Diversidad y unidad
Es a la vez interesante e instructivo señalar las variadas líneas de verdad presentadas en el Nuevo Testamento, y ver que todas hallan su centro en esa bendita Persona que es la verdad. Vemos esto tanto en los Evangelios como en las Epístolas. Cada uno de los cuatro Evangelistas, bajo la guía y el poder directos del Espíritu Santo, nos dan una visión particular de Cristo. Mateo lo presenta en sus relaciones judías –como el Mesías, el Hijo de David, Hijo de Abraham– heredero de las promesas hechas a los padres. Marcos lo presenta como el obrero ferviente, el siervo diligente, el ministro laborioso, el incesante predicador y maestro. Lucas nos presenta a “Jesucristo hombre” en sus relaciones humanas, Hijo del Hombre, Hijo de Adán. Juan se ocupa del Hijo de Dios, Hijo del Padre, el Hombre celestial, en sus relaciones celestiales.
Así, cada uno tiene su carácter particular. No hay dos iguales, pero todos están de acuerdo. Hay una hermosa variedad, pero la más perfecta armonía; hay diversidad y unidad. Mateo no interfiere con Marcos; ni Marcos con Lucas; ni Lucas con Juan. No hay ningún antagonismo, puesto que cada uno se mueve en su propia órbita, y todos giran alrededor del único gran centro.
Tampoco podríamos prescindir de ninguno de los cuatro. Habría un espacio en blanco si uno de ellos faltara; y es el propósito y gozo del Espíritu Santo exponer cada rayo de la gloria moral del Hijo de Dios. Cada Evangelio cumple su propio servicio, bajo la mano guiadora del Espíritu Santo.
Lo mismo sucede en las Epístolas. La línea de cosas de Pablo es tan distinta de la de Pedro, como la de Pedro es de la de Juan, o la de Juan de la de Santiago. No hay dos iguales, pero todos están de acuerdo. No hay ningún antagonismo, pues, al igual que los cuatro Evangelistas, cada uno se mueve en la órbita que le ha sido asignada, y todos giran alrededor del único Centro común. La órbita es distinta, pero el Centro es uno. Pablo nos presenta la gran verdad de la relación del hombre con Dios, sobre el terreno de una redención cumplida, junto con los consejos de Dios en cuanto a Israel y a la Iglesia. Pedro nos presenta el peregrinaje cristiano y el gobierno de Dios del mundo. Santiago insiste en la justicia práctica. Juan aborda el gran tema de la vida eterna; primero con el Padre, luego manifestada en el Hijo, comunicada a nosotros y, finalmente, desplegada en el futuro glorioso.
Ahora bien, sería el colmo de la insensatez establecer una odiosa comparación entre esas variadas líneas de verdad, o entre los amados y respetados instrumentos mediante quienes estas líneas nos son presentadas. ¡Qué necio sería colocar a Mateo contra Marcos, a Marcos contra Lucas, a Lucas contra Juan o a Juan contra todos los demás! ¡Qué pueril que alguien diga: «Prefiero la línea de cosas de Pablo solamente; Santiago parece estar en un nivel inferior; Pedro y Juan no me gustan; Pablo es el hombre para mí; su ministerio es el que mejor me va»!
En seguida debemos denunciar todo esto como pecaminosa insensatez, la cual no ha de ser tolerada ni por un momento. Las diversas líneas de verdad, convergen todas en un único Centro glorioso y bendito. Los diversos instrumentos son todos empleados por un mismo Espíritu inspirador, con el único gran objetivo de presentar las variadas glorias morales de Cristo. Los necesitamos a todos. No podemos permitirnos prescindir más de Mateo o Marcos que de Lucas o Juan; y no nos corresponde subestimar a Pedro o Santiago, porque no nos dan un orden de verdades tan elevado y amplio como lo hacen Pablo o Juan. Cada uno de ellos es necesario en su lugar. Cada uno tiene su trabajo que hacer, su línea de cosas asignada que considerar, y le causaríamos un serio daño a nuestras almas –además de dañar la integridad de la revelación divina–, si nos limitásemos a una sola línea de verdad particular o nos adhiriésemos exclusivamente a un determinado instrumento o vaso particular.
Los antiguos corintios cayeron en este grave error, y provocaron así una aguda reprensión de parte del bendito apóstol Pablo. Unos eran de Pablo, otros de Apolos, otros de Cefas y otros de Cristo. Todos estaban equivocados, y los que decían que eran de Cristo estaban tan equivocados como los demás. Eran carnales, y andaban como hombres. Fue una penosa insensatez envanecerse unos contra otros, puesto que todos eran siervos de Cristo, y todos pertenecían a la Iglesia en su conjunto.
Y no son las cosas distintas actualmente en la Iglesia de Dios. Hay diversos tipos de obreros, y diversas líneas de verdad; y tenemos el feliz privilegio, por no decir el santo deber, de reconocerlos a todos y regocijarnos en ellos. Envanecernos unos contra otros (1 Corintios 4:6), es ser «carnales y andar como hombres» (1 Corintios 3:3). Menospreciar a uno de los siervos de Cristo es menospreciar la verdad que él lleva, y abandonar nuestras propias mercedes. “Porque todo es vuestro: ya sea Pablo, o Apolos, o Cefas, o el mundo, o la vida, o la muerte, o lo presente, o lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Corintios 3:21-23, LBLA).
Esta es la manera correcta y divina de considerar el asunto; y es también la manera de evitar sectas, partidos, grupos y círculos exclusivistas en la Iglesia de Dios. Hay un Cuerpo, una Cabeza, un Espíritu, una revelación divina y perfecta: las Santas Escrituras. Hay muchos miembros, muchos dones, muchas líneas de verdad, muchos caracteres distintos de ministerio. Los necesitamos a todos, y por eso Dios los ha dado todos.
Pero, con toda seguridad, Dios nos ha dado los diversos dones y ministerios, no para poner uno contra el otro, sino para que, humilde y agradecidamente, nos beneficiemos de todos ellos, y los aprovechemos conforme a Su propósito de gracia al dárnoslos. Si todos fueran Pablo, ¿dónde estarían los Pedro? Si todos fueran Pedro, ¿dónde estarían los Juan?
No solamente esto; pero ¿cuál ha de ser el resultado de adherirse a una particular línea de verdad o carácter de ministerio? ¿Cuál sino producir un carácter cristiano imperfecto? Todos nosotros somos tristemente propensos a la parcialidad; y nada contribuye más a este mal que una desmesurada adherencia a una línea de verdad particular, excluyendo las demás igualmente importantes. Somos santificados por “la verdad” (Juan 17:17, LBLA), por toda la verdad, no por alguna verdad.
Debemos deleitarnos en cada orden de verdades, y dar una cordial bienvenida a cada vaso o instrumento que nuestro Dios tenga a bien utilizar para ministrar su verdad a nuestras almas. Envanecernos unos contra otros es ocuparse más del vaso que de la verdad que este contiene, ocuparse más del hombre que de Dios –¡qué grave error!– “¿Qué, pues, es Pablo, y qué es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor” (1 Corintios 3:5).
Aquí yace el gran principio. Dios tiene varios instrumentos para su obra, y debemos apreciarlos a todos como sus instrumentos, y nada más. Ha sido siempre el objetivo de Satanás conducir al pueblo del Señor a establecer directores de escuelas de pensamiento, líderes de facciones, centros de asociaciones exclusivistas, dividiendo así la Iglesia de Dios en sectas, y destruyendo su unidad visible. No ignoremos “sus maquinaciones”, sino que, de todas las formas posibles, seamos “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (2 Corintios 2:11; Efesios 4:3).
¿Cómo se ha de lograr este gran objetivo? Manteniéndonos cerca del Centro –permaneciendo en Cristo–, ocupándonos habitualmente en él, empapándonos de Su espíritu y siguiendo sus pisadas; yaciendo a sus pies, en humildad y en una verdadera contrición y quebrantamiento de corazón; mediante una completa consagración a su servicio, al progreso de su causa, a la promoción de su gloria, a la prosperidad y bendición de cada amado miembro de Su Cuerpo.
De este modo seremos librados de debates y contiendas, de discusiones acerca de cuestiones sin provecho y de teorías sin fundamento; de parcialidad, prejuicio o predilección. Seremos capaces de ver y apreciar todas las diversas líneas de verdad que convergen en el único Centro divino, los diversos rayos de luz que emanan de la única Fuente eterna. Nos regocijaremos en el gran hecho de que, en todos los caminos y obras de Dios, en cada orden de la naturaleza y de la gracia, en las cosas de la tierra y en las cosas del cielo, en el tiempo y en la eternidad, no se trata de una monótona uniformidad, sino de una maravillosa variedad. En una palabra, el principio universal y eterno de Dios es «diversidad y unidad».