira: la repentina y terrible ejecución del juicio divino, aterrorizando los corazones de todos, tanto dentro como fuera de la Asamblea.

Tales cosas no deben ser buscadas ahora. No estaría de acuerdo con el estado actual de cosas en la Iglesia de Dios. Sin duda nuestro Señor Jesucristo tiene toda potestad en el cielo y en la tierra, y podría desplegar ese poder ahora como lo hizo en los días de Pentecostés, si así lo quisiera.

Pero él no actúa así, y podemos entender fácilmente la razón. A nosotros nos corresponde andar mansa, humilde y tiernamente. Hemos pecado, hemos fracasado y nos hemos apartado de la santa autoridad de la Palabra de Dios. Debemos siempre tener esto en mente, y contentarnos con un lugar realmente humilde y retirado. Nos sentaría mal el buscar un nombre o una posición en la tierra. Ojalá nos consideremos como nada ante nuestros ojos.

Pero, al mismo tiempo, si ocupamos el lugar que nos corresponde y estamos en él con el espíritu correcto, podemos contar plenamente con la presencia de Jesús con nosotros; y podemos estar seguros de que, donde él está –donde se siente su presencia en gracia–, podemos esperar los más preciosos resultados, tanto en la unión de nuestros corazones en verdadero amor fraternal, haciendo que estemos en aptitud de sentirnos libres de todas las posesiones y lazos terrenales, conduciéndonos en gracia y bondad para con todos los hombres, como también quitando de entre nosotros a todos los que contaminan la Asamblea mediante falsas doctrinas o conductas inmorales.

***

P.D.: Es de suma importancia que el lector cristiano tenga en cuenta que, cualquiera que sea la condición de la iglesia profesante, tiene el privilegio de gozar de una comunión tan elevada, y de andar en tan elevado sendero de devoción personal, como jamás se conoció en los días más brillantes de la Iglesia. Nunca debemos tomar el estado de cosas alrededor de nosotros como excusa para rebajar la norma de la santidad y la dedicación personal. No hay excusa para continuar una sola hora en relación con nada que no resista la prueba de la Sagrada Escritura.

Es cierto que nos damos cuenta de la triste condición de las cosas –no podemos sino darnos cuenta–; ¡ojalá lo sintiéramos más! Pero una cosa es darnos cuenta, y pasar a través de ella con Cristo, y otra muy distinta es desfallecer bajo su peso y seguir codo a codo el mal, y entregarnos a la desesperación.

¡Que el Señor, en su gracia infinita, produzca en los corazones de todo su pueblo un sentimiento más profundo e influyente de sus privilegios y responsabilidades, tanto individual como colectivamente, para que así pueda haber un testimonio más verdadero y brillante de Su nombre y un devoto grupo de adoradores, obreros y testigos congregados para aguardar Su venida!

  • 1N. del Ed.: Oseas 2:16 Esto es, Mi marido.
  • 2N. del Ed.: Oseas 2:16 Esto es, Mi señor.