¿Qué eres: ayuda o estorbo?
Entre todas las gracias que nos ha concedido el Señor, una de las más grandes es el privilegio de estar presentes en la asamblea de su amado pueblo, donde él ha puesto su nombre. Podemos afirmar con absoluta confianza que toda alma que ama verdaderamente a Cristo se complacerá en hallarse allí donde él ha prometido estar. Cualquiera que sea el carácter especial de la reunión, ya sea alrededor de la mesa del Señor para anunciar su muerte, alrededor de la Palabra para aprender Sus pensamientos o alrededor del trono de la gracia para presentarle nuestras necesidades y extraer de los tesoros inagotables de su bondad, todo corazón devoto deseará estar allí; y podemos estar seguros de que aquel que de deliberado propósito –sin un motivo de fuerza mayor– descuida la Asamblea, se encuentra en un estado de alma frío, muerto y peligroso. Dejar de “congregarnos” es el primer paso en el plano inclinado que conduce al abandono total de Cristo y de sus preciosos intereses (véase Hebreos 10:25-27).
Y aquí, ante todo, quisiera recordar al lector que mi objetivo en estas breves líneas no es discutir la tan a menudo suscitada cuestión: «¿Con quién debemos reunirnos?». Ella, seguramente, es de fundamental importancia, y todo cristiano –hombre, mujer o joven– antes de tomar su lugar en una asamblea, tiene la obligación y el privilegio de tener resuelta esta cuestión según el pensamiento de Dios. Ir a una reunión sin saber sobre qué base se reúne, es un acto de ignorancia o de indiferencia enteramente incompatible con el temor del Señor y el amor a su Palabra.
Pero, repetimos, ese no es el tema a considerar aquí. No voy a hablar sobre el terreno en el que se reúne la Asamblea, sino de nuestro estado y nuestra conducta sobre ese terreno: una cuestión seguramente de tremenda importancia moral para toda alma que profesa estar reunida en o al nombre de Aquel que es el Santo y el Verdadero. En una palabra, nuestro tema puntual se detalla en el título de este escrito. Damos por sentado que el lector tiene en claro el terreno en el que se reúne la Asamblea; ahora, pues, quisiera despertar en su corazón y en su conciencia esta solemne pregunta: «¿Soy yo una ayuda o un estorbo para la Asamblea?». El hecho de que cada miembro individualmente sea lo uno o lo otro, es algo tan claro como importante y práctico.
Si el lector abre su Biblia y, con atención y oración, lee el capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios, hallará claramente establecida esa gran verdad práctica de que cada miembro del Cuerpo ejerce una influencia sobre todos los demás. En el cuerpo humano, si algún mal afecta al miembro más débil o al más inadvertido, todos los miembros lo sienten, a través de la cabeza. Una uña desgarrada, un diente enfermo, un pie dislocado, un miembro cualquiera, un músculo o un nervio fuera de su lugar, constituyen un estorbo que hace sufrir a todo el cuerpo. Lo mismo ocurre con la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo: “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan” (1 Corintios 12:26). El estado de cada miembro afecta todo el Cuerpo. Se sigue, pues, que cada miembro es una ayuda o un estorbo para todos los demás. ¡Qué profunda verdad! Sí, es tan práctica como profunda.
Téngase presente que el apóstol no habla de una mera asamblea local, sino de todo el Cuerpo, del cual, sin duda, cada asamblea particular debiera ser la expresión local. Así lo expresa al dirigirse a la asamblea de Corinto:
Vosotros, pues, sois [el] cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular
(1 Corintios 12:27).
Es cierto que había otras asambleas; y si el apóstol les hubiera escrito a cualquiera de ellas sobre el mismo tema, habría empleado el mismo lenguaje; pues lo que era cierto de una, era cierto de todas, y lo que era cierto del conjunto, lo era también de cada expresión local del Cuerpo. Nada puede ser más claro, simple y práctico. El tema en conjunto da tres preciosos y poderosos motivos para una vida seria, devota y santa. En primer lugar, que no deshonremos a Cristo, la Cabeza del Cuerpo, a quien estamos unidos; en segundo lugar, que no contristemos al Espíritu Santo por el que estamos unidos a Cristo; y, por último, que no causemos perjuicio a los miembros del Cuerpo con quienes estamos unidos.
¿Habrá algo que sobrepase el poder moral de estos motivos? ¡Ojalá que ellos puedan ser más plenamente realizados entre los amados redimidos del Señor! Una cosa es sostener y enseñar la doctrina de la unidad del Cuerpo, y muy otra es participar de su poder santificante y formativo, y manifestarlo. ¡Lamentablemente, la pobre inteligencia humana puede razonar y especular sobre las más elevadas verdades, mientras que el corazón, la conciencia y la vida nunca han sentido su santa influencia! Esto es algo solemne, digno de la más seria consideración por cada uno de nosotros. ¡Ojalá que podamos sopesarlo en nuestro corazón y que pueda actuar sobre toda nuestra vida y nuestro carácter! Ojalá que la verdad referente al “un Cuerpo” sea una gran realidad moral para cada miembro de ese Cuerpo en la tierra.
Podríamos concluir aquí, sintiendo que si todos los amados del Señor sostuviesen, en el poder vivo de la fe, la gloriosa verdad que acabo de recordar, entonces se verían seguramente todos los preciosos resultados prácticos. Pero al sentarnos a escribir, teníamos en vista una aplicación especial de este tema, que deseamos presentar al lector. Es la manera en que las diversas reuniones se ven afectadas por la condición del alma, la actitud del corazón y el estado del espíritu de todos los asistentes. Repetimos con énfasis: de todos los asistentes; pues no me refiero solamente a aquellos que toman una parte activa en la reunión, sino a todos los que la componen.
No hay duda de que una responsabilidad especial y muy seria recae en aquellos que toman parte en el ministerio, ya sea indicando un himno, haciendo oraciones o acciones de gracias, leyendo la Palabra, ocupándose en la enseñanza o en la exhortación. Ellos deberían siempre estar seguros de que son simplemente instrumentos en las manos del Señor para cualquier actividad que realicen. De lo contrario, causarían graves daños a la reunión. Podrían así apagar al Espíritu, estorbar la adoración, interrumpir la comunión y hacer que se pierda el propósito de la reunión.
Todo esto es muy serio, y demanda una santa vigilancia de parte de todos aquellos que ejercen algún ministerio en la Asamblea. Incluso un himno puede llegar a ser un positivo estorbo; puede interrumpir la corriente del Espíritu en la Asamblea. La preciosa Palabra de Dios puede ser leída fuera de lugar. En resumidas cuentas, todo lo que no sea el resultado directo de la acción del Espíritu, solo puede impedir la edificación y la bendición de la Asamblea. Todos los que toman parte en el ministerio, deben tener, al obrar, el claro sentimiento de estar conducidos por el Espíritu. Todos deben ser gobernados por el único objeto que absorbe el corazón: la gloria de Cristo en la Asamblea y la bendición de la Asamblea en Él. “Hágase todo para edificación” (1 Corintios 14:26). Si no fuera así, más les valdría mantenerse quietos y en silencio, y esperar en el Señor. Darían más gloria a Cristo y serían de mayor bendición para la Asamblea esperando en el Señor callados que con una acción precipitada y un discurso inútil.
Pero si bien sentimos y reconocemos la gravedad de lo que acabamos de decir en relación con la santa responsabilidad de aquellos que ministran en la Asamblea, estamos completamente persuadidos de que el tono, el carácter y el resultado general de las reuniones públicas están íntimamente relacionados con la condición moral y espiritual de cada uno de los presentes. Esto es precisamente –lo confesamos– lo que pesa en el corazón y nos lleva a escribir estas breves líneas dirigidas a toda asamblea debajo del sol. Cada persona en una reunión es una ayuda o un estorbo; cada uno contribuye al bien o lo impide. Todos los que asisten a la reunión con un espíritu serio, devoto y lleno de amor, que vienen únicamente para encontrar al Señor mismo, que se reúnen en la Asamblea como “el lugar que el Señor” escogió “para poner allí su nombre” (Deuteronomio 16:2, LBLA), que se regocijan de estar allí porque él está allí; todos estos son una verdadera ayuda y una bendición para la Asamblea. ¡Quiera Dios aumentar el número de estas almas! Si todas las asambleas estuviesen compuestas de tales elementos, ¡qué testimonio diferente rendirían!
Y ¿por qué habría de ser de otra manera? No es cuestión de don o conocimiento, sino de gracia y bondad, de verdadera piedad y oración. En una palabra, se trata simplemente de la condición del alma en que debe estar todo hijo de Dios y todo siervo de Cristo, y sin la cual los dones más destacados y el conocimiento más profundo son un obstáculo y una trampa. Los dones y la inteligencia solos, sin una conciencia ejercitada y sin el temor de Dios, pueden ser, y han sido, empleados por el enemigo para la ruina moral de las almas. Pero cuando existe la verdadera humildad, con esa seriedad y realidad que siempre produce el sentimiento de la presencia de Dios, hallaremos seguramente, ya sea que haya dones o no, la profundidad, la frescura y el espíritu de culto.
Hay una enorme diferencia entre un grupo de personas reunidas alrededor de algún hombre que posee un don, y una asamblea reunida simplemente en torno al Señor, sobre el terreno de la unidad del Cuerpo. Una cosa es estar reunidos por el ministerio, y otra completamente diferente es estarlo alrededor del ministerio. Si uno se reúne meramente alrededor del ministerio, y el ministerio desaparece, uno es propenso a irse con él también. Pero cuando las almas serias, sinceras y devotas se reúnen simplemente alrededor del Señor, entonces, por más agradecidas que estén por un verdadero ministerio siempre que puedan recibirlo, no dependen de él. Ellas no subestiman el don, sino que aprecian más al Dador. Están agradecidas por los ríos de agua, pero dependen solamente de la Fuente.
Se verá siempre que aquellos que pueden ser dichosos y bendecidos en las reuniones sin un ministerio, son los que más lo valoran cuando tienen la oportunidad de recibirlo. En una palabra, colocan al ministerio en su debido lugar. Pero aquellos que le dan una importancia excesiva a los dones, que siempre se están quejando de la falta de dones, y que sin ellos no pueden disfrutar de una reunión, son un estorbo y una fuente de debilidad en la Asamblea.
Hay, lamentablemente, otros obstáculos y fuentes de debilidad que demandan una seria consideración de parte de todos. Cada uno de nosotros, cuando toma su lugar en la Asamblea, debe plantearse sinceramente la pregunta: «¿Soy una ayuda o un estorbo? ¿Contribuyo al bien de la Asamblea o le significo una carga?». Si venimos en un estado de alma frío, entumecido e indiferente, de una manera puramente formal, sin juzgarnos, sin ser ejercitados en nuestra conciencia ni quebrantados en nuestro corazón; si estamos allí para hallar faltas en los demás, con un espíritu de queja y murmuración, juzgando todas las cosas y a todo el mundo menos a nosotros mismos, entonces, con toda seguridad, seremos un serio estorbo para la bendición, el provecho y el gozo de la Asamblea. Seremos la uña desgarrada, el diente enfermo o el pie dislocado. ¡Qué doloroso, humillante y terrible es todo esto! ¡Guardémonos de estas cosas, oremos para ser guardados de ese estado de alma y desechémoslo!
Por otro lado, aquellos que vienen a la Asamblea en un espíritu de amor y gracia –en el espíritu de Cristo–; que se complacen con simplicidad en encontrarse con sus hermanos, ya sea a la mesa del Señor, alrededor de la fuente de la Santa Escritura o ante el trono de la gracia para la oración; que, en los más profundos afectos y ternuras del corazón, incluyen a todos los miembros del amado cuerpo de Cristo; cuyos ojos no están oscurecidos, ni sus afectos enfriados por sospechas sombrías, suposiciones maliciosas o malos sentimientos hacia los demás; que han sido enseñados por Dios a amar a sus hermanos, a contemplarlos “desde la cumbre de las peñas”, y a verlos en “la visión del Todopoderoso” (Números 23:9; 24:4, LBLA); que están dispuestos a aprovechar todo lo que el Señor de gracia les envía, aunque no sea mediante un don eminente o algún maestro favorito; todos estos son una bendición de Dios para la Asamblea, dondequiera que estén. Deseamos nuevamente, de todo corazón, que Dios aumente el número de ellos. Si todas las asambleas estuviesen compuestas de tales personas, respiraríamos la misma atmósfera del cielo. El nombre de Jesús sería como ungüento derramado; todos los ojos estarían fijos en él; cada corazón absorto en él, y habría un testimonio más poderoso a su nombre y su presencia en medio de nosotros, que el que pudiera ser dado por el don más brillante.
¡Que nuestro Señor bondadoso derrame su bendición sobre todas las asambleas en todo el mundo! ¡Que las libre de todo estorbo, de toda carga, de toda piedra de tropiezo y raíz de amargura! ¡Que los corazones de todos estén unidos en dulce confianza y verdadero amor fraternal! ¡Que el Señor corone con sus más ricas bendiciones el trabajo de todos sus amados siervos en casa y fuera de ella, alegrando sus corazones y fortaleciendo sus manos, haciendo que estén firmes y constantes, creciendo en la bendita obra del Señor siempre, seguros de que su trabajo en el Señor no es en vano (1 Corintios 15:58)!