La Iglesia, el cuerpo de Cristo

Un cuerpo

Estos pasajes presentan una verdad que yo creo que es de fundamental importancia para todos nosotros, tanto individual como corporativamente: la Iglesia en su conjunto es el templo de Dios, y todo creyente es hecho tal, de manera tan real, literal y absoluta, como el templo de la antigüedad en que Dios moraba; solo que, naturalmente, de una manera diferente. Él mora en cada creyente particular. Nótese este hecho; pondérelo. No es cuestión de opinión; es la verdad de Dios. Si la gente no se inclina ante las Escrituras, de nada servirá que discutamos con ellos

La verdad presentada aquí no es una verdad sobre la que podemos pensar tal o cual cosa. Dios tiene una casa aquí en la tierra. Amados, aceptemos este hecho, ponderémoslo. No digamos que es lo que debe ser, sino lo que somos; y veamos luego la conducta que proviene de ello; veamos lo que conviene a la casa de Dios: “La santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5).

Este es el fundamento de la verdad que sostiene toda la disciplina desde el momento que Dios tuvo una casa en la tierra. Nunca oímos ni una sola palabra acerca de que Dios habitara entre los hombres antes de que la redención fuese cumplida. Pero desde el momento que Israel sale de Egipto, a orillas del mar Rojo, las primeras palabras que resuenan en nuestros oídos de los labios de un pueblo redimido, son: “Le preparé habitación” (Éxodo 15:2; versión «King James» citada por el autor). Y desde el momento que se clavó la última estaca del tabernáculo terrenal, la gloria de Dios desciende para sentar su habitación en medio de su pueblo.

Pero su presencia demanda y asegura santidad. Si leemos los capítulos 6 y 7 de Josué, veremos dos grandes consecuencias que surgen de la misma presencia: Jericó en ruinas y el montón de piedras en el valle de Acor. Un hombre osó contaminar la congregación de Dios. ¡Qué solemne es esto! Era algo bueno ver esos baluartes derrumbarse hasta el polvo bajo los pies del pueblo de Dios. Pero nótese que la misma presencia que dejó Jericó en ruinas, no podía permitir que el pecado de un hombre pasara inadvertido. El Espíritu Santo escribió estas cosas para nosotros, y es nuestro ineludible deber detenernos y meditar en ellas, y procurar retener en nuestras almas sus enseñanzas.

El mismo instinto de la fe debió haberle enseñado a Josué que había algún obstáculo. El pueblo de Dios era Su morada. Este hecho les confería una característica que los distinguía de toda otra nación sobre la tierra. Ninguna otra nación sabía nada de ese gran privilegio excepto Israel. Pero Dios es Dios. Será siempre fiel a sí mismo. Cuidará el honor de su gran nombre. Josué creyó que la gloria de ese gran nombre estaba comprometida: pero hay más de una manera de mantener esa gloria.

Si Jehová está presente para dar la victoria sobre Sus enemigos, también está presente para disciplinar a Su pueblo.

Israel ha pecado
(Josué 7:11).

Dios no dice «Un hombre ha pecado», encuéntrenlo. No; se trata de los seiscientos mil israelitas, puesto que Israel es una sola nación. Una sola presencia divina en medio de ellos sellaba, marcaba y formaba su unidad. No busquemos razonar sobre esto, hermanos, sino sometamos todo nuestro ser moral a esta verdad. No la juzguemos, sino dejémonos juzgar por ella. “Israel ha pecado”: esta era la razón por la cual no pudieron obtener la victoria. Israel debía acercarse de a uno, “hombre por hombre” (Josué 7:14, LBLA), de modo que el transgresor del pacto de Jehová pudiese ser tomado. Dios no puede pasar por alto el mal no juzgado. La debilidad no constituye un obstáculo, pero el mal sí. ¿Puede Dios dar su aprobación al mal con Su presencia? ¡Nunca! Si somos morada de Dios, debemos ser santos. Este es uno de aquellos principios eternos que nunca pueden ser abandonados.

Pero surge la pregunta: ¿Cómo podía decirse que Israel había pecado? ¡Seiscientos mil inocentes! La respuesta es: la nación es una, y esa unidad debía ser mantenida y confesada.

En Levítico 24 leemos que debían ponerse doce panes sobre la mesa de oro, delante de Jehová, continuamente, junto con las siete lámparas del candelero de oro que alumbraban el lugar. La última parte del mismo capítulo nos muestra a un hombre llevado fuera del campamento donde debía ser apedreado hasta la muerte por todo Israel. Este agrupamiento de pasajes está lleno de significado. La agrupación de la Escritura está entre algunas de sus glorias más brillantes. El propio modo en que el Espíritu Santo agrupa sus materiales demanda nuestra atención. Cada hecho, cada circunstancia, ilustra la infinita profundidad de todo esto y sus glorias morales.

¿Por qué, pues, hallamos esta conexión en Levítico? Con la simple finalidad de ilustrar este gran principio: el poder de la fe para comprender la eterna verdad de la unidad de Israel, y para confesarla en cualquier ocasión; una magnífica verdad práctica. Lo primero es el lado divino: lo que Israel era en el pensamiento de Dios; lo segundo, lo que podría ser de Israel bajo la disciplina de Dios. Siempre corresponde a la compañía fiel, confesar y mantener la verdad original de Dios hoy, mantener la gran verdad de la unidad del cuerpo de Cristo como lo que debemos sostener, mantener y confesar en cualquier circunstancia.

Elías, en el monte Carmelo, cuando el reino estaba dividido, tomó doce piedras para edificar el altar. Pero Israel ya no era doce tribus –podía haberse alegado–. La unidad de Israel estaba rota y ya no existía. No; era una unidad indisoluble, una unidad que nunca debe abandonarse. Israel son doce tribus mientras los ojos de Dios estén puestos en los doce panes sobre la mesa de oro, en las doce piedras en el pectoral de Aarón. La fe echa mano de esa verdad, y Elías edifica su altar de doce piedras. Nunca se debe abandonar, aunque puede ser comparada a una cadena que va de una orilla a otra de un río, de la cual no podemos ver la parte media que está sumergida. La Iglesia era una el día de Pentecostés; será una en la gloria; y es tan cierto que hay un Cuerpo y un Espíritu hoy, como cuando el Espíritu Santo escribió el capítulo cuarto de la epístola a los Efesios. ¿Cómo se forma esta unidad? Por el Espíritu Santo. Es la unión con el Hombre que está a la diestra de Dios.

Tengo, pues, tres razones de peso para una vida de santidad: No debo deshonrar a Aquel a quien estoy unido; no debo contristar al Espíritu por el cual soy unido; y no debo contristar a los miembros a los cuales estoy unido.

Lector, siento la responsabilidad de insistir en esta verdad. Que el diablo no le prive de la bendición de andar en ella. Asegúrese de hacer realidad su influyente poder formativo. Piense de qué manera su estado espiritual y su andar pueden estar afectando a los creyentes en otras partes en este momento. “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él” (1 Corintios 12:26). Todo Israel se vio afectado por el pecado de Acán. Este creyó que nadie lo había visto, que nadie se enteró de nada, y escondió tranquilamente algo prohibido en su tienda. Si este es su estado espiritual, hay ya una completa parálisis: no hay más poder de parte de Dios en favor de usted; hay, de hecho, poder, pero poder, no para actuar por usted en la victoria, sino para actuar hacia usted en disciplina, poder para hacerlo añicos.

No midamos la Palabra de Dios según nuestras conciencias o nuestras sensibilidades, sino creamos con simplicidad lo que dice. Leemos que hay un Espíritu que une a todo miembro a la Cabeza en la gloria, y que une a cada miembro en la tierra con todo otro miembro. En este Cuerpo, un creyente fuera de comunión es como un apagador para una vela: afecta a sus compañeros creyentes. Confiese esta gran verdad; simplemente reconózcala, cualesquiera sean las circunstancias. Nunca la niegue ni la abandone. Usted dice: ¡«Los hermanos» están fragmentados! A lo que respondo: No debo ocuparme de hermanos, sino de la verdad de Dios. Quite sus ojos de los hermanos, y fíjelos en la verdad de Dios. ¿Está usted conscientemente congregado sobre el terreno de un solo Cuerpo? Le hablo libre y definidamente, por cuanto creo que esta verdad está siendo atacada. En 1848, la Cabeza fue atacada, la Persona de Cristo. En 1882 creo que la verdad del un solo Cuerpo es atacada. “Pero el que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17), y se une a todos los que le pertenecen a Él. No existe tal cosa como independencia en la Palabra de Dios. La asamblea en un lugar es la corporativa expresión local de la Iglesia de Dios, así como lo vimos en el caso de las doce tribus de Israel en el Antiguo Testamento.

Esta verdad, como un hilo dorado, brilla de tapa a tapa en el Libro de Dios, y es siempre conocida a la fe. ¿Por qué Daniel oraba hacia Jerusalén? La casa de Dios no estaba allí a los ojos del hombre, pero sí lo estaba a los ojos de la fe. La fe todavía reconocía que oraba hacia Jerusalén, por más que tuviese por recompensa el foso de los leones.

Cuando Pablo estuvo ante Agripa, la nación se hallaba dispersa entre todas las naciones, de un extremo al otro de la tierra. Pero Pablo quiso hablar de la “promesa cuyo cumplimiento esperan que han de alcanzar nuestras doce tribus” (Hechos 26:7), y el nombre está en singular (dodecaphulon). ¿Podía Pablo haberlas mostrado?

¿Va usted a abandonar la unidad de la Iglesia de Dios? ¿Va a tener que ver con cosas pergeñadas por el diablo para enturbiar la vista de los creyentes y ocultar de sus ojos la verdad eterna y suprema de un solo Cuerpo? ¿Es el cuerpo de Cristo una pequeña sociedad basada en ciertos principios? ¿Cómo puede usted hablar de «unirse» a algo? Si usted se ha convertido a Cristo, ¡la «unión» está hecha! Usted ha sido “añadido al Señor” (Hechos 5:14, V. M.). Usted es parte de algo que el hombre no puede tocar ni por un momento. Nadie puede cortar un solo miembro del cuerpo de Cristo que, conforme al eterno propósito de Dios y a la operación del Espíritu Santo, está unido a Él.

No hace falta organizar este Cuerpo. Gracias a Dios, no es la obra del hombre. El Espíritu Santo descendió en el día de Pentecostés para formarlo, y aún permanece aquí. Y cuando el Señor Jesús venga para llevarlo a la gloria, será “la santa ciudad, la nueva Jerusalén… dispuesta como una esposa ataviada para su marido” (Apocalipsis 21:2), en la cual mostrará “las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2:7).