La Iglesia, el cuerpo de Cristo

La Cena del Señor

La institución de la Cena del Señor debe ser considerada por toda mente espiritual como una prueba realmente conmovedora de los tiernos cuidados y del amor del Señor por su Iglesia. Desde la época en que fue instituida hasta el tiempo presente, la Cena ha sido un testimonio firme aunque silencioso de esta verdad, que el enemigo ha tratado de corromper y destruir por todos los medios a su alcance: que la redención es un hecho cumplido en el que el más débil creyente en Jesús puede regocijarse. Ya han transcurrido casi dos mil años desde que el Señor Jesús estableció el pan y la copa como los símbolos de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por nosotros, respectivamente. Y a pesar de todos los cismas y herejías, de todas las controversias y contiendas teológicas, de toda la guerra de principios y prejuicios que manchan las páginas de la historia eclesiástica, esta institución tan expresiva ha sido conmemorada por los santos de todas las épocas. Es verdad que el enemigo, en un amplio segmento de la iglesia profesante, logró envolverla en un manto de oscura superstición, presentándola de manera tal que efectivamente quedara oculta de la vista de los participantes la gran realidad eterna de la cual es el memorial, sustituyendo a Cristo y su sacrificio cumplido por una ordenanza ineficaz, la que por el modo mismo en que es administrada prueba su completa inutilidad y oposición a la verdad. Sin embargo, a pesar del fatal error de Roma respecto a la ordenanza de la Cena del Señor, ella todavía declara a todo oído circunciso y a toda mente espiritual la misma verdad preciosa y profunda: Anuncia “la muerte del Señor hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). El cuerpo fue ofrecido y la sangre derramada una vez, y nunca más se ha de repetir (véase Hebreos 9:26-28; 1 Pedro 3:18); y el partimiento del pan no es más que el memorial de esta verdad emancipadora.

¡Con qué profundo interés y agradecimiento, pues, el creyente puede contemplar “el pan y la copa”! Sin pronunciar una sola palabra, la Cena presenta ante nuestras almas las más preciosas y gloriosas verdades: la redención ha sido consumada; el pecado quitado de en medio; la gracia reina por la justicia; la justicia eterna ha sido establecida; el aguijón de la muerte ha desaparecido; la gloria eterna ha sido asegurada; “gracia y gloria” fueron reveladas como el libre don de Dios y del Cordero; la unidad del “un Cuerpo” compuesto de judíos y gentiles bautizados por “un Espíritu” ha sido manifestada. ¡Qué fiesta gloriosa! Nos retrotrae, en un abrir y cerrar de ojos, casi veinte siglos atrás, y nos muestra al mismo Señor, la misma “noche que fue entregado”, sentado a la mesa de la cena, e instituyendo allí una fiesta que, desde aquella noche solemne y hasta rayar el alba, debería llevar la atención de cada creyente hacia atrás a la cruz, y también hacia adelante a la gloria.

Desde entonces, esta fiesta, por la propia simplicidad de su carácter y por el profundo significado de sus elementos, condenó la superstición, que pretende deificarla y adorarla, la profanidad, que pretende denigrarla, y la infidelidad, que pretende ponerla a un lado totalmente. Por otra parte, si bien condenó todas estas cosas, ella fortaleció, consoló y alegró el corazón de millones de los amados hijos de Dios. ¡Qué dulce resulta pensar en esto! Qué dulce resulta pensar, cuando nos reunimos el primer día de la semana alrededor de la Mesa del Señor, en el hecho de que apóstoles, mártires y santos se reunieron en torno a esta fiesta, y hallaron allí, según su medida de luz, frescura y bendición.

Muchas cosas tuvieron lugar con el correr de los siglos: Muchas escuelas de teología surgieron, florecieron y desaparecieron; doctores y padres escribieron extensos y tediosos volúmenes de teología; funestas herejías oscurecieron la atmósfera y fragmentaron de extremo a extremo a la iglesia profesante; la superstición y el fanatismo introdujeron sus infundadas teorías y extravagantes ideas; los cristianos profesantes se dividieron en innumerables facciones o sectas. Pero, a pesar de las tinieblas y la confusión que reinaron, la Cena del Señor ha subsistido siempre, y nos habla de una manera simple, aunque poderosa:

Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga
(1 Corintios 11:26).

¡Qué preciosa fiesta! ¡Gracias a Dios por concedernos el gran privilegio de celebrarla! Con todo, no son sino símbolos, simples elementos que a los ojos de la naturaleza no valen nada ni dicen nada. El pan partido y el vino vertido, ¡qué simple! Solo la fe puede leer el significado de esos símbolos, y, por tanto, no precisa de los extraños agregados que le introdujo la falsa religión con el objeto de sumarle dignidad, solemnidad y temor, cuando en realidad ese acto debe todo su valor, todo su poder y toda su grandiosidad al hecho de ser el memorial de una obra cumplida y eterna, que la falsa religión niega.

¡Ojalá que tú y yo, querido lector, podamos comprender mejor el significado de la Cena del Señor, y experimentar más profundamente la gracia de partir ese pan que es “la comunión del cuerpo de Cristo”, y de beber esa copa que es “la comunión de la sangre de Cristo” (1 Corintios 10:16)!

Para finalizar este prefacio, encomiendo este breve tratado a los misericordiosos cuidados del Señor, rogándole que sea de provecho para las almas de su pueblo.

Pensamientos sobre la Cena del Señor

Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga
(1 Corintios 11:23-26).

Deseo hacer algunos comentarios con respecto al tema de la Cena del Señor, con el objeto de despertar un interés más ferviente y afectuoso por esta importantísima y reanimante ordenanza en todos aquellos que aman el Nombre de Cristo y todo aquello que él ha instituido.

Debemos bendecir al Señor por su bondadosa consideración al instituir, en vista de nuestra necesidad, un memorial de su amor agonizante, y también por haber preparado una mesa a la cual todos sus miembros pueden presentarse sin ninguna otra condición que la de relación personal y obediencia a él.

El bendito Señor conocía perfectamente la tendencia de nuestros corazones a alejarse de él y de los demás miembros de su Cuerpo; por eso, al menos uno de los objetivos que tuvo al instituir la Cena, fue impedir esta tendencia. Él quiso congregar a los suyos alrededor de su bendita persona; quiso preparar una mesa para los suyos, en la cual, en vista de su cuerpo herido y de su sangre derramada, puedan recordarle a él y su amor infinito por ellos, y desde la cual también puedan mirar adelante, al porvenir, y contemplar la gloria, de la cual la cruz constituye el eterno fundamento. Su mesa es también el lugar donde los suyos aprenden a olvidar sus diferencias de opinión sobre temas no fundamentales, y a amarse los unos a los otros “entrañablemente” (1 Pedro 1:22). Es el lugar donde los suyos pueden ver alrededor de sí a aquellos a quienes el amor de Dios ha invitado a la fiesta, y a quienes la sangre de Cristo ha hecho aptos y dignos de estar allí.

Para que se comprenda más fácil y brevemente lo que tenemos que decir sobre este tema, nos limitaremos a los cuatro puntos siguientes:

Primero:   ¿Qué es la Cena del Señor, y qué anuncia?
Segundo: Las circunstancias en que fue instituida
Tercero:   Las personas para quienes fue instituida
Cuarto:     El momento y la manera de celebrarla

¿Qué es la Cena del Señor, y qué anuncia?

Esta pregunta es de suma importancia. Si no comprendemos la naturaleza de la Cena, todos nuestros pensamientos sobre ella serán erróneos. La Cena es sencilla y claramente una fiesta de acción de gracias por una gracia ya recibida. El Señor mismo, al instituirla, le confiere su carácter al dar las gracias: “El Señor… tomó pan; y habiendo dado gracias”. La alabanza, y no la oración, es la expresión conveniente de los corazones de aquellos que están sentados alrededor de la Mesa del Señor.

Es cierto que tenemos muchos temas de oración, muchas cosas que confesar, muchos motivos que afligen nuestros corazones; pero la Mesa del Señor no es el lugar de la aflicción. Respecto de los afligidos se dice: “Dad la sidra al desfallecido, y el vino a los de amargado ánimo. Beban, y olvídense de su necesidad, y de su miseria no se acuerden más” (Proverbios 31:6-7). Para nosotros, en cambio, la copa es una “copa de bendición”, es decir, de acción de gracias, el símbolo divinamente elegido de la sangre preciosa que logró nuestra redención. “El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?”, ¿Cómo, pues, podríamos partir ese pan con corazones tristes y rostros afligidos? ¿Podrían los miembros de una familia, después de las faenas del día, sentarse a cenar con caras tristes y semblantes decaídos? Seguramente que no. La cena era la comida más importante de la familia, la única ocasión segura de reunir a toda la familia. Las caras que tal vez no se vieron durante el día, podían encontrarse ciertamente a la hora de la cena, y seguramente se sentirían felices de estar allí. Ni más ni menos debiera ser en ocasión de la Cena del Señor. La familia de Dios es la que allí se reúne, y debe hacerlo con felicidad, con sincera felicidad. Debe regocijarse desde el fondo del corazón en el amor de Aquel que la ha reunido alrededor de sí mismo. Las circunstancias personales de cada uno –sus pruebas, fracasos, tentaciones y penas secretas, desconocidas para todos los que están alrededor–, no son los objetos a ser contemplados en la Cena. Exponerlas, sería deshonrar al Señor de la fiesta, y hacer de la copa de bendición, acción de gracias y alabanza, una copa de tristeza. El Señor mismo nos ha invitado a esta fiesta, y ordenó que, a pesar de nuestras faltas, no pongamos ante nuestras almas ninguna otra cosa que no sea la plenitud de su amor y la eficacia purificante de su sangre; y cuando los ojos de la fe están clavados en Cristo, no hay más lugar para ninguna otra cosa. Si estamos ocupados con nuestros pecados, naturalmente que seremos desdichados y miserables, porque ponemos los ojos en algo distinto de lo que Dios nos ordena contemplar; porque nos acordamos de nuestra miseria y de nuestra pobreza, cosas que precisamente Dios nos manda olvidar. Perdemos así el verdadero carácter de la Cena, la cual, en vez de ser una fiesta de gozo y felicidad, se torna en una causa de tristeza y de depresión espiritual; entonces, nuestra preparación para ella, y los pensamientos que han de tenerse en torno a ella, estarán más en relación con el monte Sinaí (Éxodo 19) que con una feliz fiesta familiar.

Si alguna vez pudo haber existido un sentimiento de tristeza en ocasión de la celebración de la Cena, seguramente lo fue el día en que fue instituida, cuando, como lo veremos al considerar el segundo punto de nuestro tema, todo debió producir un sentimiento de profunda tristeza y desolación; sin embargo, el Señor Jesús pudo “dar gracias”. El gozo que inundaba su alma, era demasiado profundo para ser perturbado por las circunstancias del momento. Su gozo, al dar su cuerpo y derramar su sangre, estaba mucho más allá del alcance del pensamiento y sentimiento humanos. Y si él pudo regocijarse en espíritu y dar gracias al partir el pan que debía ser, para todas las generaciones futuras de los fieles, el memorial de su cuerpo dado por nosotros, ¿no deberíamos regocijarnos también nosotros, que estamos en posesión de los benditos resultados de su obra y sus sufrimientos? Sí, nos conviene regocijarnos. Podemos oír a nuestro Padre celestial decir: “Era necesario hacer fiesta y regocijarnos” (Lucas 15:32). Ahora bien, ¿negaremos acaso esa necesidad, haciendo de la mesa donde el Padre y el hijo pródigo se sentaron frente al becerro gordo, una escena de dolor y de triste desconfianza? ¡Dios no lo permita! No debemos llevar la tristeza a la presencia de Dios; ni siquiera podemos, porque en su “presencia hay plenitud de gozo” (Salmo 16:11). Si somos infelices, es porque ciertamente no estamos en la presencia de Dios, sino en la presencia de nuestros pecados, de nuestras tristezas, de algo ajeno a Dios.

Puede ser que alguien pregunte: «¿No es necesaria ninguna preparación? ¿Debemos sentarnos a la Mesa del Señor con la misma indiferencia con que nos sentamos a nuestra propia mesa?». Por cierto que no; necesitamos una preparación, pero la de Dios, no la nuestra; una preparación que conviene a la presencia de Dios, y que es el resultado, no de nuestros suspiros y lágrimas penitentes, sino de la obra cumplida del Cordero de Dios, de la cual el Espíritu Santo da testimonio. Al comprender esto por la fe, entendemos lo que nos hace perfectamente aptos para la presencia de Dios. Muchos creen honrar la Mesa del Señor cuando se acercan a ella con sus almas prosternadas en el polvo mismo, con el sentimiento del peso intolerable de sus pecados. Pero este pensamiento solo puede brotar del legalismo del corazón humano, fuente inagotable de pensamientos que deshonran a Dios y a la cruz de Cristo, contristan al Espíritu Santo y destruyen nuestra paz. Si consideramos la sangre de Cristo como lo único que nos da derecho de participar de la Mesa del Señor, mantendremos –y podemos sentirnos plenamente satisfechos de ello– el honor y la santidad de esta mesa de una manera infinitamente más eficaz que trayendo a ella nuestras tristezas y nuestros arrepentimientos humanos1 .

  • 1Es necesario tener en cuenta que si bien la sangre de Cristo es lo único que introduce al creyente, con santa confianza, en la presencia de Dios, no obstante en ninguna parte ella es presentada como nuestro centro o vínculo de unión. Es algo verdaderamente precioso para toda alma que ha sido lavada en la sangre de Jesús, recordar, en el secreto de la presencia divina, que la sangre expiatoria de Cristo quitó para siempre la pesada carga de sus pecados. Sin embargo, el Espíritu Santo solo puede congregarnos en torno a la persona de un Cristo resucitado y glorificado, el cual, tras haber derramado la sangre del pacto eterno, ascendió al cielo en el poder de una vida imperecedera, unida inseparablemente a la justicia divina. Un Cristo vivo es, pues, nuestro centro y vínculo de unión. Una vez que la sangre respondió a Dios por nosotros, nos podemos congregar alrededor de nuestra Cabeza celestial, quien resucitó y fue exaltado en lo alto. “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). En la Cena del Señor consideramos la copa como símbolo de su sangre derramada, pero no nos congregamos alrededor de la copa ni alrededor de la sangre, sino alrededor de Aquel que la derramó por nosotros. La sangre del Cordero quitó todo obstáculo a nuestra comunión con Dios, y, como prueba de ello, el Espíritu Santo descendió a la tierra para bautizar a los creyentes en un Cuerpo, y para congregarlos alrededor de la Cabeza resucitada y glorificada. El vino es el memorial de una vida derramada por el pecado. El pan constituye el memorial de un cuerpo entregado por el pecado. Pero no nos congregamos alrededor de una vida derramada ni de un cuerpo entregado, sino alrededor de un Cristo vivo, que ya no muere más, y cuyo cuerpo no puede ser ofrecido otra vez, ni su sangre ser derramada de nuevo. Esto marca una seria diferencia, que cuando es considerada en relación con la disciplina de la casa de Dios, cobra inmensa importancia. Muchos creen que cuando uno es puesto fuera, o rechazado a la comunión, se cuestiona si existe un vínculo entre su alma y Cristo. Una breve consideración de este punto, a la luz de las Escrituras, bastará para demostrar que tal duda no se plantea. Si consideramos el caso de la persona perversa de 1 Corintios 5, vemos a uno que fue puesto fuera de la comunión de la Iglesia en la tierra, pero que, sin embargo, era, como se suele decir, un cristiano. Él no fue, pues, expulsado por no ser cristiano; jamás se suscitó esa cuestión, ni debiera ocurrir en ningún caso. ¿Cómo podemos saber si un hombre está eternamente unido a Cristo o no? ¿Cómo podemos distinguir si es o no creyente? ¿Acaso tenemos la guarda del libro de la vida del Cordero? ¿Acaso está la disciplina de la Iglesia de Dios fundada en lo que podemos o no saber? ¿Estaba el hombre de 1 Corintios 5 eternamente unido a Cristo o no? ¿Acaso se le dice a la Iglesia que lo averigüe? Aun suponiendo que pudiésemos ver el nombre de una persona inscripto en el libro de la vida, ese no sería el fundamento para recibirlo en la Asamblea en la tierra ni para mantenerlo allí. La responsabilidad que corresponde a la Iglesia es la de guardarse pura en la doctrina, en la práctica y en sus asociaciones, y todo ello por el hecho de ser la casa de Dios. “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5). Cuando alguien era “cortado” o separado de la congregación de Israel, ¿lo era por no ser israelita? De ninguna manera, sino a causa de alguna contaminación moral o ceremonial que no podía tolerarse en la congregación de Dios. En el caso de Acán (Josué 7), por más que haya habido seiscientas mil almas que ignoraban su pecado, Dios declaró: “Israel ha pecado”. ¿Por qué? Porque eran considerados como la congregación de Dios, y en ella había un elemento de contaminación que, de no haber sido juzgado, habría ocasionado la destrucción de todos.

La Cena del Señor y su relación con la unidad del cuerpo de Cristo

Sin embargo, la cuestión de la preparación se comprenderá mejor en la medida que desarrollemos el asunto. Quiero, pues, establecer otro principio relacionado con la naturaleza de la Cena del Señor: ella supone el reconocimiento inteligente de la unidad del cuerpo de Cristo. “El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios 10:16-17). Ahora bien, había un lamentable fracaso y una gran confusión sobre este punto en Corinto. En efecto, el gran principio de la unidad de la Iglesia parecía haber sido perdido completamente de vista en Corinto. Por eso el apóstol observa que: “Cuando os reunís, pues, vosotros, esto no es comer la Cena del Señor. Porque al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena” (1 Corintios 11:20-21). Aquí lo que había era aislamiento, no unidad; era una cuestión individual, y no corporativa: la expresión “su propia cena” es puesta en claro contraste con “la Cena del Señor”. La Cena del Señor requiere que el Cuerpo entero sea plenamente reconocido; si el “un Cuerpo” no es reconocido, no es otra cosa que sectarismo, y el mismo Señor ya no tiene su lugar. Si la Mesa del Señor es erigida sobre un principio más estrecho que el que incluye a todo el cuerpo de Cristo, se convierte en una mesa sectaria, y pierde su derecho sobre los corazones de los fieles. Pero cuando una mesa es erigida sobre el principio divino de la unidad del cuerpo de Cristo, que incluye a todos los miembros del Cuerpo simplemente como tales, todo aquel que se rehúsa a presentarse a ella, es culpable de cisma1 , según los claros principios de 1 Corintios 11: “… oigo que cuando os reunís como iglesia2 hay divisiones3 [lit.: cismas] entre vosotros; y en parte lo creo. Porque es necesario que entre vosotros haya bandos [lit.: herejías], a fin de que se manifiesten entre vosotros los que son aprobados” (v. 18-19, LBLA).

Cuando el gran principio de la Iglesia se pierde de vista por cualquier parte del cuerpo, surgen “herejías”, las cuales son necesarias para que se manifiesten los que son aprobados. Y en tales circunstancias, cada uno tiene la responsabilidad de aprobarse (o examinarse) a sí mismo, y comer así la Cena. Los “aprobados” están en contraste con los “herejes”, es decir, con aquellos que hacen su propia voluntad4 .

Puede ser que alguien pregunte: «¿Acaso las numerosas denominaciones que existen actualmente en la iglesia profesante no constituyen un obstáculo para la reunión de todo el Cuerpo en uno? Y, en estas circunstancias, ¿no es mejor que cada denominación tenga su propia mesa?». Una respuesta afirmativa solo probaría que el pueblo de Dios ya no puede actuar conforme a los principios divinos, y que no tiene otra alternativa que dejarse conducir según la conveniencia humana. ¡Bendito sea Dios, tal no es el caso! “La verdad de Jehová es para siempre” (Salmo 117:2, RV 1909). Lo que el Espíritu Santo enseña en 1 Corintios 11 es válido para todos los tiempos y para todos los miembros de la Iglesia de Dios. Aunque hubo graves desórdenes y herejías en la iglesia de Corinto, al igual que en la iglesia profesante de hoy, el apóstol no permitió que los creyentes levantasen una mesa aparte siguiendo un orden humano, ni que dejasen de partir el pan. No; él simplemente procuró inculcar en ellos los principios esenciales de la reunión al Nombre de Jesús, e invitó a aquellos que podían “aprobarse a sí mismos” en referencia a la Iglesia o cuerpo de Cristo, a comer. La expresión es “coma así” (1 Corintios 11:28). Nuestro principal interés, pues, debe ser comer “así”, según el Espíritu Santo nos enseña, es decir, reconociendo verdaderamente la santidad y la unidad de la Iglesia de Dios5 .

Cuando la Iglesia es despreciada, el Espíritu Santo es contristado y deshonrado, y lo más probable es que todo desemboque en esterilidad espiritual y en un frío formalismo. Cuando la propia inteligencia toma el lugar del poder espiritual, y las habilidades y talentos humanos sustituyen a los dones del Espíritu Santo, el fin solo puede ser muy triste, como “los sequedales en el desierto” (Jeremías 17:6).

La verdadera manera de progresar en la vida divina es vivir para la Iglesia y no para nosotros mismos. Aquel que vive para la Iglesia, está en plena armonía con la mente del Espíritu, y crecerá necesariamente. Pero aquel que vive para sí mismo, cuyos pensamientos giran en torno de sí mismo, y cuyas energías se concentran en su propia persona, pronto se volverá inhibido y formal y, con toda probabilidad, abiertamente mundano. Sí, acabará volviéndose mundano en algún aspecto de este término tan amplio; porque el mundo y la Iglesia están en directa oposición el uno con el otro; pero no hay otro aspecto del mundo en que esta oposición sea más evidente, que en su aspecto religioso. Cuando se lo examina a la luz de la presencia divina, se verá que casi ninguna otra cosa es más hostil a los verdaderos intereses de la Iglesia de Dios, que lo que comúnmente se llama el mundo religioso.

  • 1N. del T.: Debemos distinguir los términos cisma y herejía. Podemos apreciar el uso de ambas palabras si tomamos una Concordancia del Nuevo Testamento griego. El término schisma (cisma) aparece ocho veces (Mateo 9:16; Marcos 2:21; Juan 7:43; 9:16; 10:19; 1 Corintios 1:10; 11:18; 12:25). En la versión Reina-Valera, generalmente se traduce rotura en los dos primeros versículos, y disensiones o divisiones, en los restantes. Por otro lado, el vocablo hairesis (herejía) aparece nueve veces (Hechos 5:17; 15:5; 24:5, 14; 26:5; 28:22; 1 Corintios 11:19; Gálatas 5:20; 2 Pedro 2:1), y generalmente se lo vierte por secta o herejía. [Tomado de La nueva concordancia greco-española del Nuevo Testamento, compilada por Hugo M. Petter, Editorial Mundo Hispano, palabras número 4978 y 139. Unos comentarios sobre 1 Corintios 11:18-19, nos ayudarán a notar la diferencia. “… Oigo que al reuniros en asamblea, hay divisiones [cismas] entre vosotros; y en parte lo creo. Pues es necesario que haya facciones [herejías] entre vosotros, para que sean manifestados los que son aprobados” (1 Corintios 11:18-19, V. M.). «Tenemos aquí una importante ayuda para determinar la diferencia entre estos dos términos así como la naturaleza precisa de cada uno. Cisma es una división dentro de la Asamblea: todos permanecen aún en la misma asociación, a pesar de que están separados o divididos en pensamientos y sentimientos de parcialidad o de aversión carnales. Herejía, según el uso bíblico ordinario –no el eclesiástico–, así como aparece aquí, significa un partido entre los santos, separado del resto por haberse seguido la propia voluntad con más fuerza todavía. Un cisma que tiene lugar dentro, si no es juzgado, tiende a una secta o partido fuera, cuando, por un lado, los aprobados, es decir, los que rechazan estos caminos estrechos y egoístas, se hacen manifiestos; y, por otro lado, cuando el hombre de partido se condena a sí mismo al preferir sus propias opiniones a la comunión de todos los santos en la verdad (compárese Tito 3:10-11)». W. Kelly; Notes on the First Epistle of Paul the Apostle to the Corinthians
  • 21 Corintios 11:18 Lit., en iglesia
  • 31 Corintios 11:18 Lit., cismas
  • 4Quienes tengan la habilidad de leer este importante capítulo en el original griego, podrán observar que la palabra traducida aprobados en el versículo 19, proviene de la misma raíz que la palabra traducida pruébese, en el versículo 28. Vemos, pues, que aquel que se prueba –o se aprueba– a sí mismo, toma su lugar entre los aprobados, y es exactamente lo opuesto a aquellos que estaban entre los herejes. Ahora bien, el significado de la palabra hereje no es meramente alguien que sostiene falsas doctrinas –si bien puede serlo por el hecho de sostenerlas–, sino que se refiere a alguien que persiste en el ejercicio de su propia voluntad. El apóstol sabía que era preciso que hubiese herejías en Corinto, viendo que había allí sectas; aquellos que estaban haciendo su propia voluntad, actuaban en oposición a la voluntad de Dios, provocando así división. Porque la voluntad de Dios tenía que ver con todo el Cuerpo. Aquellos que actuaban heréticamente, menospreciaban la Iglesia de Dios.
  • 5Puede ser de provecho agregar aquí unas palabras para la guía de todo cristiano sencillo de corazón que pueda hallarse en circunstancias en que se vea obligado a decidir entre las pretensiones de legitimidad de distintas mesas que aparentemente han sido levantadas sobre el mismo principio. Alentar a alguien a tomar una decisión correcta, lo considero un servicio muy valioso. Supongamos, pues, que me encuentro en un lugar donde se han levantado dos o más mesas. ¿Qué debo hacer? En primer lugar debo investigar cuidadosamente cómo surgieron esas mesas y según qué principios: si fue realmente necesario tener más de una. Si hallo cristianos reunidos que han introducido o mantenido falsos principios que deshonran la Persona y la obra de Cristo o que son subversivos de la unidad de la Iglesia de Dios en la tierra, o si la asamblea recibe y reconoce a las personas que sostienen y enseñan tales principios, la mesa, en tales deplorables y humillantes circunstancias, deja de ser la Mesa del Señor. ¿Por qué? Porque yo no puedo tomar mi lugar allí sin identificarme con principios manifiestamente no cristianos. La misma observación se aplica, naturalmente, en caso de mala conducta que no haya sido juzgada por la asamblea (por ejemplo, si alguien que vive en un pecado manifiesto, no es excluido). Entonces, si la mesa deja de ser la Mesa del Señor, no tiene más derecho sobre mí que cualquier otra mesa sectaria. Ahora bien, si un determinado número de cristianos se encuentra en las circunstancias antes descritas, ellos tienen la obligación de mantener la pureza de la verdad de Dios, reconociendo a la vez la unidad del Cuerpo. Unidad y pureza son dos puntos realmente importantes. No solamente debemos mantener la gracia de la Mesa del Señor, sino también su santidad. Por difícil que sea, como alguien lo ha expresado, nuestro desafío tiene siempre dos caras: «mantener los pies en el camino estrecho, con un corazón amplio». Es cierto que la verdad no debe ser sacrificada para mantener la unidad. Pero tampoco la verdadera unidad debe ser vulnerada por el mantenimiento estricto e inflexible de la verdad (lo cual tiende a estrechar el círculo alrededor de nosotros). Una confederación humana de iglesias puede disolverse, pero la Iglesia de Dios nunca puede ser afectada por el mantenimiento de la verdad, siempre y cuando mantengamos la verdad en amor. No se debe imaginar que la unidad del cuerpo de Cristo sea vulnerada cuando un creyente se separa de una comunidad basada sobre principios erróneos o que sostiene falsas doctrinas o prácticas corruptas. La iglesia católica acusó a los Reformadores de cisma por separarse de ella. Pero sabemos que la iglesia católica era culpable –y lo es todavía– de cisma por imponer falsas doctrinas a sus miembros. Debe quedar bien claro que si una comunidad pone en tela de juicio la verdad de Dios, y que, para ser miembro de esa comunidad, debo identificarme con falsas doctrinas o prácticas corruptas, entonces no puede ser cisma el hecho de que me separe de tal comunidad; al contrario, tengo el deber de separarme. Toda la cuestión se resuelve mediante un solo versículo de la Escritura, a saber: “Recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió”; aquí tenemos la unidad de la Iglesia. Pero debe ser “para gloria de Dios”, y aquí tenemos la pureza de la verdad (Romanos 15:7). Estas consideraciones, espero, ayudarán a cualquier querido creyente que pueda estar perplejo por las pretensiones de legitimidad opuestas de las mesas. La pregunta puede resolverse de manera muy simple cuando el ojo es sencillo, y el corazón y la conciencia están plenamente sujetos a la palabra de Dios.

La Cena es la expresión de la unidad de todos los creyentes

Pero debo apresurarme y pasar a otros aspectos de este tema. Solo quiero enunciar otro principio muy simple en relación con la Cena del Señor, sobre el cual quiero llamar la atención especial del lector cristiano, y es este: que la celebración de la Cena del Señor debe ser la clara expresión de la unidad de todos los creyentes y no meramente de la unidad de cierto número de ellos congregados sobre ciertos principios que los distinguen de los demás. Si para la comunión a la Mesa del Señor se impusiera otra condición aparte de la fe en el sacrificio expiatorio de Cristo y una conducta acorde con esa fe, esa mesa dejaría de ser la mesa del Señor y se convertiría en la mesa de una secta, y no tendría así ningún derecho sobre el corazón de los creyentes.

Por otra parte, si al sentarme a una mesa, debo identificarme con cualquier cosa –ya sea en principio o en práctica– que la Escritura no establece como requisito para la comunión, también en ese caso la mesa deja de ser la mesa del Señor y se convierte en una mesa sectaria. No es cuestión de que allí existan o no cristianos, pues en verdad sería difícil hallar una mesa entre las denominaciones protestantes en la que no participen cristianos. El apóstol no dijo: «Es preciso que entre vosotros haya disensiones, para que se hagan manifiestos entre vosotros los que son cristianos», sino “los que son aprobados” (1 Corintios 11:19). Tampoco dijo «pruébese cada uno a sí mismo para ver si es cristiano, y coma así», sino, “pruébese [o apruébese] cada uno a sí mismo” (1 Corintios 11:28), es decir, que se manifieste como uno de los que no solo tienen una conciencia recta en cuanto a su participación individual, sino que también confiesa la unidad del cuerpo de Cristo.

Cuando los hombres establecen sus propias condiciones para la comunión, allí tenemos el principio de la herejía o sectarismo; y allí habrá también un cisma. Por otro lado, cuando una mesa es erigida según los principios bíblicos y de manera tal que un cristiano, sujeto a Dios, puede tomar su lugar en ella, entonces el cisma consiste en no tomar parte en ella. Porque por nuestra participación, y por nuestra conducta conforme a nuestra posición y profesión allí, en tanto nos sea posible, confesamos la unidad de la Iglesia de Dios: ese importante objetivo para el cual el Espíritu Santo fue enviado desde el cielo a la tierra.

Después que el Señor Jesús resucitó de entre los muertos y tomó su lugar a la diestra de Dios, envió al Espíritu Santo a la tierra para reunir a los suyos en un Cuerpo. Nótese bien que el Espíritu debía formar un Cuerpo, y no muchos cuerpos. Dios no simpatiza con los muchos cuerpos; pero sí puede tener verdaderos creyentes en las diferentes sectas, pues, aunque sean miembros de sectas o partidos humanos, son, sin embargo, miembros del “un Cuerpo”; pero el Espíritu Santo no forma todos esos cuerpos, sino un solo Cuerpo, el cuerpo de Cristo, “porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un Cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:13).

Espero que no haya un malentendido respecto a este punto. Lo que digo es que el Espíritu Santo no puede reconocer los diferentes partidos existentes en la iglesia profesante ni habitar en ellos, porque él mismo dijo de ellos, por boca del apóstol, en esto “no os alabo” (1 Corintios 11:17). El Espíritu es contristado por los numerosos partidos, y quisiera impedirlos; porque por él todos los creyentes son bautizados para la unidad de un solo Cuerpo; de modo que ninguna persona inteligente puede admitir que el Espíritu Santo puede reconocer los diferentes partidos, que son una tristeza y una deshonra para Él.

Sin embargo, también debemos distinguir entre la morada del Espíritu Santo en la Iglesia y su morada en cada creyente. Él habita en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia (véase 1 Corintios 3:16-17; Efesios 2:22). Pero también habita en el cuerpo del creyente, como lo vemos en 1 Corintios 6:19: “… vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios”. Por lo tanto, como el creyente es la única persona en la cual el Espíritu Santo puede habitar, la Iglesia o Asamblea de Dios en su conjunto es el único Cuerpo o comunidad en el cual él se complace en habitar. Pero, como ya se dijo, la mesa del Señor en una localidad debe ser la representación de la unidad de toda la Asamblea; si esto no es así, ella ha perdido su verdadero carácter.

Todos los creyentes son «un solo pan y un solo Cuerpo»

Esto nos conduce a otro principio relacionado con la naturaleza de la Cena del Señor: La Cena del Señor es un acto mediante el cual no solo anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga, sino también un acto mediante el cual damos expresión a una verdad fundamental, cuya importancia para los cristianos de hoy no podemos dejar de recalcar con la suficiente fuerza e insistencia, a saber: Que todos los creyentes son «un solo pan y un solo cuerpo» (1 Corintios 10:17). Es un error muy común ver esta ordenanza simplemente como un conducto por el cual la gracia fluye hacia el alma del individuo, y no como un acto relacionado con todo el Cuerpo, y con la gloria de Aquel que es la Cabeza de la Iglesia. No hay ninguna duda de que ella es un conducto por el cual la gracia fluye hasta el alma de cada participante, pues todo acto de obediencia trae consigo bendición. Pero que la bendición individual es solo una parte muy pequeña de ella, lo puede advertir cualquier lector atento de 1 Corintios 11. Es la muerte del Señor y su venida lo que es traído de manera prominente ante nuestras almas en la Cena del Señor, y dondequiera que uno de estos elementos es excluido, debe haber algo mal. Si existiera alguna cosa que impidiera la plena expresión de la muerte del Señor, la manifestación de la unidad del Cuerpo o la clara percepción de la venida del Señor, entonces debe haber algo radicalmente malo o falso en el principio sobre el cual la mesa es erigida, y solo precisamos un ojo sencillo (Lucas 11:34, V. M.) y una mente enteramente sumisa a la Palabra de Dios y al Espíritu de Cristo para poder detectar el mal.

Examine ahora con oración el cristiano lector, la mesa a la que habitualmente toma su lugar, y vea si ella es capaz de soportar la triple prueba de 1 Corintios 11, y, si no la resiste, en el Nombre del Señor y para el bien de la Iglesia, que la abandone. En la iglesia profesante hay herejías y hay cismas que provienen de las herejías, pero “pruébese [o apruébese] cada uno a sí mismo, y coma así” la Cena del Señor. Y si, de una vez por todas, alguien pregunta cuál es el significado del término “aprobado”, contestamos que, en primer lugar, significa ser personalmente fieles al Señor en el acto del partimiento del pan, y, en segundo lugar, sacudir de sí mismos todo atisbo de sectarismo, y tomar nuestra posición firme y decididamente sobre el amplio principio que incluye a todos los miembros del rebaño de Cristo. No solo debemos tener cuidado de andar en pureza de vida y con corazones limpios delante del Señor, sino también de que la Mesa de que participamos no tenga absolutamente nada asociado a ella que pueda estorbar la unidad de la Iglesia. No se trata solamente de una cuestión personal. No hay nada que ponga más claramente de manifiesto la profunda decadencia del cristianismo de nuestros días y la terrible medida en que el Espíritu Santo es contristado, que el miserable egoísmo que tiñe –o más bien mancha– los pensamientos de los cristianos profesantes. Todo es hecho para girar alrededor de la mera cuestión del yo. Es «mi perdón», «mi seguridad», «mi paz», «mis felices experiencias y sentimientos», etc., y no la gloria de Cristo o el bienestar de su amada Iglesia. Pues bien, que las palabras del profeta hagan mella en nosotros: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Meditad sobre vuestros caminos. Subid al monte, y traed madera, y reedificad la casa; y pondré en ella mi voluntad, y seré glorificado, ha dicho Jehová. Buscáis mucho, y halláis poco; y encerráis en casa, y yo lo disiparé en un soplo. ¿Por qué? dice Jehová de los ejércitos. Por cuanto mi casa está desierta, y cada uno de vosotros corre a su propia casa” (Hageo 1:7-9). Aquí está el meollo de la cuestión. El yo se halla en contraste con la casa de Dios; y si se hace de él nuestro objeto, no ha de asombrarnos que haya una triste falta de gozo, energía y poder espiritual. Para que estas cosas sean una realidad en nosotros, debemos estar en comunión con los pensamientos del Espíritu. Él piensa en el cuerpo de Cristo; y si nosotros pensamos en nosotros mismos, debemos necesariamente estar en desacuerdo con él; y las consecuencias no son sino demasiado evidentes.

Las circunstancias en que fue instituida la Cena del Señor

Habiendo tratado lo que considero que es, por lejos, el punto más importante de nuestro tema, pasaré a considerar, en segundo lugar, las circunstancias en que fue instituida la Cena del Señor. Estas circunstancias fueron particularmente solemnes e instructivas. El Señor estaba a punto de entrar en un terrible conflicto contra todos los poderes de las tinieblas, de enfrentar el odio asesino del hombre y de beber hasta sus sedimentos la copa de la justa ira de Jehová contra el pecado. Una terrible mañana le esperaba, la más terrible que jamás ningún hombre ni ángel enfrentó. A pesar de esto, leemos que la misma noche que el Señor Jesús fue traicionado, “tomó pan” (1 Corintios 11:23). ¡Qué amor sin egoísmo! La noche del dolor más profundo, la noche de su agonía en que su sudor era como gruesas gotas de sangre (Lucas 22:44), la noche en que uno de sus discípulos lo traicionó, otro lo negó y todos lo abandonaron, esa misma noche, su corazón, lleno de pensamientos de amor por su Iglesia, instituyó la Cena. Designó el pan como símbolo de su cuerpo ofrecido, y el vino como símbolo de su sangre derramada; y ese mismo significado tienen ambos para nosotros hoy, todas las veces que participemos de ellos, pues la Palabra nos asegura que “todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26).

Ahora bien, todo esto, podemos decir, confiere particular importancia y sagrada solemnidad a la Cena del Señor; y, además, nos da una idea de las consecuencias de comer y beber indignamente1 .

La voz que la ordenanza profiere en los oídos circuncisos es siempre la misma. El pan y el vino son símbolos de profundo significado: el grano trillado y la uva estrujada se combinan para dar fuerza y alegría al corazón. Y no son solo significativos en sí mismos, sino que también han de ser empleados en la Cena del Señor como los emblemas que el bendito Señor estableció la noche anterior a su crucifixión; de modo que la fe puede contemplar al Señor Jesús presidiendo su propia Mesa; puede verle tomar el pan y el vino, y oírle decir: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo”, y respecto de la copa: “Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:26-28).

En una palabra, la ordenanza nos retrotrae a la memorable noche a la que ya nos hemos referido. Pone ante nuestros ojos toda la realidad de la cruz y los profundos dolores del Cordero de Dios, y nuestras almas pueden descansar en estas cosas y regocijarse en ellas. Nos recuerda, de la manera más conmovedora, el amor desinteresado y el don completo de Aquel que, cuando el Calvario proyectaba ya su sombra fúnebre sobre Su camino, y la copa de la justa ira de Dios contra el pecado, que él iba a cargar, estaba llena para él, podía, sin embargo, ocuparse de nosotros y prepararnos una fiesta que expresa de la manera más maravillosa nuestra unión íntima con él y con todos los miembros de su Cuerpo.

¿Y no podemos inferir que el Espíritu Santo haya hecho uso de la expresión “la noche que fue entregado” con el propósito de remediar los desórdenes que habían surgido en la iglesia de Corinto? ¿No había, en la referencia que hace el Espíritu a la noche en que el Señor de la fiesta fue entregado, un reproche severo contra el egoísmo de los que tomaban “su propia cena”? Sin duda que sí. ¿Podemos mirar a la cruz y, a la vez, dar lugar al egoísmo en nuestro corazón? ¿Podemos pensar en nuestros intereses o en nuestra satisfacción personal en presencia de Aquel que se ofreció a sí mismo por nosotros? Es claro que no. ¿Es posible, delante de esa cruz donde el Pastor del rebaño, la Cabeza del Cuerpo, fue crucificado, menospreciar, de manera deliberada y despiadada, a la Iglesia de Dios, introduciendo principios capaces de afligir o excluir a una parte de los amados miembros del rebaño de Cristo?2 ¡Por cierto que no! Si los creyentes tan solo permaneciesen cerca de la cruz, si recordasen esa misma “noche que fue entregado”, si guardasen por la fe en sus corazones el pensamiento del cuerpo entregado y la sangre del Señor Jesucristo derramada por ellos, todo cisma y herejía, todo espíritu de partido y todo egoísmo desaparecerían rápidamente.

Si siempre fuéramos conscientes de que el Señor mismo está presente a su Mesa, para dispensar el pan y el vino; si pudiésemos oírle decir: “Tomad esto, y repartidlo entre vosotros” (Lucas 22:17), seríamos más capaces de reunirnos con todos nuestros hermanos sobre el único terreno de la comunión cristiana que Dios puede reconocer. En una palabra, la persona de Cristo es el centro divino de unión. “Yo –dijo el Señor– si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mismo” (Juan 12:32). Cada creyente puede oír a su amado Señor hablando desde la cruz, y diciendo acerca de sus hermanos en la fe: “He ahí tus hermanos”. Y si estas palabras fuesen verdaderamente entendidas, actuaríamos, en cierta medida, como lo hizo el discípulo amado para con la madre de Jesús; nuestros corazones y nuestras casas estarían siempre abiertos a todos aquellos que son recomendados a nuestro amor y a nuestros cuidados. La Palabra dice:

Recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios
(Romanos 15:7).

  • 1Es común aplicar el término “indignamente”, del v. 27, a las personas que participan de la Cena, cuando, en realidad, se refiere únicamente a la manera de hacerlo. El apóstol nunca pensó en cuestionar el cristianismo de los corintios. Al comienzo de su epístola se dirige a ellos en estos términos: “A la Iglesia de Dios que está en Corinto, santificados en Cristo Jesús, llamados santos [o santos por llamamiento]” (1 Corintios 1:2; Reina-Valera revisión 1909). ¿Cómo podía emplear este lenguaje en el primer capítulo y, en el capítulo 11, poner en duda la dignidad de estos mismos santos para participar de la Cena del Señor? ¡Imposible! Él los consideraba santos y, como tales, los exhortó a celebrar la Cena del Señor de una manera digna. La cuestión de que se encuentren entre ellos cristianos que no fuesen verdaderos, no se plantea; de modo que es absolutamente imposible que la palabra “indignamente” pueda aplicarse a personas. Solo se aplica a su manera de participar. Las personas eran dignas, pero no así la manera; y fueron llamadas, en su calidad de santos, a juzgarse a sí mismas en lo que respecta a su modo de proceder; de lo contrario, el Señor podría juzgarlas en sus personas, como ya había sucedido con algunos (1 Corintios 11:30). En una palabra, fueron llamados, como verdaderos cristianos, a juzgarse a sí mismos. Si tuviesen dudas en cuanto a esto, entonces no eran capaces de juzgar absolutamente nada. Nunca se me ocurriría hacer que mi hijo juzgue si es o no mi hijo, pero espero que se juzgue a sí mismo en lo que respecta a su manera de conducirse, de lo contrario, si no lo hiciere, deberé hacer, por medio del castigo, lo que él debería haber hecho por medio del juicio de sí mismo. Y porque lo considero mi hijo, no le voy a permitir que se siente a mi mesa con las manos sucias y con malos modales.
  • 2El lector no debe perder de vista que el texto no contempla la cuestión de la disciplina Escrituraria. Puede haber muchos miembros del rebaño de Cristo que no podrían ser recibidos en la asamblea sobre la tierra por estar posiblemente contaminados con falsas doctrinas o prácticas erróneas. Pero, aunque tal vez no podamos recibirlos, no planteamos, de ninguna manera, la cuestión de estar inscriptos en el libro de la vida del Cordero. Este asunto no es competencia ni prerrogativa de la Iglesia de Dios. “Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19).

Relación entre la Cena del Señor y la Pascua judía

Hay otro punto digno de atención en conexión con las circunstancias en que fue instituida la Cena del Señor, a saber, la relación que existe entre la Cena del Señor y la Pascua judía. “Llegó el día de los panes sin levadura, en el cual era necesario sacrificar el cordero de la pascua. Y Jesús envió a Pedro y a Juan, diciendo: Id, preparadnos la pascua para que la comamos… Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles. Y les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios. Y habiendo tomado la copa [esto es, la copa de la Pascua], dio gracias, y dijo: Tomad esto, y repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga” (Lucas 22:7-18).

La Pascua, como sabemos, era la gran fiesta de Israel, celebrada por primera vez en la noche memorable de su liberación de la esclavitud de Egipto. La relación de la Pascua con la Cena del Señor consiste en que la primera es un tipo del hecho del cual la Cena es la conmemoración. La Pascua apuntaba hacia adelante, a la cruz; la Cena, en cambio, apunta hacia atrás a la cruz. Pero Israel ya no estaba en una condición moral apta para celebrar la Pascua según los pensamientos de Dios, y por eso el Señor Jesús estaba alejando completamente a sus discípulos de las ordenanzas judías y estableciéndolos en un nuevo orden de cosas. Ya no se debía sacrificar un cordero, sino partir el pan y beber el vino en memoria de Aquel que debía ser “ofrecido una sola vez” (Hebreos 9:28), y cuyo sacrificio había de tener un resultado eterno. Aquellos cuyo corazón se inclina ante las ordenanzas judías, tal vez pueden todavía buscar, de una manera u otra, la repetición periódica de un sacrificio o bien de algo que los lleve a acercarse más a Dios1 .

También hay creyentes que piensan que por la Cena del Señor, el alma entra en un pacto con Dios, o lo renueva. Se olvidan por completo de que, si tuviéramos que hacer un pacto con Dios, estaríamos inevitablemente perdidos; pues el único resultado posible de un pacto entre Dios y el hombre solo puede poner de manifiesto que el hombre es incapaz de guardarlo, lo que traería el juicio. Pero –¡a Dios gracias!– no hay tal cosa como un pacto con nosotros. El pan y el vino, en la Cena, expresan una profunda y maravillosa verdad; hablan del cuerpo dado y de la sangre derramada del Cordero de Dios, de ese Cordero que Dios mismo proveyó (Génesis 22:8; 1 Pedro 1:20). El alma puede entonces reposar con perfecta complacencia; es el nuevo pacto en la sangre de Cristo, y no un pacto entre Dios y el hombre. El pacto del hombre había fracasado rotundamente, y el Señor Jesús tuvo que dejar que la copa del fruto de la vid (símbolo de gozo en la tierra) pasara de él. No halló alegría en la tierra. Israel se había convertido en “sarmientos degenerados de una vid extraña” (Jeremías 2:21, V. M.); por lo cual, solo podía decir: “No beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga” (Lucas 22:18). Un período largo y sombrío tendría que venir sobre Israel, antes de que su Rey pudiera hallar algún gozo en la condición moral del pueblo; pero, durante ese período, “la Iglesia de Dios” (1 Corintios 1:2) debía “celebrar la fiesta” de los panes sin levadura, en todo su poder y significado moral, quitando la “vieja levadura de malicia y de maldad” (1 Corintios 5:8), como resultado de la comunión con Aquel cuya sangre “limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).

Finalmente, el hecho de que la Cena del Señor haya sido instituida inmediatamente después de la Pascua, nos enseña un muy valioso principio de verdad, a saber, que los destinos de la Iglesia y del pueblo de Israel, están inseparablemente unidos a la cruz del Señor Jesucristo. Sin duda la Iglesia tiene un lugar más elevado, porque está unida a su Cabeza resucitada y glorificada; pero todo descansa en la cruz. Sí, fue en la cruz donde la inmaculada gavilla de trigo fue molida y el jugo de la vid viviente exprimido por la mano del propio Jehová, para dar fuerza y alegría a los corazones de su pueblo celestial y de su pueblo terrenal, para siempre. El Autor de la vida tomó de la mano justa de Jehová la copa de la ira –la copa del aturdimiento– y la bebió hasta la última gota (véase Isaías 51:17), a fin de poder poner en las manos de su pueblo la copa de la salvación –la copa del inefable amor de Dios– para que “beban y se olviden de su necesidad, y de su miseria no se acuerden más” (Proverbios 31:7). La Cena del Señor pone todo esto ante nuestros ojos. El Señor mismo está allí, y los redimidos deben venir a su presencia, en santa comunión y amor fraternal, para comer y beber delante de él; y mientras hacen esto, pueden volver sus miradas hacia atrás, a esa noche de profundo dolor de su Señor, y hacia adelante, al día de Su gloria, a esa “mañana sin nubes”, “cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron” (2 Tesalonicenses 1:10).

  • 1La iglesia de Roma se apartó de tal modo de la verdad expresada en la Cena del Señor, que profesa ofrecer en la misa «un sacrificio incruento por los pecados de los vivos y de los muertos». Ahora bien, Hebreos 9:22 nos enseña que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión”; por consiguiente, la iglesia de Roma no tiene remisión de pecados para sus miembros. Ella los priva de esta preciosa realidad y, en lugar de ello, les ofrece una cosa anómala y antiescrituraria, llamada «un sacrificio incruento» o «misa». Esta misa, que en conformidad con su propia práctica y con el testimonio de Hebreos 9:22, nunca puede quitar el pecado, es ofrecida por la iglesia de Roma día a día, semana tras semana y año tras año. Un sacrificio sin sangre, si la Escritura es verdad, debe ser un sacrificio sin remisión. Por lo tanto, el sacrificio de la misa es un auténtico velo que el diablo, por intermedio de Roma, ha puesto para ocultar de la vista del pecador el glorioso sacrificio de Cristo, “ofrecido una sola vez”, para nunca más ser repetido. “Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (Romanos 6:9). Cada nuevo sacrificio de la misa, no hace sino declarar la ineficacia de todos los sacrificios precedentes, de modo que Roma solo se burla del pecador con una sombra vacía. Pero ella es coherente con su impiedad, pues rehúsa la copa a los laicos, y enseña a sus miembros que tienen el cuerpo y la sangre y todo en una hostia. Pero si la sangre continúa en el cuerpo, resulta evidente que no ha sido derramada, y entonces volvemos al mismo punto oscuro, es decir, “no hay remisión”. “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). ¡Cuán totalmente distinta es la preciosa y tan reconfortante institución de la Cena del Señor, como se nos presenta en el Nuevo Testamento! Allí encontramos el pan partido y el vino vertido, significativos símbolos, el uno, del cuerpo partido, y el otro, de la sangre derramada. El vino no está en el pan porque la sangre no está en el cuerpo, pues si así fuera no habría “remisión”. En una palabra, la Cena del Señor es el memorial singular de un sacrificio eternamente cumplido; y por eso mismo nadie puede tomar parte en él, con inteligencia y eficacia, excepto aquellos que conocen la plena remisión de sus pecados. Y no es que queramos de ninguna manera hacer del conocimiento un requisito para la comunión, pues muchos hijos de Dios, por malas enseñanzas y varias otras causas, no conocen la perfecta remisión de los pecados, y si fuesen excluidos por tal motivo, pondríamos como condición para la comunión el conocimiento, en vez de la vida y la obediencia. No obstante, si no sé, por propia experiencia, que la redención es un hecho cumplido, los símbolos del pan y el vino tendrán escaso significado a mis ojos; y, además, habrá un gran peligro de atribuir una especie de eficacia a los símbolos conmemorativos, eficacia que solo pertenece a la gran realidad que representan.

Las personas para quienes fue instituida la Cena del Señor

Vamos a considerar ahora, en tercer lugar, las personas para quienes –y para quienes solamente– se instituyó la Cena del Señor. Fue instituida para la Iglesia de Dios, para la familia de los redimidos. Todos los miembros de esta familia deben participar; porque nadie puede estar ausente sin incurrir en la culpa de desobediencia al claro mandamiento de Cristo y de su inspirado apóstol; y la consecuencia de esta desobediencia ciertamente será una declinación espiritual y un completo fracaso en el testimonio para Cristo. Pero estas consecuencias son solo el resultado de la ausencia voluntaria a la Mesa del Señor. Hay circunstancias en las que, por más que haya el deseo más ferviente de estar presente en la celebración de la ordenanza –el que siempre tendrán las personas espirituales–, uno puede verse impedido de asistir por motivos de fuerza mayor. Pero podemos admitir como un inmutable principio de verdad, que es imposible que uno haga progresos en la vida divina si, por su propia voluntad, se ausenta de la Mesa del Señor. Se le ordenó a “toda la congregación de Israel” que celebrara la Pascua (Éxodo 12). Ningún miembro de la congregación podía abstenerse sin sufrir la pena, como lo vemos en el libro de los Números, capítulo 9:13: “Mas el que estuviere limpio, y no estuviere de viaje, si dejare de celebrar la pascua, la tal persona será cortada de entre su pueblo; por cuanto no ofreció a su tiempo la ofrenda de Jehová, el tal hombre llevará su pecado”.

Motivos que mantienen al creyente ausente de la Mesa del Señor

Si pudiera despertar un mayor interés por este importante tema, un gran servicio se prestaría realmente a la causa de la verdad, y los intereses de la Iglesia de Cristo recibirían un nuevo impulso. Hay mucha ligereza e indiferencia en los corazones de los cristianos en cuanto a su participación a la Mesa del Señor. En otros casos, cuando no se trata de indiferencia, hay una tendencia a abstenerse como resultado de una comprensión imperfecta de la justificación por la fe. Estos dos obstáculos, de naturaleza tan diferente, tienen sin embargo una sola y misma causa: el egoísmo.

La indiferencia

El indiferente dejará, de forma egoísta, que las circunstancias de importancia mínima le impidan asistir: ocupaciones de la casa, amor a la propia comodidad, mal tiempo, ligeras o, como a menudo sucede, imaginarias dolencias físicas y tantos otros pequeños impedimentos. Ahora bien, todas estas cosas pasarían desapercibidas o no les daríamos ninguna importancia si se tratara de intereses materiales. ¡Cuán a menudo uno puede observar que los creyentes que no tienen suficiente fuerza espiritual para salir de sus casas el domingo, cuentan con abundante fuerza física el lunes para recorrer unos cuantos kilómetros para ocuparse de sus negocios! ¡Es lamentable que así sea! ¡Qué triste es pensar que la ganancia terrenal pueda tener más influencia en el corazón de un cristiano, que el honor de Cristo y el bien de la Iglesia! Porque es este el modo en que debemos considerar la cuestión de la Cena del Señor. ¿Cuáles serán nuestros sentimientos si, en la gloria del reino venidero, pudiésemos recordar que, mientras estábamos en la tierra, una feria, un mercado o cualquier otra circunstancia terrenal hayan podido ocupar nuestro tiempo y nuestras energías, mientras descuidamos la reunión de los amados de Dios alrededor de la Mesa del Señor?

Querido lector cristiano, si tienes el hábito de descuidar la reunión de los creyentes, te ruego que pienses seriamente delante del Señor en las tristes consecuencias de ausentarte de ella: Faltas en tu testimonio para Cristo, provocas daños y perjuicios a las almas de tus hermanos e impides el progreso de tu propia alma en gracia y conocimiento. No pienses que tus acciones no tienen influencia en toda la Iglesia de Dios. En este preciso momento, eres de ayuda para cada miembro del cuerpo de Cristo en la tierra o bien eres un estorbo; pues “si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él” (1 Corintios 12:26). Este principio no ha perdido ni su verdad ni su fuerza, aun cuando los cristianos estén dispersos en innumerables partidos. Es tan divinamente verdadero, que no hay un solo creyente en la tierra que no esté siendo una ayuda o un estorbo para el cuerpo de Cristo en su conjunto; y si hay alguna verdad en el principio ya enunciado –es decir, que la Asamblea de los cristianos, y el partimiento del pan, en una determinada localidad, es, o debiera ser, la expresión de la unidad de todo el Cuerpo–, no puedes dejar de reconocer que si te ausentas de la asamblea, o si rechazas unirte a tus hermanos para dar expresión a esa unidad, provocas un serio daño a todos tus hermanos y a tu propia alma. Quisiera que, en el nombre del Señor, tengas estas consideraciones bien presentes en el corazón y en la conciencia, esperando que Dios las haga convincentes1 .

Comprensión incompleta de la doctrina de la justificación

Pero no solo esta culpable y perniciosa indiferencia es lo que impide a muchos creyentes acercarse a la Mesa del Señor; la comprensión incompleta de la justificación produce también el mismo triste resultado. Si la conciencia no está perfectamente purificada, y el corazón no ha hallado perfecto reposo en el testimonio de Dios acerca de la obra consumada de Cristo, o bien uno se abstendrá de la Cena, o bien no la celebrará con la debida inteligencia espiritual. Solo aquellos que por la enseñanza del Espíritu Santo conocen el valor de la muerte del Señor, pueden anunciar esta muerte según los pensamientos de Dios. Si considero esta ordenanza como un medio para ser llevado más cerca de Dios, o para obtener el perdón de mis pecados, o para estar más seguro de mi aceptación o tener una percepción más clara de ella, es imposible celebrarla correctamente. Debo creer –como me ordena el Evangelio– que todos mis pecados son perdonados para siempre, antes de tomar mi lugar, con una verdadera comprensión espiritual, a la Mesa del Señor. Si el asunto no se considera a la luz de este conocimiento, la Cena del Señor solo puede ser considerada como una especie de grada que conduce al altar de Dios; pero en la ley se nos dice que no debemos subir por gradas al altar de Dios, no sea que se descubra nuestra desnudez (Éxodo 20:26). Esto significa que todos los esfuerzos humanos para acercarse a Dios, solo sirven para descubrir la desnudez humana.

Vemos así que si es la indiferencia lo que impide que el cristiano esté en el partimiento del pan, es algo por demás condenable a los ojos de Dios y muy perjudicial tanto para sus hermanos como para sí mismo. Y si el impedimento es un conocimiento imperfecto de la justificación, no solo es inaceptable, sino, además, muy deshonroso para el amor del Padre, para la obra del Hijo y para el testimonio claro e inequívoco del Espíritu Santo.

Uno a veces oye decir –incluso por aquellos que gozan de reputación por su espiritualidad e inteligencia–, frases como: «No obtengo ningún provecho espiritual yendo a las reuniones de la asamblea; soy igualmente feliz cuando me quedo en casa leyendo mi Biblia». Me gustaría preguntar afectuosamente a estas personas: ¿No hay un propósito más elevado que nuestra propia felicidad? ¿No es la obediencia al mandato de nuestro bendito Señor –un mandato dado “la noche que fue entregado”–, un motivo mucho más noble y elevado que cualquier cosa que tenga que ver con el yo? Si él desea que su pueblo se reúna en su Nombre, con el expreso propósito de anunciar su muerte “hasta que él venga”, ¿nos rehusaremos a participar con el pretexto de que nos sentimos más felices en nuestra casa? El Señor nos pide que estemos presentes a su Mesa; y si nosotros le decimos: «Estamos más felices en casa»; nuestra felicidad, pues, debe estar basada en la desobediencia, y, como tal, es una felicidad no santa. Es mucho mejor, si así debe serlo, ser infelices en la senda de la obediencia, que ser felices en la senda de la desobediencia. Sin embargo, creo firmemente que la idea de ser más felices en casa es pura ilusión; y el fin de todos los que son engañados por ella, demostrará que es así. A Tomás podría haberle dado lo mismo estar o no presente con los demás discípulos cuando el Señor se les apareció; pero se vio privado de la presencia del Señor, y tuvo que aguardar ocho días hasta que los discípulos se reunieran el primer día de la semana; y solo entonces y allí el Señor tuvo a bien revelarse a su alma. Y así ocurrirá con aquellos que dicen: «Nos sentimos más felices en casa que en la reunión de los creyentes». Seguramente quedarán rezagados en conocimiento y experiencia; y sería bueno que no cayesen bajo el terrible ay pronunciado por el profeta: “¡Ay del pastor inútil que abandona el ganado! Hiera la espada su brazo, y su ojo derecho; del todo se sacará su brazo, y su ojo derecho será enteramente oscurecido” (Zacarías 11:17). Y no en vano el apóstol dijo: “No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca. Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios” (Hebreos 10:25-27).

En cuanto a la objeción que se plantea con relación a la esterilidad y falta de bendición en las asambleas cristianas, generalmente se encontrará que la mayor esterilidad espiritual se hallará a menudo junto a un espíritu quejoso y dispuesto a juzgar a los demás; y no dudo de que si aquellos que se quejan de la falta de bendición en las reuniones, y hacen de eso un argumento para quedarse en su casa, pasaran más tiempo a solas en la secreta dependencia del Señor, pidiendo su bendición en las reuniones, tendrían una experiencia muy diferente.

Las personas que no son aptas para participar

Habiendo demostrado por medio de las Escrituras quiénes son las personas que deben participar del partimiento del pan, vamos ahora a considerar quiénes no deben tomar parte.

En este punto la Biblia es igualmente clara. El que no pertenece a la verdadera Iglesia de Cristo no debe participar. La misma ley que había ordenado que toda la congregación de Israel comiese la Pascua, mandaba que todos los extranjeros incircuncisos no la comiesen. Y ahora que Cristo, nuestra Pascua, ya fue sacrificada por nosotros (1 Corintios 5:7), nadie tiene derecho a celebrar esta fiesta –que debe continuar durante toda esta dispensación–, ni a partir el pan ni a beber el vino en memoria de él, salvo aquellos que conocen y han experimentado por sí mismos el poder purificante y santificante de Su preciosa sangre. Comer el pan y beber la copa sin reconocer el poder de Su sangre y la unión con Él, es comer y beber indignamente, es decir, comer y beber juicio; así ocurrió con la mujer de Números 5, que bebió del agua amarga para hacer la condenación más manifiesta y terriblemente solemne.

Ahora bien, en esto la culpa de la cristiandad se pone particularmente de manifiesto. Al tomar la Cena del Señor, la iglesia profesante, como Judas, puso su mano sobre la mesa con Cristo, y lo entregó; ella comió con él y, al mismo tiempo, levantó contra él su calcañar (Lucas 22:21; Juan 13:18). ¿Cuál será su final? El mismo que el de Judas: “Cuando él, pues, hubo tomado el bocado, luego salió; y –el Espíritu Santo añade con terrible solemnidad– era ya de noche” (Juan 13:30). ¡Qué terrible noche! La más fuerte expresión del amor divino solo desencadenó la más fuerte expresión del odio humano. Lo mismo sucederá también con la falsa iglesia profesante colectivamente, y con cada falso creyente individualmente. Y todos aquellos que, aunque hayan sido bautizados en nombre de Cristo y se hayan sentado a su Mesa para participar de su Cena, hayan sido, sin embargo, sus traidores, serán, por fin, arrojados a las tinieblas de afuera (Mateo 8:12) –sumergidos en una noche que nunca verá los albores de la mañana–, en un abismo de indecibles dolores sin fin; y aunque puedan decirle al Señor: “Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste” (Lucas 13:26), Su solemne respuesta, que parte el corazón, será, mientras les cierre la puerta: “Apartaos de mí; nunca os conocí” (Lucas 13:27). Oh lector, te suplico que pienses en esto; y si todavía estás en tus pecados, no contamines la Mesa del Señor con tu presencia. Pero en vez de ir allí como un hipócrita, vé al Calvario, como un pobre pecador culpable y perdido, y recibe el perdón y la purificación de Aquel que derramó su sangre para salvar a los pecadores como tú.

  • 1Solo puedo sentirme responsable de presentarme en la asamblea cuando esté reunida en el verdadero terreno de la Iglesia de Dios, es decir, sobre las bases establecidas en el Nuevo Testamento. Un determinado número de cristianos pueden reunirse en una determinada localidad y llamarse «la Iglesia de Dios»; pero si no presentan los principios y rasgos característicos de la Iglesia de Dios tal como aparecen en la Santa Escritura, no puedo reconocerlos. Si se niegan a juzgar la mundanalidad, la carnalidad o falsas doctrinas, o si les falta poder espiritual para hacerlo, es evidente que no se encuentran sobre el fundamento correcto de la Iglesia; son meramente una fraternidad religiosa, la cual, en su carácter colectivo, no tengo responsabilidad alguna ante Dios de reconocer. Por eso el hijo de Dios necesita mucho poder espiritual y sujeción a la Palabra para poder conducirse a través de todos esos caminos tortuosos de la iglesia profesante en este día particularmente malo y difícil.

El momento y la manera de celebrar la Cena del Señor

Solo agregaré unas palabras acerca del momento y la manera en que se ha de celebrar la Cena del Señor, tal como lo enseñan las Escrituras.

Cuándo debe celebrarse

Aunque al principio la Cena del Señor no fue instituida el primer día de la semana, los capítulos 24 de Lucas y 20 de los Hechos son harto suficientes para demostrar, a todo aquel que se somete a la Palabra, que ese es el día en que debe ser especialmente celebrada. El Señor partió el pan con sus discípulos “el primer día de la semana” (Lucas 24:1, 30); y en los Hechos leemos: “El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan…” (Hechos 20:7). Estos pasajes son más que suficientes para demostrar que los discípulos no deben reunirse una vez al mes, cada tres meses o cada seis meses para partir el pan, sino al menos una vez a la semana y, además, el primer día de la semana. Es fácil de comprender también que hay una razón particular, moralmente conveniente, para celebrar la Cena del Señor el primer día de la semana: es el día de la resurrección, el día de la Iglesia, en contraste con el séptimo día, que era el día de Israel. En la institución de la Cena, el Señor apartó los pensamientos de sus discípulos de todas las cosas judías, diciendo que no bebería más del fruto de la vid –del cáliz de la pascua– e introduciendo un nuevo orden de cosas; y nosotros, el mismo día en que la Cena debe ser celebrada, observamos el mismo contraste entre las cosas celestiales y terrenales. Solo en el poder de Su resurrección podemos anunciar la muerte del Señor de la manera apropiada. Cuando el conflicto terminó, Melquisedec trajo pan y vino, y bendijo a Abraham en el nombre del Señor. Así también, nuestro Melquisedec, cuando el conflicto finalizó y la victoria fue ganada, se hizo presente en resurrección con pan y vino, para fortalecer y consolar los corazones de los suyos, y soplar sobre ellos esa paz que tanto le costó obtener.

Si, pues, el primer día de la semana es el día indicado en las Escrituras para que los discípulos se reúnan para partir el pan, está claro que nadie tiene el derecho de cambiar ese día y partir el pan una vez al mes, o cada seis meses. Debemos someternos estrictamente a la Palabra en este punto, como en todos los demás. Y no dudo de que, cuando los afectos hacia la Persona del Señor son vivos y fervientes, el cristiano querrá anunciar la muerte del Señor tan a menudo como le sea posible. En efecto, parece, por el inicio del libro de los Hechos, que los discípulos partían el pan diariamente. Podemos deducir esto de la expresión: “Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas” (Hechos 2:46). Sin embargo, no necesitamos depender de simples inferencias en cuanto a la cuestión de que el primer día de la semana es el día en que los discípulos se reunían para partir el pan: es lo que claramente se nos enseña (Hechos 20:7), y vemos su belleza y conveniencia moral.

La manera en que ha de celebrarse

En lo que concierne a la manera de celebrar la fiesta, los cristianos deberían ante todo demostrar que el partimiento del pan es el objetivo más elevado de su reunión el primer día de la semana. Deberían mostrar que no se reúnen para la predicación o la enseñanza –aunque la enseñanza pueda ser un complemento feliz–, sino que el partimiento del pan es su principal objetivo. Y esto solo puede hacerse dándole el primer lugar en la Asamblea. Y hay una conveniencia moral en este orden, de la misma manera que en el momento. Es la obra de Cristo lo que anunciamos en la Cena, por lo que ella debe tener el primer lugar; y cuando ha sido debidamente anunciada, se debería dar pleno y libre curso a la acción del Espíritu Santo para el ministerio. El oficio del Espíritu Santo es exponer y exaltar el Nombre, la Persona y la obra de Cristo; y si se le permite dirigir y gobernar en la asamblea de los cristianos –lo que sin duda hará–, dará siempre el primer lugar a Cristo y a su obra.

No puedo terminar este escrito sin manifestar mi sentimiento profundo de la debilidad y la superficialidad de cuanto he expuesto sobre un tema tan importante. Siento delante del Señor –en cuya presencia deseo escribir y hablar–, tanta incapacidad para presentar toda la verdad acerca de este tema, que casi me veo tentado a impedir que estas páginas vean la luz. No es que tenga la más mínima duda en cuanto a la verdad que he tratado de exponer; pero siento que para escribir sobre un tema como el partimiento del pan en un tiempo en que hay tanta confusión entre los cristianos profesantes, se requieren afirmaciones directas, claras y transparentes, para lo cual apenas estoy en condiciones de responder.

No tenemos más que una vaga idea de cuánto la cuestión del partimiento del pan se relaciona con la posición y el testimonio de la Iglesia en la tierra, y de cuán ignorada es en general esta cuestión por la iglesia profesante. El partimiento del pan debe ser la clara demostración de la verdad de que todos los creyentes forman un solo Cuerpo; pero la cristiandad profesante, con todos sus partidos y sus diferentes mesas para cada denominación, ha negado esta verdad en la práctica.

De hecho, la Cena ha quedado tristemente relegada a un segundo plano. La Mesa, en la cual el Señor debería tener el primer lugar, es casi perdida de vista, y el púlpito1 , en el que el hombre ocupa el primer lugar, le ha hecho sombra. El púlpito –el que, lamentablemente, es a menudo el instrumento por el cual se crea y perpetúa la desunión–, es para muchos lo más importante; mientras que la Mesa, –la que, si se comprendiera correctamente, manifestaría siempre el amor y la unidad–, ha pasado a ser algo totalmente secundario. Y los más laudables esfuerzos de los hombres para remediar este lamentable estado de cosas, no han servido sino para ponerlo más de manifiesto. ¿Qué resultado ha obtenido la Alianza Evangélica2 ? Al menos ha revelado una necesidad existente entre los cristianos profesantes, que ellos mismos reconocen no poder satisfacer. Quieren una unión que son incapaces de conseguir. ¿Por qué? Porque no quieren renunciar a todo lo que se ha agregado a la verdad –salvo a lo que tienen como cristianos–, y reunirse conforme a la verdad para partir el pan como discípulos. Digo como discípulos y no como miembros de iglesia, como Bautistas o como Independientes. No es que todas esas personas (me refiero a aquellos que aman a nuestro Señor Jesucristo) no puedan tener muchas verdades valiosas. De hecho que sí. Pero no tienen la verdad que les impide reunirse juntos para partir el pan. ¿Cómo podría la verdad impedir que los cristianos se reúnan para dar expresión a la unidad de la Iglesia? ¡Imposible! Un espíritu sectario en aquellos que sostienen la verdad puede hacer esto, pero la verdad nunca. Pero ¿cómo están las cosas hoy día en la iglesia profesante? Los cristianos de diversas denominaciones pueden reunirse con el propósito de leer la Biblia, orar y cantar juntos durante la semana; pero cuando llega el primer día de la semana, no tienen la mínima idea de dar la única prueba real y eficaz de su unidad que el Espíritu Santo puede reconocer y que consiste en el partimiento del pan. “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un Cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios 10:17).

El pecado en Corinto consistía en que no se esperaban unos a otros. Esto se desprende de la exhortación con que el apóstol resume toda la cuestión en 1 Corintios 11:33: “Así que, hermanos míos, cuando os reunís a comer, esperaos unos a otros”. ¿Por qué debían esperarse unos a otros? Seguramente para poder expresar más claramente su unidad. Pero ¿qué habría dicho el apóstol si, en vez de reunirse en un solo lugar, hubieran ido a lugares diferentes según sus diferentes opiniones acerca de la verdad? Él entonces podría haber dicho, con el mayor énfasis posible: «No podéis comer así la Cena del Señor».

Pero tal vez alguien pregunte todavía: «¿Cómo podrían todos los creyentes de una misma localidad reunirse en un solo lugar?». A eso respondo que aun cuando no pudieran reunirse todos en un mismo lugar, podrían hacerlo al menos sobre el mismo principio. ¿Cómo se reunían los creyentes en el tiempo de los apóstoles? La Escritura dice que lo hacían “de común acuerdo” (Hechos 5:12, V. M.). Siendo esto así, tenían poca dificultad en cuanto al lugar físico donde debían reunirse. “El pórtico de Salomón” o cualquier otro lugar, servían para su propósito. Ellos daban expresión a su unidad, y lo hacían de manera clara e inequívoca. Ni las distintas localidades, ni la medida de sus conocimientos o de sus dones podían en modo alguno ser un obstáculo para su unidad. Había “un cuerpo, y un Espíritu” (Efesios 4:4).

Para concluir, quisiera agregar que el Señor ciertamente honrará a aquellos que con fe y fidelidad confiesen y pongan en práctica la unidad de la Iglesia en la tierra. Y cuantas más dificultades impidan llevar esto a cabo, tanto más honrados serán. ¡Quiera el Señor conceder a todos un ojo sencillo (Lucas 11:34, V. M.) y un espíritu humilde y recto para comprender y poner en práctica estas cosas!

Amado Señor, tu cuerpo ofrecido
En este pan vemos, el cual fue partido.
En la cruz maldita tu sangre derramada
El vino vertido en la copa señala.

Y cuando así nos reunimos aquí,
Anunciamos que uno somos en Ti.
Tu preciosa sangre vertida por nos,
Tu muerte, oh Señor, salvación nos dio.

Hermanos en Ti, oh cuán dulce unión
Tu gracia celebran, por siempre en amor;
En tu Nombre reunidos te damos loor
Pues donde estás, sabemos, es el lugar, Señor.

Una esperanza tenemos, que has de volver;
A Ti en el aire esperamos ver
Cuando vengas y lleves tu pueblo al hogar,
Contigo por siempre él ha de reinar.

  • 1N. del T.: Púlpito hace referencia a la predicación y la enseñanza.
  • 2N. del T.: La Alianza Evangélica es una alianza de iglesias evangélicas del Reino Unido, que tuvo su origen en Londres en 1846. Su objetivo es promover la unidad cristiana, aproximando entre sí a las comunidades cristianas no católicas. «Durante más de 165 años, hemos estado uniendo a los cristianos y ayudándolos a escuchar y ser escuchados por el gobierno, los medios y la sociedad… la Alianza trabaja con 81 denominaciones, 4,000 iglesias, 600 organizaciones y miles de miembros individuales» (según consta en su sitio web: www.eauk.org). Es al menos llamativo que en la actualidad tenga vínculos con el movimiento ecuménico: «La organización es también miembro fundador de la Alianza Evangélica Mundial (en inglés, WEA, World Evangelical Alliance), una red mundial de más de 600 millones de cristianos evangélicos. En el año 2010 sus líderes empezaron a tener charlas conjuntas con el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y el Consejo Mundial de Iglesias (CMI, en inglés, World Council of Churches, WCC). En enero de 2015 anunció planes para una cooperación más estrecha con el Consejo Mundial de Iglesias. El 2 de mayo de 2016, los dirigentes y representantes de la Alianza Evangélica Mundial (AEM) y del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) se reunieron en el Instituto Ecuménico de Bossey (Suiza) para estudiar y discutir sobre posibles áreas de futura cooperación».